Aventura a Colmar

Hace poco fui a visitar a mi hijo a Colmar, al norte de Francia, justo cuando lleva el país entero varias semanas en huelga, que aún afecta sobre todo a los transportes. Ya tenía el billete de avión a Estrasburgo y pensé que habría servicios mínimos para ir en tren desde allí hasta Colmar.

Pues no. En el aeropuerto estuve con un grupo de personas cerca de una hora esperando un tren lanzadera, el único transporte público para llegar a la ciudad. Congelados por un viento gélido, alguien llamó por fin a la compañía y le dijeron que si no llegaba el próximo, el de las 16:30, mejor no contáramos con el tren. Como ocurrió lo que nos temíamos, nos fuimos en tropel hacia la parada de taxi. Una cola enorme esperaba los coches que pasaban a cuentagotas, saturados por los servicios. Finalmente llegó uno grande, de 7 plazas y dijo el taxista: “solo a la estación de tren de Estrasburgo”, así que me salté la cola, metí mi maleta la primera y llegué por fin al impresionante edificio en el centro de la ciudad pensando que ahí acababa mi aventura.

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Me encontré anocheciendo ya en un inmenso edificio semicircular con grandes pasillos oscuros y solitarios. Las corrientes de aire campaban a sus anchas entre los carteles que anunciaban docenas de vías y andenes casi vacíos. Algún que otro indigente aquí y allá; todas las tiendas, taquillas y servicios de información cerrados, y solo una pequeña cafetería abierta atestada de gente. Después de preguntar a un par de mujeres, conseguí encontrar a un empleado y preguntarle por el próximo tren a Colmar. Me dijo que a las 8:30 estaba previsto uno, al tiempo que se encogia de hombros, como diciendo: quién sabe si saldrá o no.

Yo estuve tranquila todo el tiempo, me sentía libre, abierta a la aventura, sin miedo, sabía que todo acabaría de buena forma, no me preocupaba llegar, estaba segura que pasara lo que pasara, todo estaba bien. Disfrutaba del “viaje”. Me senté en una pequeña salita de espera con calefacción y olor a humanidad de gente variopinta. Como tenía casi tres horas por delante, empecé a pensar en alternativas y se me ocurrió buscar un trayecto en Blablacar.

Jamás lo había utilizado antes, lo conocía de oídas. Encontré un trayecto sobre las 7 pero mi móvil me daba problemas para contactar, seguramente porque el número de teléfono es español y no ponía bien el prefijo francés; o porque (según dijo luego mi hijo) no me había instalado la aplicación en el móvil: ¡yo qué se!. Se acercaba la hora y no había manera. En el último momento, me confirmó un tal Jean Michel que sí, que me recogería. No llegaría a Colmar mucho antes que con el tren pero era más probable llegar. Quedamos frente a la estación, pero al salir me di cuenta que allí no podían entrar los coches, solo bus y taxis, así que me aventuré frente a la inmensa plaza ovalada sin saber muy bien en qué punto me recogería. Afortunadamente, en el último momento me llamó una chica que también viajaba y me concretó un punto para quedar.

El coche llegó tarde por los atascos, la ciudad estaba colapsada por la huelga, y tardamos casi una hora en llegar a Colmar. Venía con nosotros también un hombre de origen árabe que me preguntó a qué lugar exacto del pueblo iba. Cuando se lo dije se ofreció a llevarme en su coche al llegar porque estaba muy lejos, dijo, de la estación de Colmar donde nos dejaría Jean Michel. Hablábamos en francés. Me sentía bien por desenvolverme por más que a según quién le entendía algo, poco o nada. Al conductor, casi nada, hablaba bajo y vocalizaba poco. A la chica y a mi compañero de asiento mejor, menos mal.

Después de decirle al hombre que lo consultaría con mi hijo, le respondí al final que sí. En realidad era una forma de ganar tiempo para pensar si sería arriesgado irme a solas en coche con un extraño sin tener siquiera la cobertura mínima de la plataforma de viaje compartido. A estas alturas del día (de la noche, más bien) ya estaba entregada. No estaba cansada o desesperada, sino al contrario, confiada, fluyendo con los acontecimientos.

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Al llegar a un aparcamiento al aire libre, cerrada la noche, se supone que detrás de la estación de tren que no se veía, me bajé del coche de Blablacar y me subí con este recién conocido, un hombre fuerte y más joven que yo, que después de varios kilómetros de callejeo, en los que dudé que tuviera un destino concreto, me llevó amable y desinteresadamente donde mi hijo vivía. Llegué cansada, emocionada, contenta de ver a mi retoño y de haber podido concluir con éxito la aventura.

Otro episodio nada fácil fue la convivencia unos días con él. Yo, maniática del orden y de la organización y él, lo mismo pero a su manera, claro. Al día siguiente de mi llegada me habría empaquetado de vuelta si hubiera podido. Eran días de nervios para él que estaba de exámenes y que tenía por allí revoloteando a su madre reorganizándole el espacio, comprándole perchas, doblándole los jerséis y cambiando de sitio los alimentos en la cocina. Me acusó hasta de querer cambiarle los rodapiés del  piso. Difícil cohabitación, por mucho que nos hayamos reído a mandíbula batiente rememorando las tensiones al final del día.

Me gustó descubrir sola la pequeña ciudad de Colmar, en la región de Alsacia, tan cerca de Alemania y Suiza que ´por los nombres de calles, comidas y pueblos cercanos dudaba de seguir en Francia. El centro histórico bellísimo, con un típico barrio llamado “la pequeña Venecia” que no necesita descripción. Una afamada puesta en escena de Noel, con recargada decoración y mercadillos de regalos y comida típica como el vino especiado caliente, quesos y dulces de olores y formas extrañas.

En el viaje de vuelta a Burdeos, contraté directamente otro Blablacar, estos días un verdadero servicio público en Francia, para ir de Colmar a Estrasburgo. Afortunadamente el tren lanzadera al aeropuerto de servicios mínimos funcionó y pude llegar a tiempo al vuelo de vuelta, que salió con 40 minutos de retraso.

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Cuando llegué por fin a mi ciudad de acogida, la familiar y acogedora Burdeos, llovía, era de noche y tenía que llegar al apartamento nuevo que alquilé por Airbnb, y que aún no conocía. La propietaria esperándome, no entendía bien mis mensajes escritos…(estos franceses porque cambies un simple pronombre ya no entienden lo que quieres decirles!). Por fin me quedé sola en el apartamento, no me enteré de ninguna explicación que me dio la propietaria al recibirme sobre el funcionamiento de los aparatos eléctricos. Estaba agotada, acalorada de la calefacción y desbordaba por tantas novedades.

Me di una ducha al llegar y vi que no colaba bien el agua. Le mandé un mensaje iracunda a la casera, y me fui a la cama sin leer su respuesta. Después de tener pesadillas con mis amigas, que venía todas a la vez; con las paredes del apartamento que se resquebrajaban y desastres parecidos, me desperté más calmada y pude modular el diálogo con propietaria. Le dije que compraría un desatascador y lo echaría sin más para tratar de conciliar los ánimos. Me queda un mes viviendo aquí y tenía que templar gaitas.

Dos días he necesitado para recuperarme, para sosegarme y recobrar el aliento. Ahora comienza otra aventura: la de recibir y convivir durante un mes con tres de mis amigas de España que vienen, eso sí, de una en una.

A los tres días llegó la primera, un día después de lo previsto: había alerta roja por tormenta en la zona, su avión no pudo aterrizar,  se desvó a Toulouse. Su teléfono averiado, sin poder comunicarnos, toda la noche en danza. Un bus la trajo por la mañana tras pecnortar en un hotel. Después de la tarde, noche y mañana de tensión, ansiolítico incluido, al día siguiente me dió un cólico como en mis mejores tiempos y después dos días de ayuno forzado.

Necesitaba un parón. A todos los niveles. Mi cuerpo ya no me dio más tregua. Al final la vida es una aventura permanente, parece que estar vivo es atravesar cosas como estas. Pero yo aún así contenta: qué de tiempo hacía que no me daba un cólico! Y eso a pesar de estar reduciendo la medicación! Con estos días tan intensos es lo menos que podía pasarme! Me sentía, me siento, afortunada, agradecida. Empiezo el año con GRACIA-S.

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