¿A qué frontera? A la de Francia con España, a la de Asturias con Galicia, a la de la tierra con el mar. A la linde que separa a un ser humano con otro, a cada uno de nosotros con todo lo que nos rodea. Contornos invisibles dibujan mundos diferentes, formas distintas de estar y de sentir la vida. Y la misma línea que nos separa, nos une. Fascinante descubrimiento. Esto es lo que hace de verdad interesante un viaje.
Estuve unos días en un pequeño pueblo costero de Asturias, limítrofe con Galicia. Y justo enfrente de la aldea señorial que me acogía, el otro lado de la ría, era ya otra Comunidad Autónoma. Comparten paisaje, océano y el aire que respiran, pero a un sólo un tiro de piedra, ya es otro universo. Se comunican por un puente que atraviesa la lengua de mar, con un límite imaginario en medio que divide y ensambla dos mundos iguales y distintos al mismo tiempo. Extraño borde que subraya las fuertes o sutiles diferencias en la vida de quienes tanto comparten.
El trasiego entre ambos territorios es constante: unos trabajan a un lado y viven al otro, o van de compras, a un restaurante, a visitar al dentista o a la escuela de remo. Como si no pasara nada. Pero algo pasa. Cambia el idioma, rige otra ley, las costumbres y la música son singulares en cada lado y hasta se nota en el carácter de la gente un cierto aire, un no sé qué (ya sé que toda generalización es injusta).

Aunque la frontera sea invisible, yo la notaba muy presente; me inquietaba atravesar la linde, me tensaba anticipando qué encontraría en el país vecino. Una leve sensación de alerta me ayudaba a recordar las normas y usos de cada territorio y tenerlas en cuenta para no meter la pata. No sé a cuento de qué venía esa desazón por dejar atrás la seguridad de lo conocido, como si me adentrara en una selva de incertidumbres en la que no estaba claro que podría manejarme. Darme cuenta de ese confín me hizo pensar en la relación con los otros, en el límite necesario que nos separa de los que nos rodean. De la paradoja de ese anhelo de comunión y al tiempo la necesidad de apropiarnos de nuestro territorio, de nuestro espacio personal. De ese difícil equilibrio entre la buena vecindad, la complaciencia y la autoafirmación. Por muy cercanos que nos sintamos, por mucho que compartamos, aunque nos confesemos hasta la extenuación, siempre esa frontera que para bien y para mal nos separa del otro. Incluso unidos en el éxtasis sensual y físico, con la quimera de la fusión perfecta, la búsqueda de la paz y el descanso en el OTRO está abocada al fracaso, no es más que un delirio pasajero. Aunque esté muy bien experimentarlo.
Turismo interior
Esos días visité rincones pintorescos, hermosos paisajes abiertos al mar Cantábrico, barquitos meciéndose en la bahía como en una postal, pueblos únicos perdidos entre montañas y alguna ciudad. Pero lo que más me emocionó fue conocer a fondo la pequeña e imponente aldea donde me alojé. Tuve la suerte de tener una excelente guía, mi amiga, que a pesar de ser una mujer cultivada, viajada y de espíritu abierto, nació y vivió siempre allí con algún pequeño paréntesis. En el paseo me enseñó casas palaciegas, me contó quién las habitaba, quién las restauró, cuál fue su historia. Novelas enteras encerradas detrás de cada ruina, de cada casona remozada.
Relatos sobre la gente que nos fascinan a todos a como a niños escudriñando tras la cerradura de una puerta. Algunos vecinos, ilustrados estériles, viviendo en inmensas mansiones rodeados de sirvientes pero inundadas de silencio, sin vida. Amores fallidos, disputas heredadas, secretos familiares, reencuentros tardíos. Encontramos unos pocos edificios públicos en desuso, como una antigua y pequeñita escuela hogar antes regida por religiosas; una bella y descuidada miniatura. Ahora es propiedad de un adinerado vecino que la mantiene cerrada hasta que se le ocurra qué hacer con la nueva pieza añadida a su colección de inmuebles.
Una y otra vez repetía mi amiga los mismos apellidos, propietarios de buena parte de los palacetes, donde se alojan durante temporadas familias de renombre, muchos de ellos juristas, venidos de la capital buscando el anonimato y huyendo de las prisas. Incluso miembros de la realeza llevan décadas disfrutando de este remanso de paz entre las rías del mar del norte. Como excepción unos pocos ejemplos de familias que cambiaron su aislamiento en el campo por un negocio en la villa orientado al escaso pero selecto turismo.
Todo tan verde, tan en calma, tan despoblado, tan en silencio, tan señorial. La frontera del norte y el sur. Qué contraste con el árido paisaje de donde procedo en el que la gente burbujea apretada y bulliciosa en la constante vida callejera. Tantas brechas imaginarias, tantos tópicos irreales que bullen en mi trastienda y filtran todo lo que veo. La frontera entre ricos y pobres, cultivados y analfabetos, entre la salud y la enfermedad, entre la cordura y la locura. Incluso entre la mente y el cuerpo. ¿Dónde acaba y empieza cada cosa? ¿Es tan claro el límite?

La mujer de las medias
Sólo unas pocas casas de la aldea eran más modestas. Como una, semiderruida, con las tapias invadidas por las zarzas y una robusta higuera en medio de lo que en su día sirvió de salón. Fue el hogar de la mujer que zurcía las medias. En todos los pueblos, cuando yo era pequeña, había una señora que arreglaba medias de mujer por unas pocas monedas. Reconstruí la historia de esa casa a partir de los retazos que mi memoria guardaba de la que yo conocí. Mi madre me mandaba a llevar o recoger un encargo a la casa de “las medias” de mi pueblo. Y yo trepaba temerosa no sé de qué por la estrecha y curvada escalera que daba a la estancia. Una lámpara encendida día y noche presidía la mesa en el centro de la habitación. Era la principal herramienta de trabajo: a través de la amarillenta luz miraba atenta y paciente al trasluz los pantys estirados para detectar y reparar los hilos rotos o descosidos.
Era un lugar imposible de trabajo, enterrado en montañas de medias retorcidas, sin espacio para un alfiler. La mujer, con un descuidado moño rubio y una gafas a mitad de la nariz, señalaba sin levantarse una bolsa entre cientos de ellas y para quedarse tranquila me hacía mirar el remiendo casi invisible. Yo asentía en silencio mientras me hacía preguntas sin respuestas: «cómo evitaba extraviar tantos paquetes, cuántas horas al día estaría ahí sentada rodeada por paredes atestadas de bolsas de plástico anudadas, o cómo podía ganarse la vida con el mísero precio de los arreglos». El olor de la habitación, a humanidades entremezcladas y fibras calentadas por la luz, subrayaba la intriga permanente. Una vida sin marido, hijos que sacar adelante, aislamiento y misterio hasta el final. De pronto un día dejó de estar allí y no se supo nunca más de ella, igual que pasó con la de esta aldea perdida del norte.
No sé a qué vienen estas cavilaciones, así tengo la cabeza últimamente, estoy algo trágica, me temo. Quizá me llamó la atención la levedad de la vida. Para esa familia, de pronto todos los apuros para alimentar a los hijos o el “qué dirán” de la gente se diluyeron como un azucarillo en el agua, como las piedras de la casa en ruinas van cediendo a la erosión del viento y la lluvia. Y esos muros, ese frágil parapeto que nos construimos para vivir juntos pero separados, unidos pero independientes, cerca pero aislados…deja ya de tener sentido para siempre. Todo es cuestión de perspectiva.

Me ha gustado mucho. Tu nivel literario crece. Se me antoja una bonita descripción d rincones. La comparativa entre fronteras» naturales» geográficas y las «que nos imponemos» humanas, me resulta interesante. Solo artificios. Para defendernos?. Enhorabuena AMIGA. Qué suerte de tenerte
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