En Francia también existe el infierno. Y no es por el calor, que también llegó aquí. La misma ciudad, el mismo paisaje, el mismo apartamento. No cambiaron ni la persona ni las circunstancias, pero atravesé el umbral, me pasé al lado oscuro sin darme ni cuenta y de nuevo las llamas ardiendo dentro de mí. Mi cabeza se pone a veces como una olla a presión y es peligroso, porque el agua empieza a calentarse poco a poco y no me doy ni cuenta, como en el cuento de la rana. Cuando soy consciente de lo mal que estoy ya casi no tengo fuerzas para enderezarme y, lo que es peor, ya no evalúo con objetividad la situación ni las soluciones: la ensalada está hecha. De poco sirve explorar la causa en esos momentos, todo es una amalgama sin relieve donde nada destaca y todo abruma. Quizá la falta de medicación o la muerte de mi tía, puede que la cólera enquistada, una pequeña decepción o la montaña de sufrimiento acumulado ¡quién sabe! La primavera, los astros…
Buscar explicaciones forma parte del problema y dar vueltas a la cabeza es mi especialidad, sobre todo en las crisis, y esta ha sido gorda aunque breve. Resultado: he tenido que volver a la medicación para poder sostener la vida y seguir con el trabajo terapéutico, que ni eso podía.
De nuevo me resistí, busqué alternativas, batallé…pero nada. Puede que en el fondo de mí no quiera salir del hoyo, pero esto es lo que hay de momento. Quizá necesito más vidas para expiar mi karma, menos mal que no solemos acordarnos de ellas, si es que las hay. En un platillo de la balanza puse todas las elucubraciones, los “peros”, y en el otro la vida: la pobre, medicada, deficiente, inestable… pero vida al fin y al cabo. Y opté por lo segundo.
Mi cabeza empieza a funcionar de nuevo, a ordenar ideas. Poco a poco disfruto otra vez las mismas cosas de antes. Todo había perdido sentido: pasear, comer, levantarme por la mañana. No era capaz de leer, de concentrarme, de estudiar. Lo único que podía hacer era ver la televisión y colorear, regresé a un estado casi vegetativo. Ni siquiera podía llorar, no sentía más que un dolor aplastante en el pecho. Hasta ponerme a meditar me bloqueaba, y los ejercicios de respiración se reían en mi cara cuando trataba de doblegar con ellos la ansiedad.
Me rendí por fin, imposible cambiar la bioquímica de mi cerebro, no hay voluntad, ni deporte, ni introspección que pueda acabar con este tipo de depresión, o eso siento yo perdida en el mismísimo infierno. La energía bajo cero, toda ella engullida por la ansiedad y la lucha por sobrevivir. Así que me digo: “primero vamos a recuperar el cuerpo, el cerebro, y luego seguiremos con la terapia o con lo que sea que me ayude a encontrar el equilibrio y, mejor aún, el origen de esta tormenta”.

Cada vez dormía menos y el sueño era menos reparador, hasta que un día me caí de la cama como cuando era pequeña. Ahí tomé conciencia de que no podía más. Cuando era una niña, tendría unos 4 o 5 años, mi madre arrimaba por las noches varias sillas a mi cama, ya pegada a la pared, para evitar que me cayera. Pero cada mañana amanecía bajo la cama. Recuerdo abrir los ojos y estar entre las sandías y melones que se almacenaban allí en verano para mantenerlos frescos y alejados de golpes. Mi madre estaba desesperada, no sabía cómo evitar que saltara por encima de los obstáculos que pusiera. Yo tampoco sabía, es como si necesitara llegar al suelo, tocar tierra.
Lo que necesites, ofrécelo
Esto me dijo alguien hace unos años, la frase se quedó por ahí rondando y de vez en cuando me da que pensar: De modo que si necesito afecto, lo doy en lugar de pedirlo… interesante ¿no? ¿Y si fuera cierto? Si fuera así sería mucho más fácil todo, porque estaría en nuestra mano solucionar los conflictos, satisfacer las necesidades. Ya no dependería nuestro bienestar de si nos quieren o no, de si nos reconocen los otros, de si nos dicen lo que esperamos, o si nos pasan la mano por el lomo.
Si queremos un abrazo, lo damos (si nos dejan, claro). Si necesitamos dinero, lo regalamos generosamente, supongo que no importa la cantidad sino el gesto. Si lo que deseamos es aprecio, empecemos a apreciar a los demás, a reconocerles su valía. Si no queremos que nos juzguen empecemos por aprender a no juzgar(nos), o si buscamos el perdón, mejor perdonar nosotros primero (empezando por perdonarnos a nosotros mismos). Y así todo. Esta parece ser la cuestión, merece la pena sopesarlo aunque me está empezando a sonar a religión ¿no?.
Abundando en la idea, parece que si vivimos en un clima de conflicto, podemos aportar paz, no haciendo algo, sino empezando por sentir esa paz en nosotros, y esa energía se contagia. Como cuando estamos agitados y aparece alguien en calma y nos sosiega al instante sin abrir la boca. Al revés es más fácil sentirlo, me temo. Divago de nuevo, esta cabeza…
A lo que voy. Poco a poco desempolvé la caja de herramientas a ver cómo arreglaba mi avería y me obligué no sé cómo a pedir ayuda. Empecé a caminar casi a diario, a mantener el contacto con personas, las que sean: amigos, vecinos o conocidos. Los OTROS. Sentía que eran la clave en mi recuperación, al menos hasta que la medicación hiciera de nuevo efecto. ¡Con lo que he buscado yo la soledad y me sorprendí anhelando la cercanía de los demás!, esperando que me atiendan, que me acompañen, me cuiden.

Pero me cuesta pedir ayuda, no sé si por orgullo o vergüenza, y por esa fisura entró esta idea: si necesitas estar con gente, sal y búscala. Y salí y busqué y encontré. Y he tenido estas semanas unos encuentros muy hermosos con gente de todo tipo. Mi inmersión en la sociedad francesa ha despegado, Me lancé a establecer contactos, me abrí a las relaciones como única manera de mantener la cordura. Daba igual la clase social, el nivel cultural, la edad o las circunstancias.
El rechazo es un riesgo que hay que correr en estos casos. De hecho algunas personas se alejaron cuando más necesitaba de ellas. Una parte de mí comprende esta actitud: no hay nada más difícil que acompañar a alguien en un estado mental tan precario. No todos podemos siempre mirar nuestro infierno reflejado en el otro y sostenerlo. Este rechazo se manifiesta de distintas formas, como retahíla incesante de consejos, o regañinas porque no haces “lo adecuado” para salir de tu estado, o simplemente un alejamiento brusco o sutil con o sin excusa. Suele ser inconsciente y yo lo he hecho también con otros, así que lo entiendo bien.
Masajes
Los últimos años que trabajé como funcionaria, también hacía masajes por las tardes. Me formé en masaje bioenergético y para quien no los conozca todavía, son masajes terapéuticos basados en la Medicina Tradicional China y en los que se facilita el flujo de energía y el contacto de la persona con su yo profundo, con su cuerpo, para que recupere su equilibrio. Es una vía más para encaminarnos hacia la salud. Requieren una interacción con la parte física, emocional, mental y hasta espiritual de quien lo imparte y quien lo recibe. Casi una comunión, diría.
Pues he vuelto a hacerlos y me están ayudando a salvar el pellejo, nunca mejor dicho. Esos días negros me sentía en carne viva, parecía que no tuviera piel y hasta el aire me dolía, como si necesitara que una nueva capa protectora me rodeara el cuerpo de nuevo. Necesitaba el contacto afectuoso, paciente y delicado. Un abrazo protector y tierno y lo que hice fue ofrecerlo. Y sí que funciona.
No es fácil explicar la magia que se produce al dejarse fluir con el otro a través del tacto consciente, la conexión tan profunda y gozosa en la que la mente se acalla y todo es presencia. Es como una meditación en movimiento, proactiva, acompañada, sanadora para quien lo da y quien lo recibe. No hay expectativas, no hay opiniones, no es más que un masaje. Pero es muchísimo más. Es como un baile donde las manos danzan al son de la música del cuerpo. Es un maridaje completo, natural y sencillo pero perfecto. Todo el mundo puede hacerlo, no es que yo tenga ninguna cualidad especial, es como el arte o el baile, cada uno lo hace a su manera y todo el mundo puede tocar con amor y cuidado.
Es verdad que es útil la formación, yo me preparé con varias técnicas y aún pretendo seguir formándome, pero a la hora de dar el masaje, me enseñaron que había que olvidar toda teoría, soltar todas las herramientas aprendidas y céntrase sólo en la persona.

Ser capaz a veces de sentir lo que el otro siente, de leer lo que el cuerpo dice, me produce un gozo inexplicable y despierta en mi una compasión genuina. Pueden ser personas de muy diversa procedencia y circunstancias, pero en la camilla siempre se tumba el niño o la niña indefensa, vulnerable, inocente. Herida casi siempre, asustada, trastornada a veces, y otras juguetona, traviesa.
Todavía es frecuente que antes de comenzar dude de ser capaz de hacerlo, de estar a la altura. La mente, la duda, la inseguridad. Pero cuando empiezo a tocar, ya no hay preguntas, ni titubeos. Solo unas manos que se mueven solas en un cuerpo con su historia, sus cicatrices, y algunas palabras que salen por mi boca que a veces no sé de donde vienen. La humildad y el agradecimiento que siento son tan reparadores para mí que a veces pagaría por hacerlos, pero de momento solo he llegado a regalar algunos.
Los clientes vienen poco a poco y eso es perfecto. Son experiencias intensas muchas veces, y aún no tolero demasiado bamboleo. Casi siempre quien viene a mí tiene mucho que mostrarme, que enseñarme. Son espejos en los que a veces cuesta sostener la mirada, y tardo un poco en digerir la experiencia cuando estoy más frágil. Por otro lado, nunca hice publicidad, ni en España ni aquí. Viene quien tiene que venir, como siempre dijo mi maestra. Procuro no apegarme al resultado, solo mantenerme en una vibración alta, que no lo mismo que tener mucha energía, la consciencia atenta y hacer lo mejor que sé y puedo en cada momento. Es así de simple. Si necesitas una caricia bondadosa, cálida y tierna, haz lo propio. Da resultado, doy fe.
Me está encantando todo lo que te leo. Me recomendó una amiga el blog y es una maravilla cómo escribes.
Se que ya no resides en Sevilla y me gustaría que si pudieras recomendarme donde acudir para los masajes de los que hablas algún sitio en Sevilla
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Muchas gracias, Mara. Hay buenas manos por ahí para masaje. Manos sensibles, firmes pero delicadas…aunque cada persona tiene sus gustos y lo que a mí me resuena a otro puede que no. De todas formas te haré llegar algunos contactos. Un saludo muy cordial.
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Pingback: Contacto (con tacto) | el lagarto astuto
Me alegro de que reencuentres tu camino y de que lo compartas. ¡Qué bien lo describes! Me gustaría ser participe en esas experiencias… en esos masajes.
Apenas hace un par de años que descubrí lo agradable y relajante que es el masaje. Eso de “tocar”, en nuestra cultura del pecado que tanto nos inculcaron, aún es una práctica poco extendida… y ¡es tan necesario!
Como siempre una gozada leerte.
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Sí, el contacto creo que es esencial para la vida. El verdadero contacto, el tacto con sentido, con intención, con atención. Contacto físico y cuando no se puede, al menos virtual…Muchas gracias, un abrazo cariñoso.
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