Morder el suelo

Cortafuegos en Francia es lo que en España llamamos toque de queda; extrañas expresiones para prohibir salir de casa a ciertas horas del día. Aquí, concretamente, desde las 7 de la tarde. En cuanto atardece no andan por las calles más que indigentes, camorristas y pusilánimes. Las dos primeras tipologías campan a sus anchas porque están de vuelta de todo o por la escasez de vigilancia. Pero los últimos, hombres y mujeres que quieren llegar cuanto antes a la seguridad de su hogar, se esfuerzan en pasar desapercibidos y estar en la calle el menor tiempo posible en una ciudad sin Ley.

El otro día al menos yo me sentí así, como uno de ellos. Volvía de cuidar el bebé de unos amigos y cogí el tranvía casi a las 8 de la tarde. Llevaba un certificado que justifica la salida a deshora, pero el temor no es a la policía, que a esas horas está incomprensiblemente acuartelada. Llevaba haciendo el mismo recorrido una semana. Un trayecto de unos 40 minutos, incluyendo un trasbordo cotidiano y algunos incidentes como una parada de regulación o un repentino: “fin de trayecto, se ruega a todos los pasajeros que desciendan” porque el convoy se retira de la circulación. A esas horas, aunque apenas se haya puesto el sol, lo normal es encontrar solo 3 o 4 personas en un inmenso vagón donde el conductor está aislado en su cabina. Siempre sentí un poco de aprensión en esos desplazamientos.

Mi naturaleza miedosa apenas se distraía con lo pintoresco del paisanaje. Alguna vez encontré a algún mendigo rodeado de bolsas sobre las que se encorvaba pensativo y derrotado. Me preguntaba dónde iría, cual sería su destino, dónde tendría su refugio para dormir. Quizá un hueco de escalera o una tienda de campaña en un descampado o puede que un simple muro que le proteja del viento. Otras veces aparecía algún joven drogado con alcohol o algo más fuerte, babeando detrás de la pasajera más joven del vagón. En esos casos temía siempre que la chica descendiera en una parada y yo, ya invisible para el género masculino, de pronto estuviera en el punto de mira. A esas horas, las etnias y los promedios socio económicos de población dan un vuelco a las estadísticas: la gran mayoría de pasajeros son de origen árabe, negros o de la Europa del Este, pobres y con empleos precarios, el que lo tenga.

La parada de regulación, junto con el trasbordo de la línea A a la C, siempre me ponían nerviosas. Unos eternos 3 o 4 minutos en medio de la nada, en la precaria protección de un vacío vagón abierto de par en par a quien, surgido de la noche, quisiera libremente entrar o salir.

Empieza la aventura

La última tarde que subí al “tram” como se llama aquí, era más temprano que de costumbre, sólo media horas tras el toque de queda y por eso había más personas de lo habitual. Pensé que viajaría más tranquila por la aparente normalidad. Pero esa ilusión quedó pronto empañada. Al subir vi justo enfrente a un hombre joven, delgado y que hablaba consigo mismo a voz en grito. Y no, no llevaba ningún auricular puesto, no era una conversación telefónica. Me dirigí despacio al fondo del vagón para no verme perturbada por su diatriba. Para no perturbarle más con mi presencia. Hice bien, porque no paró de despotricar en ningún momento. Se ve que necesitaba urgente desahogo y lanzaba al aire insultos y palabrotas que toleraban impávidas algunas personas alrededor. Cuando casi nos habíamos acostumbrado a su letanía, en la habitual parada de regulación, un hombre joven, moreno, de cabeza rapada y de complexión bastante fuerte se le acercó, se inclinó hacia él y comenzó a decirle algo que no pude oír. Más tarde sí pude escucharle porque empezó a enderezarse y a levantar la voz al mismo tiempo. Aunque intercalaban el francés y el árabe, pude entender que le exigía que dejara de gritar, que el resto de pasajeros no tenía por qué soportar sus bramidos, que podía haber gente enferma y que se callara. Algo debió decir el joven provocador porque el más fuerte empezó de pronto a asestarle puñetazos hasta que varios pasajeros le separaron del “trastornado”.

La mujer que acompañaba al agresor, se acercó también y trató de retirarlo de la escena. A duras penas consiguió que se sentara a su lado después de varios intentos abortados de continuar con la agresión. Los dos hombres siguieron intercambiando frases que no entendí y de pronto el fuerte, como con un resorte, se levantó y empezó a golpear de nuevo al joven chillón. Ya nadie intentó retenerlo, solo le gritaban que parara, rodeándolo pero sin actuar. Pude ver rodar por el suelo al joven delgado y cómo el fuerte le sacaba finalmente a rastras del vagón. Dos enormes perros ponían música de fondo a la escena con sus amenazadores y potentes ladridos. No sé si eran perros guía de algún pasajero ni si está o no permitido llevarlos en el tranvía, pero allí estaban, nerviosos, expresando con su naturaleza animal lo que ninguna persona se atrevía. Las puertas se cerraron y el agredido desde fuera empezó a golpear con puñetazos y patadas puertas y cristales del vagón. Por fin el convoy comenzó a moverse. Parecía que acababa el tiempo interminable de la regulación. La última imagen del chico delgado que vi fue su gesto con la mano imitando una pistola apuntando al tren, solo en el andén. Nadie llamó a la policía. El conductor continuó como si nada. Aún me quedaba hacer trasbordo en una parada justo al lado del gueto negro por excelencia, el barrio que más intervenciones policiales soportó el año pasado. El resto del trayecto transcurrió sin incidentes aunque cuando terminó, me sorprendí volviéndome a mirar inquieta quien se bajó en mi parada. Por primera vez me sentí insegura al recorrer los escasos 30 metros que me separaban de mi portal.

Tirando del hilo

Ahí me dí cuenta que viví la escena como si fuera una película, con una extraña falta de sorpresa y de angustia. Es imposible que sintiera apatía y frialdad en una situación emocionalmente tan intensa. Reconocí que estaba bloqueada, congelada y al mismo tiempo me sentía cada vez más invadida por un catarro que me inundaba por momentos. Así que al llegar me duché y me fui a la cama sin cenar siquiera. Tras pasar una noche horrible con el benigno pero intenso catarro, me desperté preguntándome, como suelo hacer, qué había detrás de ese nuevo síntoma que me obliga a echar el freno a mi vida. Acudieron muchas explicaciones a mi mente: que si ha sido el agotamiento del último mes tan intenso, que si el bebé me contagió su resfrío, que si podía haber absorbido las tristezas de otros… Seguramente todo influyó. Y es que el catarro tiene que ver (emocionalmente hablando, claro) con las situaciones de “no puedo más” y “llanto pendiente”, básicamente.

Cuando miro un poco más a fondo y acallo mi mente apremiada por el malestar del cuerpo me doy cuenta que asoma, tímido pero con toda nitidez, un recuerdo de mi infancia que guarda un parecido notable con esa situación. Yo tenía 6 años y volvía un día sola del colegio (eran otros tiempos) cuando a mi izquierda, en una calle que desembocaba en la que yo recorría, algo llamó mi atención y me quedé parada. Mejor dicho, petrificada. Había llovido bastante y el suelo estaba embarrado con abundantes charcos de tierra amarilla. Solo había dos hombres: uno grande, fuerte, de mediana edad y otro viejito, endeble y tuerto. En el lugar del ojo izquierdo tenía una cuenca desecada, cerrada, vacía. Este último vestía un ajado traje oscuro, empapado de lluvia y manchado de albero. Quizá estaba borracho porque se tambaleaba. El fuerte le estaba dando una silenciosa paliza al viejo. Le golpeaba a puñetazo limpio una y otra vez. De forma cansina, lenta, constante como una fina lluvia que cala hasta los huesos. Parecía que fuera hasta aburrida, algo que había que hacer, una tarea más. En el silencio de la calle desierta, sólo se oía el impacto del puño en la cabeza húmeda del viejo y el chasquido del cuerpo endeble cayendo en el charco una y otra vez. El tuerto se levantaba vacilante y ofrecía de nuevo su cuerpo al otro que esperaba paciente hasta poder asestarle otro golpe. No discutían, no pronunciaban palabra. Era como si dos amantes se citaran en secreto para desahogar sus impulsos más básicos al abrigo de miradas ajenas.

No tenía sentido. Nada tenía sentido. Si el viejo apenas se sostenía, ¿qué amenaza era para el otro? ¿por qué le pegaba una y otra y otra vez? ¿por qué el viejo se esforzaba en levantarse bamboleante con el solo propósito de recibir otro puñetazo? Se podía haber quedado quieto en el suelo y el otro se hubiera marchado, seguro. El viejo no tenía fuerzas ni para levantar la mano, ni lo intentaba siquiera. Es como si el fuerte tuviera una necesidad de sacar fuera su fría rabia contenida, una furia inhumana, despiadada, a la vez que el débil necesitara con el mismo ahínco ser abatido, aniquilado. Nadie en la calle, solo los tres. Como si el mundo se hubiera parado un momento y solo siguiera proyectándose la película de aquella calle. ¿Dónde estaba la gente? ¿escondida tras las persianas cerradas? ¿nadie que viniera a rescatarlos? ¿A rescatarme de aquella barbarie? Los hombres seguían en su baile macabro y solitario y yo, una mocosa diminuta, indefensa e inmóvil junto a la esquina sin que ni un músculo de mi cuerpo acertara a moverse porque el cerebro estaba cortocircuitado. Parecía que vivía un sueño, algo irreal. Querría no haber visto nada y no podía retirar la mirada de allí.

De nuevo, el descongelamiento

Esa escena la recordé muchas veces pero sin emoción, como tantas otras secuencias del pasado. Ahora, la situación del tranvía me la hizo recordar de nuevo, rescatarla, revivirla. Me dio la oportunidad de derretir una parte de esa niña congelada. Con una meditación pude conectar las dos situaciones, darme cuenta que aquella vez no pude digerir el impacto de la sinrazón que todos llevamos dentro: la víctima y el verdugo. El impulso depredador, de muerte (hacia el otro y hacia nosotros mismos), que convive con el impulso de vida que nos hace seguir adelante. Supongo que aún no alcanzo a comprender del todo esta paradoja, a abrazarla. El circuito enterrado en la memoria volvió a encenderse con la escena de la otra noche y saltaron las alarmas. Volví a congelarme, a disociarme y mi cuerpo gritó con su malestar lo que no pudo expresar de otra forma. Por eso se enfermó, se quedó varado como el viejo tuerto de mi infancia, durante varios días. Poco a poco el llanto derritió el hielo y ya pude recuperar la fuerza. Abracé a esa niña desbordaba, sola ante la sinrazón, aterrada y sin asidero. Dejé que se diluyera, que se fundiera conmigo. Junto a las lágrimas fluyó de nuevo la sangre y la energía.

Después de tantos años librando dentro de mí una batalla de destrucción, resistencia y victimismo, de tanto tiempo mordiendo el suelo, el viejo tuerto se ha levantado y ha cambiado el rumbo. He dejado la inercia de sufrir la vida y me estoy entregando a ella. Esa vida que a veces me golpea, como a todos, pero que me ofrece tantas ocasiones de sencillo gozo. Justo ahora nos pone a todos delante de las narices el intenso perfume de las flores que explotan en parques y jardines. Yo por ejemplo, me embeleso mirando cómo la primavera teje un precioso vestido de brillantes hojas verdes al árbol que vive junto a mi ventana, donde jóvenes pájarillos se afanan en la continuidad de la especie. Y sin mascarilla, con la que está cayendo… ¡Cuánto que aprender de la VIDA!

2 comentarios en “Morder el suelo

  1. La primera vez que leí esta entrada, me quedé sin palabras y no pude comentarla como me hubiera gustado. Creo que un reflexión bien escrita como es el caso, siempre merece un comentario.
    La he vuelto a releer ahora y en esta ocasión me llamó la atención el adjetivo “pusilanime” que parece que se adjudica la protagonista. No creo que sea justa. En las dos escenas que se describen, la reciente y la pretérita, esa mujer y aquella niña, quizá bloqueadas por lo impactante de la situación no tuvieron una actitud que mereciera ese calificativo. Racional si pero no pusilánime.
    En cualquier caso, una fuerte tensión emocional siempre predispone a que nuestro sistema inmunológico pierda defensas.
    Buen relato, Enhorabuena.

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    1. Muchas gracias, querido «Lagarto», por compartir tus reflexiones. Quizá tengas razón y me juzgué duramente. Ese congelamiento no es más que una defensa, una estrategia de supervivencia, que se instala en la memoria y se repite y se repite. Un fuerte abrazo

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