Así me siento ahora: todo está bien. Hasta lo que está mal, está bien. Hasta lo que me falta, lo que deseo y no tengo, lo que me estorba, lo que me disgusta. Una y otra vez vuelve a aparecer de forma natural el estado de “todo está bien”. Parece mentira.
Hasta puede que coja el virus un día de estos y la palme y estará bien. He llegado donde quería, ahora me podría morir tranquila. No quisiera morirme justo ahora, pero seguramente lo aceptaría mejor que en ningún otro momento. Al final tendrán razón aquellos que dicen que el miedo a la muerte no es más que la angustia de no haber vivido. De no estar viviendo la vida que se quiere vivir de verdad, que uno no está siendo quien ES realmente.
Lo confieso: No TODO está SIEMPRE bien para mí. Es verdad que hay momentos de desconcierto aún: cuando pretendo volver a lo de siempre (la inercia del camino recorrido durante una vida entera es muy fuerte). Cuando pretendo atrincherarme en las relaciones, por ejemplo, o cuando intento que el bienestar no acabe. O cuando me descubro soñando de nuevo cuentos de hadas. O cuando me asalta un miedo, una dolencia. O cuando la ansiedad aparece sin previo aviso, de nuevo, sin invitación ni causa aparente.
Tardo todavía unos instantes, a veces un buen rato, en pararme, respirar, entrar dentro, situarme. Y vuelve la concordia conmigo misma, con la vida. En más de una ocasión que no encuentro salida, una buena amiga al otro lado del teléfono me recoloca con una sola palabra. Sí, empecé una nueva vida aquí, con nuevas actividades, nuevos paisajes y nuevas amistades, pero no significa que haya cortado el nexo con mi vida anterior. Todos los de allí son el pilar con el que me sustento aqui.
Me siento como una niña a la que su madre, paciente, vigila desde la valla del parque mientras ella explora todos los artilugios, se interna en el bosque, se sube a la árboles. La niña por fin tiene confianza como para adentrarse en lo desconocido, puede plegar el miedo y guardarlo en la mochila y divertirse, por fin, porque sabe que alguien está ahí por si algo le pasa, por si necesita ayuda, por si se hace de noche y no encuentra el camino.
Me pregunto quien es esa “madre” en sentido figurado, quién hace ese papel. No sé si yo misma, una parte de mi que se va sintiendo más fuerte y segura, o los demás con los que por fin puedo sentir la conexión que me fortalece, que me ayuda a experimentar la tan preciada confianza.
Este estado, que no sé cuánto me durará, no está inducido por las drogas, porque precisamente estoy suprimiendo la medicación (con el seguimiento de mi médico, claro). Está siendo un proceso más duro de lo esperado. No sólo los ansiolíticos son adictivos. Los antidepresivos también. Retirarlos poco a poco me está costando bastante, recurrir a todas mis herramientas para sostener la ansiedad que me provocan y aun así… es difícil. Un proceso lento y complejo.
«VELO»
Para compensar el mal trago, le he comprado una vieja bici a una amiga que se traslada al norte. Burdeos es la ciudad de las bicicletas por excelencia. Es casi totalmente llana, tiene muchos kilómetros de carril bici, y todos los carriles de bus lo son también de “velo” como les llaman los franceses a las bicis. Cada edificio grande o pequeño tiene garaje para sus bicicletas, que se encuentran por las calles aparcadas a racimos.
Los ciclistas aquí son los amos. En muchas calles de sentido único, las bicis pueden transitar por ambos, y en las calles peatonales, parques y aceras, los caminantes no parecen sentirse invadidos en ningún momento. Los coches esperan pacientes que los ciclistas aprieten pedales en una vía estrecha y no protestan si varios de ellos atoran el tráfico. Cuando se camina por la calle, es bueno tener cuidado con el tranvía, con las silenciosas motos eléctricas, con los coches… pero muy especialmente con las bicis. Viven en una ciudad sin ley. Van en todas direcciones a todas las velocidades y son de todas las formas y tamaños: viejas y flamantes, eléctricas, alquiladas, individuales, dobles o con carritos enganchados delante o detrás donde caben dos o tres niños. Los repartos de comida y de paquetería menuda se hacen en bici. Los señores trajeados se desplazan en bici. Las señoras mayores con sandalias de tacón y fular de seda, también van en bici. Y por supuesto los turistas, los deportistas, los jóvenes y niños desde muy pequeños.
Los vehículos a cuatro ruedas transitan de prestado, lentos y sumisos, como pidiendo perdón por invadir la calzada. Los reyes del espacio público son las bicis y ahora también los patinetes eléctricos o los de tipo skate. Estos últimos no son solo un divertimento, sino un medio de transporte: el otro día unos padres bastante maduritos y su hijo de unos 8 años, se desplazaban por el centro con la tabla y la cogieron bajo el brazo tan tranquilos al entrar en una tienda.
Yo estoy conociendo una ciudad nueva, la que se ve desde el ojo del ciclista. Un metro de altura sobre el suelo y la velocidad de unos pedales hacen que todo cambie. Otra perspectiva de los edificios, detalles en los que no había reparado. Se ven diferentes los barrios, las calles son más cortas, todo más cercano. La miseria de algunos suburbios (que también hay) parece más grande porque se ve al completo, en toda su extensión. Pero en cambio los barrios más inquietantes, por los que casi no me atrevía a pasar, ahora me parecen menos amenazadores. Me sorprendo sintiéndome grande, fuerte y segura, montada en mi tanque de dos ruedas.
Qué buena la sensación de libertad y qué alegría sentir el aire fresco en la cara, la fuerza del pedaleo, la rapidez y la autonomía en los desplazamientos. Qué bueno fundirse con la ciudad, olvidarse de quién eres, de qué edad tienes, de qué lengua hablas. Rodar sin rumbo, descubriendo rincones nuevos, perder la noción del tiempo. Después tengo dolor en el culo, agujetas en las piernas. Pero, como siempre, todo está bien.