La gripe del desierto

Mi vida tiende a ser intensa. No me conformo con pasar 9 días en tienda de campaña recorriendo en todoterreno una parte del Sáhara, sino que me cojo la gripe y más de la mitad de la ruta me arrastro entre rocas y arena, buscando la protección del sol y el viento, con fiebre y dolorida. Eso sí, vengo ya vacunada.

Ha sido una gran aventura, con imprevistos de todos los colores que me he tomado con cierta calma, ese es mi único mérito. Los organizadores olvidaron las tiendas de campaña, nos perdimos andando de noche en el desierto, un coche se averió en medio de la nada y presencié cómo los tuaregs encontraron agua entre las piedras (literal) en lo alto de una montaña o hacían pan en la mismísima arena. En fin, un poco de todo. Aparte de esto, el personal fue muy agradable y el paisaje impresionante por muchas horas de documentales de la 2 que hayas visto.

La peripecia empezó dos semanas antes de irme. Ya tenía el visado para Algeria -que saqué con una fotocopia del pasaporte- cuando compruebo que he perdido el original (de nada me sirvió recurrir a San Cucufato). Desde Burdeos me planto en un salto en Sevilla y afortunadamente en el acto me dan otro (los franceses, tan burócratas, no pueden creerse esta inmediatez cuando ellos tardan hasta 6 meses en obtenerlo). El problema es que el número de ambos documentos -el del visado y el nuevo- no coinciden y depende de las autoridades fronteriza que me dejen entrar o no en el país. Hasta el último minuto, el susto en el cuerpo. Este tema me lo tengo que mirar porque antes de ir a Bali, también extravié el pasaporte…

Por fin autorizaron mi embarque al avión en París a las 11 de la noche, tras un par de horas de llamadas y consultas del personal con la policía. Sí, el vuelo era nocturno, así que esa primera noche, en blanco. A la llegada nos trasladaron a un modesto -en tamaño y servicios- alojamiento, un antiguo acuartelamiento, situado en una peña en Djanet, pequeña ciudad en el sureste argelino, con aspecto de estar semederruida o a medio construir. Supongo que es el estilo de muchas poblaciones africanas: aceras llenas de arena y botellas de plástico, puestos de frutas y coloridos refrescos por doquier, calles transitadas exclusivamente por hombres… y mucha policía y militares imagino que por la cercanía de las fronteras de Libia y Nigeria.

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A mediodía partimos toda la expedición: todos turistas franceses menos yo y una pareja de suizos, y 4 tuaregs: tres conductores y el guía, que era también cocinero y el único de ellos que chapurreaba francés. Recorrimos horas y horas una carretera extrañamente en buen estado, aunque desaparecía durante kilómetros sepultada por la arena. Teniendo en cuenta el entorno inhóspito, supongo que su propósito es permitir a los militares controlar las fronteras. Nos desviamos y adentramos en un paraje para la primera acampada. Al descargar los vehículos se dan cuenta que han olvidado las tiendas y un coche tiene que regresar a por ellas. Obviamente vuelve a las tantas de la noche y a tientas nos instalamos como pudimos. Dormí como un bebé después de la noche anterior de vigilia.

Afortunadamente, el grupo de consolidados viajeros se adaptaron bien a todos los contratiempos. Supongo que Point Africa, la legendaria agencia que organizó el viaje, de corte asociativo, atrae gente de un talante y una solera particular. Pero el retrato del paisanaje lo dejaré para una segunda entrada, creo que lo merece.

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Temprano en la mañana seguimos nuestro periplo: horas y horas circulando por terrenos pedregosos, ni caminos siquiera, hasta llegar a la entrada del Tadrat, donde un minúsculo y precario puesto militar pide los permisos a los chóferes para entrar en el «parque». Es un laberinto inmenso de valles y gargantas secas rodeados de interminables montañas rocosas con pintorescas formas: bosques de animales, catedrales, arcos tallados con esmero y paciencia por el viento y la arena, paredes llenas de pinturas y grabados rupestres, algunos bellísimos, en plena intemperie. Dunas de arena amarilla, roja, negra, alguna tan inmensa que los que osaron subir tardaron más de tres horas en llegar a la cima. Desde abajo, apenas se distinguían sus siluetas como puntos insignificantes en la imponente montaña. Campos sembrados de piedras negras, superficies agrietadas por la sequía tras la única lluvia de varios meses antes. Algunas acacias aisladas, arbustos salteados junto a los cauces secos de los arroyuelos y minúsculas crasas que se abrían paso entre los pedregales eran toda la vegetación. Difícil imaginar cuando el entorno, miles de años atrás, estuvo poblado de elefantes, jirafas, rinocerontes, camellos y vacas, con el agua y la vegetación variada y abundante necesaria para su supervivencia.

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Tras una parada para almorzar, empezamos una ruta a pie y el guía nos indica que los coches nos esperarán al final del recorrido, donde acamparíamos. No comimos ni acampamos una sola vez en el mismo sitio. A cada parada, montaban la cocina en un instante y preparaban el mantel por el suelo para comer acomodados en la arena. Curiosa logística, por cierto, organizar la vituallas de tanta gente, tantos días, con tanto calor y sin nevera. Cuando llevamos 3 horas caminando nos damos cuenta que algo no va bien. El guía empieza a gesticular y a maldecir (suponemos) y entendemos que los coches no están donde se les esperaba. Nos hemos perdido. Después de más de 4 horas andando, agotados, sin agua, con la temperatura que baja de 35 a 10 grados, y ya de noche, empezamos a tener opiniones divididas si esperar a que vengan a rescatarnos o seguir moviéndonos.

En pleno debate vemos, por fin, unas pequeñas luces muy a lo lejos. Sin duda de un coche que no puede vernos porque somos minúsculas hormigas en un inmenso arenal, pero la esperanza renace. Finalmente nos rescatan y montamos las tiendas de nuevo en plena noche, agotados. A la mañana siguiente amanecí resfriada: demasiada emoción, supongo, y mi cuerpo dijo: «hasta aquí llegamos».

A las 6 de la mañana el sol nos despertaba de pronto, bruscamente, como si metieran una potente linterna en la tienda. No había que poner el reloj para estar a las 7 delante del desayuno. Café para todos y pan que iba cambiando de estado a medida que pasaban los días: lacio, correoso, duro, incomible… A estas alturas, empezamos ya a estar cómodos embadurnados de arena hasta los párpados (una semana después de volver aún me salía arena de los oídos) !quién me iba a mi a decir que me vería de nuevo en una tienda después de más de 20 años sin dormir por el suelo!

El dolor de cabeza me aconsejó quedarme esa mañana con los tuaregs mientras todos los demás partieron de marcha tras el desayuno. No hay mal que por bien no venga porque ese día viví la aventura más sorprendente de toda la travesía cuando los acompañé a buscar agua. Pude también disfrutar como nunca hasta entonces del silencio ensordecedor, en el que solo se oía el chirriar de mis neuronas o el bombeo de la sangre en mis sienes. Me dediqué a saborear el momento, a observar los rituales de los tuaregs, cuando hacían el te, cuando encendían el fuego o cuando se liaban el turbante que coronaba su cabeza y que me enseñaron a ponerme. Eran jóvenes todos salvo Ahmed, el guía: un anciano de 48 años y solo tres dientes. Alto y delgado, caminaba horas con paso taciturno y constante, infatigable, con las manos cogidas detrás como un viejo cura. Al llegar nunca se sentaba, parecía un árbol, siempre de pie, esbelto y digno sobre sus chancletas raídas. Había guiado caravanas toda la vida, como su padre, aunque ha cambiado los camellos por todoterrenos y la sal por turistas.

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Mi estado fue empeorando: fiebre, mocos, náuseas… pero seguía adelante haciendo los trayectos en 4×4 que circulaban sin compasión salvando desniveles de casi un metro y subiendo y bajando dunas de pendientes imposibles. !como un París Dakar, vamos!

Uno de los coches que iba renqueando empezó a tener serias dificultades. Un gran rollo de cinta adhesiva enganchada en la palanca de cambios era la caja de herramientas con la que arreglaban cualquier avería. Era un fallo en la bomba de alimentación creí entender. Como la cosa pintaba seria, sacaron Incluso una pequeña llave que llevaban bajo el asiento del conductor, pero no había manera. Cada vez las paradas eran más frecuentes, el humo más ostentoso y la velocidad más lenta. Con cada expedición que cruzábamos intercambiaban unas palabras (suponíamos que preguntarían si había un mecánico entre los viajeros) y nos dijeron tranquilos que todo se arreglaría. Al día siguiente, a las tantas de la noche aparece otro vehículo que viene a «rescatarnos». No podíamos creer cómo habían hecho llegar el mensaje (ningún medio de comunicación posible más que el «boca a boca») al pueblo, al responsable de la empresa, para que enviara un coche y cómo éste nos había encontrado entre cientos de kilómetros de roca y arena. Ellos se orientan en ese laberinto como si fuera el barrio de su pueblo.

Finalmente hicieron un apaño y el coche que vino partía al día siguiente y yo decidí volverme porque ya había agotado el botiquín de medicamentos, más surtido seguro que el de la farmacia del pueblo. Aunque quedaba solo un día, prefería una ducha y una cama donde estirar mis huesos antes del viaje de vuelta, de nuevo nocturno.

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Fue una buena idea, porque la última etapa me tocó lidiar con la diarrea. El mismo alojamiento que a la llegada. Menos mal que estaba vacío porque monopolicé el único baño del pasillo. La ducha estaba en otro habitáculo enfrente. Ambas estancias con fluorescentes agonizantes que parpadeaban continuamente. Imagino que estiraban su vida útil por economizar y porque la tensión que provocaban acortaba los tiempos de uso: !salías pitando para evitar un ataque epiléptico! La cadena no funcionaba, solo la ducha «turca» con la que llenar un cubo puesto a propósito. La fuga de una tubería hacía correr el agua pasillo adelante. El lavabo era tan pequeño que la torcida estantería situada encima impedía acercar la cara al grifo.

A medianoche nos llevaron al aeropuerto internacional donde solo aterrizan dos aviones por semana. El único viejo panel informativo tenía la imagen congelada desde nuestra llegada con la información caduca de un solo vuelo. Lleno de policías y controles, parecía un viejo consultorio de los años 40: Puertas y mamparas de aluminio, escasos asientos metálicos, muchos desfondados, pasajeros extranjeros llenos de mugre y mochilas polvorientas repartidos por el suelo… !la cinta del control de equipaje no era mayor que el puesto de una cajera de supermercado!. El personal muy simpático y cordial; mujeres policías, encargadas de cachear a las féminas, con velos pero ceñidos trajes y tacones de aguja; frecuentes controles que llegaban hasta la misma escalerilla del avión donde un policía tocaba sin convicción nuestro bolso de mano. El colmo del despropósito fue que todos tuvimos que buscar el equipaje ya facturado en la mismísima pista de aterrizaje, al pie del avión, para subirlo al carro transportador. Nuestra maleta azul brillante de ruedas, que paseamos por cientos de kilómetros de desierto, no fue difícil de encontrar. Destacaba para nuestra vergüenza entre filas de mochilas y bolsos más adaptados para un viaje al desierto. El tema del equipaje es otro trabajo pendiente que tengo. En fin, continuará…

2 comentarios en “La gripe del desierto

  1. Ya estoy esperando ansioso esas siguientes entregas prometidas…
    Enhorabuena una vez más por el estupendo estilo literario que tienes en tus escritos.
    Mucho más me gusta el ánimo que transmites en este relato que en el anterior.. a pesar de la gripe, incidencias y carencias padecidas…
    Gracias por compartirlo!

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