Lyon

Para celebrar mi 59 cumpleaños me auto regalé un viaje a Lyon de 5 días. Cogí un avión, reservé un alojamiento y allí me fui, sola con mis miedos, a conocer esa antigua capital francesa, abarrotada de historia y arte, una ciudad de contrastes, densa, viva. Mi verdadero regalo no fue conocer las maravillas de la ciudad, ni siquiera superar una vez más el miedo a viajar sola, sino ser capaz de disfrutarlo.

No recuerdo haber sentido tanta paz en un aniversario, para mí casi siempre una fecha agitada y muchas veces decepcionante. Estos días vi por fin cumplidas mis expectativas, y la paz y el contento me embargaron para celebrar la despedida de la cincuentena. (Cielos! Ya pronto pasaré a la “tercera edad”, aunque para mis hijos hace tiempo que estoy en ella).

Elegí Lyon porque no es tan grande como París, ni tan peligrosa como Marsella, ni tan pequeña como otras villas francesas que espero ir conociendo poco a poco. Compré insegura un vuelo barato (aunque pagué aparte la maleta) y reservé un alojamiento en Airbnb. Se acercaba el día de salida, nada menos que a las 5 de la madrugada (tuve que coger un Uber ¡a veces lo barato sale caro!) y mi entusiasmo no despuntaba por encima de mi temor. Me senté frente al ordenador a ver qué tendría de interesante visitar esa ciudad y me fui entusiasmando. Mi futuro alojamiento, una casa grande con jardín en pleno centro, me dio confianza porque pensé que si no me sentía a gusto deambulando rumbo a lo desconocido siempre podía disfrutar de tomar el sol y leer relajándome en las tumbonas del patio, rodeadas de bonitos setos y arbustos.

El día señalado cogí un coche, un avión, un tren y un autobús para llegar a las 10 de la mañana al alojamiento, donde se me cayeron los palos del sombrajo. Después de comprobar que la mugrienta entrada se correspondía sin lugar a dudas con la dirección, llamé varias veces al timbre pero nadie acudió. Al rato llegó el cartero y entró pulsando el botón de “servicio” y entré con él. Luego supe que ese botón en todos los edificios abre el portal para que basureros y carteros puedan entrar a recoger los contenedores de basura y depositar el correo en las zonas comunes. Justo en ese momento veo a un hombre bajito con coleta y chanclas: era mi casero. Aun me hizo esperar un rato en el oscuro pasillo de suelo de cemento y paredes llenas de pintadas de lo que parecía una residencia de “ocupas”. Después de desaparecer por una puerta y aparecer al rato por otra como si de un ratón entrando y saliendo de una ratonera se tratara, me hizo pasar por fin al apartamento.

CONTRASTES

¡Cuántos contrastes! El primero la propia puerta, reforzada con cerradura de especial seguridad en aquel pasillo pobretón y mugriento. Techos altos pero estancias oscuras pese a los altísimos ventanales. Al lado de la entrada, mi cuarto, frente el baño, era amplio y bonito. Solo le sobraba la pátina de polvo que lo cubría todo. Tenía dos alturas con un sofá cama en el altillo que permitía alojar hasta tres personas. Olía a cerrado, pero no se podía abrir la ventana más que un poco (estaba a ras de suelo y sin rejas) y solo mientras yo ocupaba la habitación. El resto de la casa era majestuoso, espléndidamente decorado, con altos techos de madera, grandes alfombras y un enorme piano en el salón. La cocina, bien equipada aunque no muy pulcra (puede que con la latitud cambie el significado de esta palabra) y lo más sorprendente: el patio. Las dos tumbonas de la foto estaban allí aunque más ajadas, pero el resto nada que ver con la imagen. Maleza vigorosa brotando a su aire lo llenaba todo. Aunque llegaba hasta la cintura apenas disimulaban cúmulos de objetos almacenados con desorden: cubos, ladrillos y hasta zapatos. Una mesa para comer en el supuesto jardín con un mantel de plástico pringoso era el banquete favorito de moscas y mosquitos que me obligaban a estar en continuo movimiento para no ser devorada en un abrir y cerrar de ojos. Yo, tan amante del orden y la limpieza, decidí no hacer ascos a nada y no amargarme el viaje, así que compré unas toallitas desinfectantes en una tienda cercana y la pasé por suelos y muebles de mi cuarto. No me sobraron.

Las sartenes y ollas que usé las lavé antes de usarlas aunque quizá no hacía falta si quería fortalecer mi sistema inmune. El propietario resultó ser un francés que hace unos años decidió cambiar de profesión: de gestionar el sonido en conciertos en directo, pasó a gestionar inquilinos en su propia casa (dos habitaciones y un estudio al fondo del jardín) y tiene el negocio en fase de expansión con una cabaña en el campo. No quiero imaginarme en qué estado.

Con todo, conseguí sentirme allí relativamente a gusto. Su mujer y él eran bastante cordiales, una cosa no quita la otra. Se fueron de viaje y nos dejaron solos en la casa a una joven pareja belga poco comunicativa que llegaron dos días más tarde a la habitación contigua, y a mí. Aunque no mostré mi disgusto (no teloreo bien los enfrentamientos directos) decidí hacer justicia:, hscribí a mi regreso un comentario cordial pero firme y puntué bastante bajo en la valoración del alojamiento. El propietario no se lo tomó nada bien, hasta el punto que tuve que bloquear su contacto porque empezó a enviarme mensajes intimidatorios. Es lo mínimo que podía hacer, poner límites en la relación con los demás y evitar que otros se lleven gato por liebre.

Por lo demás, la ciudad es fantástica tal y como la describen las guías turísticas, no tengo mucho que añadir. Me sorprendió la gran inclinación de las pendientes en pleno centro de la ciudad. La cruzan dos ríos y la rodean dos colinas. Yo vivía en una de ellas, la Croix Rosse, así que si quería ir a casi todas partes, tocaba agarrarse los machos para escalar calles y escaleras a la vuelta. Monumental, variada, vivaz, rica y pobre, casi siempre elegante pero otras veces mugrienta; piadosa y revolucionaria, culta y mundana.

LA CONFLUENCIA

Me gustó muchísimo el recién estrenado Museo de la Confluencia. Me encantó el nombre, el concepto que encierra. De estilo futurista, está construido en la confluencia de dos ríos en un extremo de la ciudad, cerca de edificios emblemáticos de arquitectura innovadora y colorista. En general no me atrae mucho tanta innovación pero la insistencia del guía que me enseñó el centro de Lyon me decidió a visitarlo. Tenía previsto pasar un rato en la mañana para echar un rápido vistazo y cumplir expediente y terminé pasando el día entero. Me habría quedado a vivir allí. Hice varias visitas guiadas gratuitas a las colecciones dedicadas a la historia de las civilizaciones y al propio edificio. Comí en el restaurante de la terraza, tomando el tibio sol y mirando el río desde una atalaya privilegiada. Me paseé por las fuentes, los jardines, y hasta dormité en sofás más cómodos que los de mi casa.

Fue un día gozoso, pleno, emocionante. Tuve que aplazar para el día siguiente, ya el último, el crucero por el río Saona y la visita al impresionante museo de Bellas Artes. El Hôtel-Dieu, antes que me olvide, también me encantó, sobre todo porque un guía me contó la historia de cómo llegó a ser lo que es hoy. Un antiguo hospital, un conjunto de edificios encadenados con apacibles claustros muy bien conservados, que acoge ahora restaurantes, comercios, un lujosísimo hotel y jardines. Si en toda ciudad es recomendable una visita guiada, en Lyon es casi imprescindible.

El último día, el broche de oro. En el museo de pintura de la plaza «des Terraux», disfruté una pequeña visita guiada acerca de solo algunos cuadros de un autor. Además de la belleza de las obras, del propio edificio, fue un placer conocer a una mujer que parecía tan curiosa y entusiasta como yo. Nos quedamos charlando al final y tomamos un café. Resultó que vivía por mi zona y quedamos por la tarde para enseñarme algunos rincones que aún no conocía y cenar juntas. Estuvimos hasta bien entrada la noche paseando y hablando de todo. Nos intercambiamos direcciones y seguimos en contacto.

Este último encuentro me hizo definitivamente reconciliarme con la vida. Concluí que la soledad que sentimos a veces es una construcción mental; el mundo está lleno de gente, solo tenemos que abrir los ojos y el corazón a los otros. Claro que cuando está herido, el corazón se protege tanto que nos aislamos y literalmente nos morimos. Nuestra esencia es SER CON EL OTRO, ser sociales. Por mucho que yo a veces necesito modular los contactos y busco el silencio o la soledad pero, aunque sea de lejos, también necesito sentir que el otro que está ahí.

6 comentarios en “Lyon

  1. Mercedes Ruiz Ríos

    Me ha gustado descubrir esa ciudad ancestral con tus ojos. No conozco Lyon pero me ha entrado ganas de ir algún día. Hablando de confluencia, yo viví mis 15 primeros años en una ciudad donde confluyen el río Sena con el río Yonne y también le veo cierto atractivo a esa palabra. ¿Quizá ahora confluyamos en algo a través de tus relatos? Sigue escribiendo que yo te seguiré leyendo porque disfruto mucho con tu recuperación y tu aprendizaje. Un beso, primita.

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  2. Gloria

    Corto pero entusiasta relato. Aprecio tu bonita evolucion en esta tu aventura francesa. Dificil encajar la falta d limpieza. Tu lo conseguistes y no permitistes q te chafara tu viaje. Mi enhorabuena por todo ello. Vas avanzando

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