Un OVNI en el desierto

Cuando aterrizamos en el desierto de Algeria había luna llena. Espectacular, pero la luz de la inmensa esfera ocultaba la grandeza del cielo estrellado del que tanto oí hablar. Uno de los últimos días, ya con la luna algo menguada, vimos varias estrellas fugaces y de pronto alguien dijo: “mirad, otra!». Pero esa no era tan fugaz, porque una ristra de luces serpenteaba constante y lentamente en el firmamento.  Boquiabiertos vimos esa especie de gusano luminoso que se paseaba a sus anchas por el cielo, ajeno a nuestro desconcierto, hasta que desapareció no sé cómo. Empezaron las teorías: que si era un OVNI, que si algún dispositivo militar que vigilaba las fronteras de Libia y Nigeria, que si satélites lanzados al espacio… Hace unos días confirmamos que esta última teoría era la cierta:  están inundando de satélites el espacio exterior y los mandan en hileras impresionantes que se avistan desde todo el planeta.

Pero esa anécdota, como el percance en el tren París – Burdeos, ya de vuelta, no son más que historietas de abuelos para contar a los nietos. Sin embargo, convivir con el grupo de excursionistas y sobre todo compartir unos días junto a los tuaregs, es lo que hizo que valiera la pena el viaje, a pesar de las molestias propias de la gripe que me acompañó la mayor parte del tiempo. 

En el desierto nada es lo que parece. La edad media del grupo estaría en torno a los 70 años, pero juraría que todos eran más jóvenes que yo visto su buena forma física y su espíritu aventurero. Eran mayoría franceses, muy viajados, discretos pero locuaces, solidarios y amables. Bastante aficionados a la fotografía, aunque no todos llevaban sofisticadas cámaras,  captaron extraordinarias instantáneas que a la vuelta compartieron con el grupo. Cuando caía el sol, a las 6 de la tarde, esperábamos la cena bien abrigados, sentados en la arena junto al mantel y ahí empezaba la tertulia. Relatos de otras aventuras, de países que habían visitado que a veces no conseguía situar en el mapa, de paisajes y situaciones que habían compartido la mayoría y de los que yo no tenía nada que decir. Una pareja de suizos que hablaban con alguna dificultad el francés, era un tanto particular: ella muy discreta, delgada, vegetariana, había trabajado en alta costura y chapurreaba algo de español. El, más extrovertido, geógrafo de formación, había trabajado toda su vida como guía en los Alpes, eso explica que a pesar de tener alguna dificultad en una pierna nunca se cansaba y era el único que se orientaba tan bien como el guía en aquel laberinto de arenales y rocas. Nos contaron la historia de cuando se conocieron siendo niños en el tren que los llevaba al colegio desde una pequeña aldea en la montaña suiza, y cómo se reencontraron años después en Turquía de senderismo y desde entonces no se han separado, hace más de 50 años. Nada es tan romántico o idílico como parece, también hay matices y dificultades que darían para un libro, pero es bonito compartir el camino que la vida nos traza y que seguimos hasta el punto de hacernos dudar del libre albedrío. 

Una mujer mayor que yo era la única que viajaba sola. En las horas de espera en el inmenso aeropuerto de París nos sentamos juntas en un pasillo en medio de ninguna parte y tuve el fuerte impulso (que reprimí) de preguntarle si por casualidad iría también a nuestro viaje. Ay! Qué poco crédito le damos a las intuiciones… Viuda, delgada y en buena forma, sorprendía que en lugar de mochila escalaba dunas con su gran bolso de mano como si se paseara por el mercado. No por falta de experiencia, porque ya había hecho esa misma excursión otras veces: era una enamorada del desierto argelino y más concretamente del Tadrart.

La viajera más joven era una chica de treinta y tantos que iba con sus padres. Una agradable profesora de matemáticas y bailarina, que parecía más bien la hermana de su madre, que la superaba en energía y entusiasmo aunque le doblaba largamente la edad. Su padre, que debía tener problemas de columna por la rigidez de su espalda algo torcida, era un hombre jovial y dinámico, a punto de irse al otro barrio hace unos meses por un grave problema de salud. Nadie lo diría al verlo subir y bajar diligente pedregales y bancales de arena. 

Pero el alma de la fiesta era su mujer, Françoise. Pequeña y delgada, parecía una modelo en un desfile diario. Con un corte de pelo asimétrico, ahuecado, con mucho volumen y un tinte anaranjado muy favorecedor, no perdió ni un momento el perfecto marcaje de peluquería. Solo los dos últimos días añadió una felpa que le realzaba aún más su aspecto siempre pulcro. No sé cómo se las apañaba pero cuando abría la cremallera de la tienda cada mañana estaba fresca como una rosa, perfectamente maquillada y con un nuevo conjunto coordinado de pies a cabeza. Tenía mérito porque no había ducha y pasábamos el tiempo andando bajo un sol de justicia o revolcados en arena. Todos buscábamos la sombra durante el día para sobrellevar los 35 grados a la sombra menos ella, que se tumbaba en una roca como un lagarto y terminó la ruta bronceada como si hubiera estado un mes en Canarias. Se negaba a usar sombrero para no estropear el peinado,  pero una cosa no quita la otra: era la más simpática, dinámica, alegre y entusiasta del grupo. Curiosa insaciable, preguntaba sin parar, respetuosa siempre, con un punto naif, ponía a prueba a diario la paciencia de Ahmed, el guía.  Cuando terminaba la jornada, en la hora que precedía la cena, todos tumbados por el suelo exhaustos alrededor del hule que servía de mantel, ella aún tenía energía para hacer posturas de yoga imposibles y juegos de equilibrio con su hija como si fueran dos niñas. Nada presuntuosa, era una muestra más de su capacidad de disfrute. Como cuando subía hasta cuatro o cinco veces una duna (que yo subía sin aliento una sola vez) por el placer de bajar a grandes zancadas riendo y con las piernas enterradas hasta la rodilla en arena. Un personaje.

Tuaregs

Aunque no compartíamos idioma, o quizá gracias a eso,  he podido deleitarme observándolos. Al estar enferma hice un viaje diferente a los demás: he disfrutado enormemente del silencio, de la fuerza que desprendían aquellas moles rocosas, hermosas y amenazantes al mismo tiempo,  de imaginarme cómo sería la vida allí hace millones de años… He gozado del inmenso silencio, y sobre todo de observar el comportamiento de los tres jóvenes tuaregs que conducían los coches y montaban y desmontaban el campamento dos veces cada día en perfecta coordinación y sin articular palabra. 

Envueltos hasta las cejas en sus largos turbantes (cheches) y túnicas encima de su ropa parecían maduros y fieros, con un aire digno y distante.  Pero había en ellos una nobleza y amabilidad que te hacía sentir completamente segura y protegida. No perdía detalle de cómo se envolvían hábilmente cada mañana con sus velos de entre 7 y 10 metros de largo, cómo se apartaban discretamente para hacer sus rezos, cómo se lavaban frecuentemente manos y cara usando el mínimo de agua y como hacían el té mañana, tarde y noche: todo un ritual, escanciándolo hasta la saciedad, haciendo que la espuma montara hasta duplicar el volumen. Había una jerarquía entre ellos y por ende, un reparto de tareas: uno encendía en fuego, otro hacía el té para solo para ellos que comían aparte compartiendo cazuela, y solo el más soberano hacía el té para los “turistas” . Este último era también quien hacía el pan en la arena caliente bajo el fuego. Preparaba la masa sin tocarla, mezclando agua y harina en un cuenco que giraba y aventaba. Luego apartaba las brasas de la pequeña hoguera y volcaba la masa directamente en la arena que luego cubría de brasas. Al rato, las volvía a apartar para girar la “torta” y volver a taparla con las ascuas. Cuando por fin lo sacaba, golpeteaba la superficie como quien toca la pandereta y si el sonido era perfecto, empezaba a lavarlo y rasparlo con agua en el mismo cuenco que hizo la masa. No por ello dejaba de estar crujiente y exquisito y por supuesto no tenía ni un solo grano de arena. Era una fiesta para nosotros cuando lo hacía porque estaba realmente delicioso. 

Cada día recogían ramas secas que no podíamos imaginar que existieran en el paisaje inerte. No querían ayuda porque no sabíamos distinguir las adecuadas: parece que algunas eran tóxicas y otras no ardían bien. Hacían una hoguera, perfecta, pequeña “sagrada”, nadie podía tocar el fuego o echar nada a quemar en él. Tres veces al día el mismo ritual sólo para preparar la bebida, pero también imagino que para darles compañía, quizá protección, quizá paz…porque calor no era desde luego.

Agua en el desierto

Pero la experiencia más impresionante de todo mi viaje fue sin duda acompañarlos un día a buscar agua. Ni en el programa ni en el esquema que nos dieron aparecía un oasis por ninguna parte. Nosotros bebíamos agua embotellada, pero para cocinar y lavar platos llevaban garrafas de unos 20 o 30 libros de plástico rígido que al tercer día ya estaban vacías. Me dijeron por señas que iban a buscar agua, les pedí acompañarlos y aceptaron. Dos tuaregs, mi fiebre y yo en el 4×4, atravesando bancales, dando brincos entre dunas (yo que odio las atracciones de feria), aparentemente sin rumbo fijo en pleno mediodía y por fin paramos al lado de unas inmensas moles rocosas. Se bajaron y les seguí. Supuse que buscarían un pozo o algo así, pero bajaron por una especie de escorrentía entre dos rocas que en su día habría disfrutado de algo de humedad pero que ahora solo mostraba las marcas de una arcilla resquebrajada por la sequía. Ellos hablaron algo que no entendí y señalaban hacia arriba, al interior de la roca sobre nuestras cabezas. Salimos de la pequeña oquedad y uno de ellos, con sus sandalias medio rotas, subió por la pared montañosa hasta desaparecer tras una grieta como a la altura de un quinto piso. Yo esperé junto al otro boquiabierta, sin dar crédito a lo que veía: qué podría buscar allá arriba este hombre y por qué tardaba tanto en reaparecer. Cuando de nuevo le vemos,  dice algo a mi acompañante que se quita la túnica, se descalza y antes de que me dé cuenta está trepando en zigzag como un chacal por las agrestes y verticales aristas, con una garrafa en cada mano, hasta alcanzar a su compañero. Desaparecieron los dos allí arriba y yo me quedé en una sombra a esperar sin poder cerrar la boca de asombro. No podía comprender lo que estaba viendo, y no me atrevía ni a imaginar lo que podría suceder. Al cabo de un buen rato los veo aparecer en mitad de la imponente pared rocosa, en una cornisa más estrecha que sus pies, con las dos garrafas llenas de agua y la cara llena de satisfacción. No podía ni pestañear para ver con mis propios ojos si serían capaces y cómo de descender semejante pendiente con dos bombonas de agua, que yo en el mejor de los casos habría echado a rodar para salvar el pellejo aunque evidentemente se habrían roto antes de la mitad del camino.

El que iba descalzo bajó unos metros a otra minúscula cornisa y el de arriba se quitó el turbante, ató un extremo al asa de la garrafa y la deslizó un trecho hacia abajo como si estuviera bajándola por un pozo. El otro la recogió, el primero recuperó el velo y la misma operación con la otra vasija y en cuatro o cinco etapas consiguieron alcanzar tierra firme.  Llegaron empapados de sudor, borrachos de adrenalina y se enjuagaron y bebieron con parte del agua que acababan de obtener. Grité de pura emoción, del miedo que pasé por ellos y por mí (si les pasaba algo…), y les aplaudí por el coraje y la habilidad. Qué fuerte el instinto de supervivencia! No puedo imaginar el valor que tiene para ellos la vida, el agua, la solidaridad, el ingenio… Días más tarde fueron de nuevo a buscar agua a las tantas de la noche. Agradezco no haberlo sabido hasta el día siguiente y espero que no haya sido al mismo lugar. 

Esa misteriosa otra manera de estar en el mundo me parece lo más maravilloso de mi experiencia en el desierto. Cómo se toman la vida, los desafíos, la enfermedad, el infortunio y la muerte (el guía nos contó cómo su mujer y su hija murieron no hacía mucho). Cómo se sienten ricos con las únicas posesiones de una alfombrilla para rezar, un bonito estuche para la tetera… y el fuerte vínculo que los une. El orgullo y la contundencia con la que nos aseguran que no eran árabes sino tuaregs. El ingenio para arreglar el coche averiado con cinta aislante o usar ramas como utensilios de cocina, que dejaban clavados en la arena mientras no los necesitaban. La solidaridad inquebrantable que les permite sobrevivir en un ambiente tan hostil, que les hace sentir como una verdadera familia, y perdurar como pueblo tan libre y como cultura tan singular. Recuerdo la respuesta de Ahmed cuando le preguntamos cómo hacían las caravanas para cruzar la frontera de Libia, ahora cerrada. El dijo: “Caminando y ya está. Las fronteras existen solo aquí (señalando su frente)”. Supimos que nada podría nunca arrebatarles esa libertad interior.

La guinda del tren

Al final del viaje mi gripe también pasaba por su momento final: se ve que el virus que atravesó mi cuerpo de arriba a abajo al final ya estaba haciendo estragos en mi intestino. De nuevo vuelo nocturno, con retraso, llegada al invierno de Paris procedentes del verano del desierto. Teníamos el vuelo París Burdeos al día siguiente pero conseguimos un billete de tren esa misma tarde y decidimos cogerlo porque estábamos impacientes (más bien desesperados) por llegar. Cuando anunciaron la vía nos dirigimos al andén donde extrañamente no había control de acceso, supusimos que para agilizar la entrada por ser día de fin de vacaciones escolares. Cuando vamos a sentarnos, nuestros asientos están ocupados. Nos quedamos perplejos y ambos viajeros examinamos los billetes y eran idénticos. Nos sentamos dos filas atrás tratando de comprender qué podría haber pasado, si los habrían duplicado o qué…. Al fin me fijo bien y la fecha estaba equivocada! Los nuestros eran para el día siguiente. Yo no podía imaginar aplazar un día más la ansiada llegada a mi hogar y visto que quedaban tres minutos para la salida decidimos esperar, hacernos pasar por más despistados de lo que ya éramos y cuando el tren empezó su marcha hablamos con el inspector y le explicamos el error. Después de un breve y desganado discurso nos dijo que pasaba por esta vez. Las dos horas del trayecto dormí profundamente como no había hecho en días con la certeza de que en poco tiempo podría darme una ducha, acostarme en mi cama, tomar una sopa caliente y quedarme una semana tumbada hasta reponerme… Yo ya no estoy para estas aventuras! 

2 comentarios en “Un OVNI en el desierto

  1. Como era previsible la continuación de tu relato por el desierto es tan vívido como el anterior y nos sigue dejando con ganas de más… casi salivo leyendo sobre lo crujiente del pan tuareg recién hecho después de imaginar el mareante cielo nocturno del desierto… y la fragilidad sentida ante tal inmensidad…
    De nuevo gracias por compartir estos retazos de tus experiencias!

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