Una calurosa tarde de verano, de niña, esperaba impaciente en la calle la llegada del coche de los “franceses”. Jugaba en el suelo de tierra, distrayendo el tiempo mientras vigilaba con el rabillo del ojo la esquina por la que llegarían. Eran mis tíos, que emigraron a Francia antes de que yo naciera, y venían todos veranos a pasar unos días en nuestra casa.
Hasta que por fin los veía aparecer como quien presencia un milagro, como quien ve aterrizar un platillo volante. Un coche plateado, aplastado, muy alargado, con la baca preñada de misteriosos paquetes cubiertos de una gran lona atada con cintas al techo, se paraba dejando detrás una nube de polvo. Muy despacio, a cámara lenta, salían los pasajeros estirándose lentos, como si vinieran de otro planeta y tuvieran que aclimatarse a la atmósfera de la tierra. Traían los pies hinchados como botas, las caras demacradas y el cuerpo extenuado de dos días de viaje. Imagino su agotamiento después de tantos preparativos, una noche durmiendo al raso a mitad de camino y comida de fiambrera. Eran 2.000 kilómetros de carreteras -vivían al norte de París-, que no eran tan buenas como las de hoy, encajados a duras penas los cuatro hijos en el asiento trasero y aclimatándose como podían al choque térmico, al golpe de calor.
Poco a poco salían mi tía, mis tres primas, mi tío, mi primo… ¡increíble que allí cupiera tanta gente!. Y tanto equipaje, tanto paquete. Hasta el día siguiente estaban sonámbulos, como idos, con el estómago deshecho, fatigados pero felices de estar en su tierra, de cambiar de paisaje, de escuchar su idioma, de olvidar su exilio.
En la pequeña casa donde vivíamos ya diez personas, de pronto éramos 17. Había tres habitaciones, ningún baño y sin lavadora. La ropa se lavaba a mano en un caldero de zinc, el mismo en el que nos bañaba mi madre en orden de menor a mayor los inviernos en la cocina. El retrete estilo turco (un agujero en el suelo) estaba en un cuartillo en una esquina del patio de tierra roja. Con los años mi padre compuso una precaria ducha en la esquina opuesta: unas inestables chapas y un cubo con alcachofa de plástico nos parecieron entonces un lujo casi burgués.
Así que cuando llegaban tocaba poner orden y tirar colchones por el suelo. ¡Un año coincidieron con la visita de otra tía de Barcelona y sus cinco hijos! Ahora me imagino el reto, el esfuerzo y la mezcla de alegría, agotamiento e impotencia que sentiría mi madre, pero para mí era un disfrute increíble, una excitación continua asistir al zafarrancho que se montaba. Turnos de comida, de duchas en el patio embarrado, organizar las compras, hacer las tareas. Un bullicio ensordecedor. El primer ritual era sacar el equipaje, organizar la ropa, los zapatos, la comida, los juguetes que traían. Todo era tan diferente... hasta el olor era extraño. Recuerdo los cuadernos milimetrados que nunca había visto, escritos con perfecta caligrafía con bonitos lápices decorados. Los bolsos y cinturones extravagantes, los mini shorts enterizos que vestían con diseños originales… (y que yo estaba deseando “heredar”). Era como pasar de un mundo en blanco y negro a otro a todo color. Yo me pegaba como una sombra a mis dos primas gemelas, las más pequeñas, que eran más o menos de mi edad. Miraba embelesada sus peinados, sus zapatos, sus costumbres. Me embobaba observándolas: las gotitas de sudor brillando en su labio superior, su aspecto tan asombrosamente idéntico o sus conversaciones en una lengua indescifrable y fascinante. Me encantaba oír la música que ponían en el radiocasete y verlas bailar de la mano un baile rarísimo pero divertido que ellas llamaban rock. Aquellas primeras impresiones fueron la simiente de mi sueño de vivir en Francia.
Los turistas
Cuando venían, salíamos a veces a cenar pescado frito, tomate aliñado y aceitunas a los patios que algunos bares abrían en las calurosas noches de verano. Sillas de tijera de madera, albero amarillo aplastado por los riegos, penetrante olor a jazmín y dama de noche. Esperábamos rodeando una larga fila de mesas a que vinieran con los papelones de pescado frito que se compraban en una freiduría cercana. Al poco solo quedaban las manchas de aceite en el papel de estraza.
Durante la visita, ellos salían a la capital de turismo, a visitar familiares o de compras. Yo sentía una extraña emoción durante aquellas excursiones, como si fuera yo quien veraneaba, aunque solo recuerdo haberles acompañado una vez. Otras veces se iban unos días a una playa cercana. Una vez fuimos a verles al camping donde se alojaban y quedé asombrada por la cantidad de arena en el suelo, por la casa de tela de coloridos estampados, por el mobiliario de aluminio, por la vajilla de plástico de colores. Me pareció una extraña manera de jugar a las casitas, no imaginaba cómo podían apañárselas para cocinar, fregar, ducharse o lavar la ropa, pero me fascinaba. La alegría de visitar por primera vez un camping quedó pronto empañada, cuando decidieron que mi hermana se quedaba a pasar unos días con ellos "a jugar" y yo me volvía a casa. Supongo que pensaron que a ella le hacía más falta que a mi la experiencia y sólo se podía quedar una según parece…. Para mi madre, aquellas salidas eran un pequeño respiro, imagino, pero yo estaba deseando que volvieran.
Con mi tía Gertrudis, la segunda hija de mi abuelo en llevar el nombre de su madre, descubrí otra forma de vida, aunque fuera por sus historias. Me contaba cómo era la vida diaria en Francia, cómo se las apañaba con el idioma, y me relataba anécdotas de sus vecinas, a las que trataba de “madame”. Me chocaba aquella fórmula de cortesía, porque a las nuestras las llamábamos simplemente, Anita, Encarna o Maruja.
Con los años fueron cambiando las cosas, aunque seguían viniendo. Mis primos fueron creciendo, el hijo, más alto que el padre, vino un año de copiloto porque no cabía ya detrás. Mis primas cada año nos dejaban ropa y zapatos que les quedaban pequeños que yo luego lucía con orgullo. Empezaron a contarme que les gustaba un chico de la escuela, cuando yo estaba aún muy ajena a esos intereses. Yo las sentía a años luz, no podía imaginarme el mundo en el que vivían, pero iba ganando fuerza de forma inconsciente el sueño de conocerlo algún día.
El último viaje
La tía de las flores, la llamábamos. No porque le gustaran las plantas, sino por sus vestidos alegres y floreados. Y para diferenciarla de otra tía “la de negro” vestida de luto hasta pocos años antes de su muerte. Gertrudis acaba de morir también, pero buena parte de mi vida esta ligada a ella y mientras yo exista, una parte de ella vivirá en mi.
Mi tía fue siempre risueña, cariñosa, espontánea. Era también despistada, soñadora y algo escandalosa. Su marido, aunque andaluz también, lució siempre un mostacho tan francés como el que más. Era tranquilo, reservado y taciturno. Creo que fue un gran pilar para mi tía (aunque la verdad ¿quién la sabe?). Siempre vi que la trató con consideración y respeto por más que gruñera con algunas de sus cosas. Quiero pensar que ambos, niños heridos por una dura infancia, pudieron acompañarse mutuamente y darse el cariño que les faltó de pequeños.
Mi tía fue una niña abandonada,que conoció a sus padres cuando rondaba los 7 años. Pero desde pequeña desarrolló un carácter alegre, una enorme capacidad de disfrute. Le tocó atravesar momentos duros en la vida, como criar a dos hijas al mismo tiempo y sin recursos, por mucho que ella siempre recordara su felicidad al amamantarlas. O emigrar a Francia, lejos de los que tanto quería y con un clima nórdico. Para ella, que adoraba el sol, renunciar a él fue tan difícil que acabó motivando su vuelta después de 15 años. Y sobre todo le tocó vivir la larga enfermedad y muerte de su hijo ya de regreso en España.
Claro que sufrió el dolor, la recuerdo aún rota en el funeral, pero eso no truncó esa alegría innata, esa capacidad de deleitarse con los pequeños detalles de la vida, de ver siempre la bondad en los otros, las buenas intenciones, la belleza. Era pura inocencia. Tanto que a algunos le parecía tonta, imprudente y atrevida.
Creo que en la rama materna de mi familia algunas mujeres inteligentes y sensibles tuvieron que construir una coraza -a veces pintoresca- para sobrellevar la dureza de sus experiencias. Este filtro les hacía probablemente ver la realidad y comportarse de manera muy diferente a los otros, permitiendo entrar y salir solo determinadas emociones. Como si decidieran en algún momento de su vida poner entusiasmo y alegría donde no era nada fácil encontrarlas.
Y como amaba todo, la vida le regaló amor también: el de su marido, el de sus hijos. Recibió la dedicación y cuidados de su hija y su yerno que los últimos años de su vida la llevaron a su casa como ya no se usa. Y fueron bastantes años. Desde su viudez vivió sola hasta que una serie de ictus leves le afectaron una parte del cerebro y la devolvieron a su más tierna infancia. Se volvió literalmente una niña: lloraba de emoción cuando alguien iba a verla y lloraba también cuando se marchaban; pedía las cosas con voz impostada como los niños que quieren ganarse con gracias un capricho. Iba a un centro de día al que llamaba el colegio, y pedía que la sacaran de paseo y le compraran un helado como cualquier colegial.
Se fue de manera sencilla, sin aspavientos. Se apagó lentamente como una vela. Emprendió su último viaje ahora que yo emprendí el mío, que seguí su legado, que recogí su regalo. Ella se sacrificó estando sola en Francia y yo vengo precisamente aquí a disfrutar de la soledad. La recuerdo cada vez que veo un vestido floreado, cuando escucho el impenitente “madame” a todas horas, cuando veo a tantos inmigrantes desarraigados.
Ella volvió a casa para poder ser por fin completamente una niña. Yo tuve que marcharme para encontrar a la mía. A aquella niña embelesada con las risas, la espontaneidad, la alegría y los vestidos de flores de mi tía Gertrudis.