
El amor puede ser peligroso en estos tiempos. Hoy día besar a alguien es casi como pegarle un tiro. Pues yo, justo ahora, me pongo a buscar nuevas relaciones por las redes sociales. Y me ha salido el tiro por la culata: a mi primera cita acudí escoltada por la policía, aunque no fue para que me protegiera del virus que ya planeaba por ahí, invisible y sibilino.
Después de años de soltería, le hice caso a mi casera en Burdeos y me apunté a una de esas plataformas para conocer gente, varones para más datos. Fue poco antes de iniciar mi periplo cargando maletas de un alojamiento a otro. Estaba casi segura que no encontraría a nadie que me interesara especialmente, pero por lo menos iba a practicar el idioma. Una manera (y excusa) barata de compensar la reducción del horario de clases de francés.
Primero me dije que iba solo a explorar la plataforma y me acerqué una tarde a merodear por la web. Mi primera impresión al entrar y poner el filtro de edad (más o menos la mía) fue de incredulidad: todos los hombres parecían viejísimos. Tuve que mirarme al espejo para recordarme que yo también tengo arrugas y canas y que por más gimnasio que haga, las carnes ya no son lo eran. Superado el primer choque, me decidí sobre la marcha a elaborar mi perfil para acceder a la comunidad virtual gratuitamente, ¿por qué no?. El tiempo y las circunstancias me confirman que cada vez más estas formas de relación sustituirán a las clásicas.
Rellenar los formularios de gustos y aficiones fue un juego, como hacer una quiniela, pero redactar un párrafo en el que retratarme era otra cosa: ¿cómo me describo?. No se trataba de mentir si quería evitar un fiasco, ni perder mucho el tiempo. Además, ¿qué tenía yo que perder? Me sentía casi anónima, invisible por aquello quizá del idioma diferente, de estar en el extranjero (¡qué ilusa!). Vamos, tenía la sensación de que podía pasar de puntillas para ver qué había detrás de la pantalla sin ser apenas vista.
Salto al vacío
Me lancé a la piscina y decidí sincerarme con un mínimo de prudencia. Sin darle mayor transcendencia me hice un selfie expres de la cara y subí la foto sobre la marcha. Fue muy entretenido ojear los perfiles de los hombres. Es un material super interesante, suculentísimo para hacer un estudio sociológico. Hay de todo: jóvenes y guapetones que buscan mujeres mayores; maduritos que quieren chicas jóvenes; los que ponen condiciones y reglas antes de ningún contacto; los que aleccionan sobre comportamiento a los demás sin que nadie se lo pida; los que se “retratan” en su fotografía antes ya de leer su descripción; los que están enamorados de sí mismos; los que van de graciosos, los que dicen más con lo que callan que con lo que cuentan… en fin toda una galería de personajes curiosísimos. Es tan entretenido como sentarse en la terraza de un bar a contemplar a los transeúntes por la calle (cuando se podía, en aquellos lejanos tiempos).
Mientras empiezo a pasearme virtualmente por los pasillos de la plataforma y mirar a unos y a otros, empiezo a chatear también. De pronto un día me quedo anonadada: uno de los hombres a los que le envié un saludo me bloqueó directamente sin contestarme. Y al día siguiente otro me bloqueó sin ni siquiera haberle contactado. Qué impresión más rara produce eso. Es como una bofetada virtual. El primero me dió qué pensar: quizá dije algo inapropiado o no conjugué bien algún verbo y eso produjo una mala interpretación…. Pero el segundo ¡muy fuerte! ¿Tan desagradable resulta mi imagen o mi perfil para provocar una reacción tan contundente? Cuesta encajarlo. Entre intrigada y divertida y curiosa y molesta… decido seguir y no hacerme mala sangre.
Uno de los hombres que conocí, parecía buena gente. No me interesaba de manera especial, como ninguno de los que vi (miento: solo uno, que no se dignó a contestarme cuando le saludé). En un momento dado él me pidió el teléfono y no se lo di, le dije que prefería tomar un café y así nos conocíamos. Pensé que eso me permitiría hablar, y no solo escribir, con un francés nativo. Quedamos a las 5 de la tarde en pleno centro de la ciudad en la puerta del Gran Teatro de Burdeos, a unos 100 metros de la parada del tranvía que me llevaría desde mi alojamiento.
El día de autos me vestí como cualquier otro y me dirigí tranquilamente a mi cita, no tener expectativas da mucha tranquilidad. En el camino, consulté varias veces la hora en mi móvil, quería ser puntual. Al salir del tranvía, a unos 20 metros oí unos gritos: Madame! Madame! Me volví y vi a un par de policías mostrándome algo en la mano que resultó ser mi móvil. Cuando pude reaccionar y mientras me acercaba pensé que quizá se me cayó… Pero dijeron que me lo habían robado del bolsillo del abrigo, ellos lo vieron y pudieron detener en el acto al ladrón que tenían allí mismo esposado. Qué suerte (sic) que una patrulla de cuatro gendarmes vigilara en la parada del tranvía donde me bajé. Ocurrió todo increíblemente rápido.
La escolta
Me pidieron que les entregara mi DNI y que les acompañara a comisaría a poner una denuncia para que su trabajo no fuera en vano. Les dije que no tenía inconveniente pero que tenía una cita allí cerca y debía avisar a la persona. Me sugirieron que avisara por teléfono pero no lo tenía… y no quise darles los detalles. Sobre la marcha decidieron que el ladrón, un joven magrebí, se fuera con dos de ellos en el furgón policial y los otros dos me acompañarían a mi en tranvía hasta la comisaria, haciendo una parada para avisar a mi cita.
Los metros que recorrimos hasta la puerta del teatro los viví como en un sueño tratando de imaginar qué impresión le causaría a mi desconocido amigo que la mujer con la que se citó llegara escoltada por dos enormes policías, vestidos completamente de negro, con chalecos antibalas y botas altas de cuero. Mi cabeza no podía pensar, no podía asimilar lo que estaba ocurriendo, y me debatía entre la risa y el llanto. Menos mal que tuvieron la deferencia de esperarme mientras yo subí los tres peldaños que subían a la entrada del teatro. Tardé unos minutos en verlo, quizá estaba escondido acobardado tras una columna. Cuando le saludé, le expliqué entre risas la situación, se quedó atónito y nos despedimos. Seguí caminando con los agentes, tuvimos que hacer trasbordo de tranvías, todo el mundo mirando, dudando si la escena iba de la escolta de algún personaje importante o de la custodia de una delincuente.
Dos horas me pasé esperando en la comisaría para poder cumplimentar la denuncia. El tiempo me vino bien para asentar un poco el alma que se me había salido del cuerpo. Los polis que me atendieron fueron muy amables, el que apresó al ladrón me aconsejó que no llevara el móvil en el bolsillo, que él no estaría ahí siempre para protegerme. No sé qué hubiera dado en ese momento por poder pedirle que sí, que estuviera ahí siempre para cuidarme. Me sentía estupefacta, insegura, mitad incrédula mitad divertida por lo ridículo de la situación: ¡pasar en comisaría la tarde de mi primera cita! La policía me dio un tocho de documentos con los derechos de las víctimas y me dijo: “Ahí tiene usted los deberes para esta tarde”. En eso quedó mi práctica del francés del día.
Al salir me fui derechita a mi alojamiento a acostarme. Estaba sicológicamente agotada. Demasiadas emociones. Demasiada intensidad. Dos días después, lo que tardó en sobreponerse, asomó la cabeza el palomo por las redes otra vez. Pero educadamente le dije que el “destino” me había hablado clarito y fuerte, que era mejor dejarlo ahí.
¿Cómo relacionarnos?
Esto del contacto entre humanos ya empezó a ponerse difícil, mi anécdota no fue más que un aviso. Aún se pondría más dura la cosa hasta límites que todavía no puedo asimilar. El otro día, sin ir más lejos, un chico vulnerable por su enfermedad autoinmune, fué amenazado por una vecina que le tenía inquina desde hacía tiempo. Y todo porque justo al ir a tirar la basura, le cogió de improviso y le intentó dar un beso en la mejilla. ¡Habrá que ser cruel! En pocos días dar la mano a pasado de ser un gesto de buena voluntad a una declaración de guerra; acercarse a poco más de un metro de alguien por la calle o en el supermercado, es una agresión. Nos miramos todos con aire de sospecha y compensamos la falta de contacto con la sobreexposición en las redes sociales.
Pero bueno, yo seguí chateando y divagando por la plataforma unos días. La situación se hacía cada vez más incierta coronaviralmente hablando. Decidí de un día para otro adelantar mi vuelta a España, me compré un billete una tarde, hice las maletas y al día siguiente ya estaba en mi casa y hasta ahora.
Al poco de llegar, uno de los hombres con los que chateaba me llamó la atención. Coincidió que esos días de incertidumbre donde los aeropuertos estaban ya vacíos y las noticias se precipitaban, yo volaba a España y él, por trabajo, a Londres, París y Pau. Empezamos a comentar la situación, las dificultades de los vuelos, los retrasos… y poco a poco empezamos a conectar. Curioso momento para hacerlo: el primer día de confinamiento.
Desde entonces, hablamos cada día, en francés, de todo lo divino y humano. Andamos en esa bonita etapa de descubrir quién es ese alguien, de acercarse a otro habitante del planeta, tan distinto y tan parecido, tan lejano y tan cercano; ambos con una buena carga de años y experiencias ya vividas. No sé que pasará mañana, y menos una vez que acabe este retiro planetario. Pero mientras tanto no me faltan emociones que sentir, de todos los colores, y desde luego no voy a olvidarme del francés.