Un lienzo en blanco

Quiero un lienzo en blanco para empezar a escribir un nuevo relato, el mío. Enderezar los renglones de la vida, un nuevo comienzo… una última oportunidad. Una libreta vacía en la que dibujar paisajes desconocidos, experiencias flamantes. A fuerza de quererlo, de buscarlo, lo estoy consiguiendo. Por fin de nuevo en Burdeos. Feliz.

Toda una aventura la vida. Desesperante a veces, otras maravillosa. Los últimos días del confinamiento que pasé en España fueron una lucha intensa con mi impaciencia y mi frustración. Estar donde sabía que no era mi sitio, saber que debía aceptarlo para poder atravesar el trago, afrontar de nuevo el vacío de un cambio de vida, las preguntas (eso sí, más atenuadas) de para qué tanto lío y tanto gasto y tantas voluntades contrariadas… en primer lugar la mía.

Una vez más, me doy cuenta que todo está bien como está. Esos días de espera me acordé de una mujer de la que hace tiempo me habló mi madre. Ella quería que la conociera porque es buena persona y usa mi lenguaje. Quiere decir, el de la energía, la espiritualidad, la conexión y todo eso. Hace biomagnetismo de manera gratuita, cosa rara hoy día, y según mi madre dice cosas extrañas como las que digo yo a veces.

Nunca encontré el momento y esos días me dije ¿por qué no? Vive bastante cerca, no tengo nada que perder, me dije, así que le pedí cita y fui. Nada más verla, percibí la sencillez, la humildad y el amor que desprendía. Me acogió en su casa y me hizo una sesión. Hablamos pero nos entendimos ya antes de pronunciar palabra. Su marido trabaja más o igual que ella. Como muchos, llegaron a ese despertar, a esa manera de estar en el mundo, después de atravesar una grave y larga enfermedad.

Me diagnosticó y trató el cuerpo físico y me tratará el marido aspectos emocionales. Sí aunque esté aquí en Burdeos. La distancia no es un problema para algunas terapias, para algunos terapeutas y para algunos “consultantes”. Conocerlos me hizo rebrotar por dentro, como si “recordara” cosas olvidadas de mi esencia, de quién soy, de quiénes somos todos, de a qué vinimos aquí. No somos más que gotas de un inmenso mar que nos balancela ola arriba y abajo, sin ánimo de asustarnos por mucho que a algunos nos den pánico las alturas o el agua. Recordé la fuerza que tengo, el amor que soy, el miedo que lucho por gestionar y todo lo que aún tengo para dar.

Tenía muchísimas ganas de venir a Francia, pero agradezco la espera que me permitió conocerlos. No por ellos, sino por mí. Ya tuve la primera consulta a distancia, de la que solo diré que me trató de dolencias que acababa de sentir hacía solo un par de días sin que yo nada le dijera. Y de las que por cierto ya me recuperé.

Una peripecia de viaje

Las últimas semanas de confinamiento que viví en España fueron asfixiantes, me sentía como un león enjaulado, cada vez más y más largo el cautiverio, no le veía el fin. Otros países relajaban las medidas y nosotros seguíamos sin poder movernos. No entraba a valorar cuestiones médicas o de oportunidad y proporción, solamente estaba decidida a buscar un resquicio para viajar como fuera.

A esas alturas ya le teníamos más miedo todos a la policía que al virus, aunque yo siempre le temí más a los primeros que a lo segundo. Me daba vueltas una idea que sembró en mí una amiga que se escapó a otra provincia: la policía está en nuestra cabeza.

Empecé a atar cabos para coger fuerzas: tenía una propuesta de contrato de alquiler de un apartamento y alimentaba la esperanza de que eso me permitiría desplazarme. Escribí a consulados, gendarmerías, agentes de fronteras y compañías de viajes. Anhelaba una seguridad que no iban a darme, en cambio sí me daban respuestas contradictorias. Buscaba sin descanso billetes de avión a pesar de que no había. Por fin encuentro uno que parece más o menos directo, con escala en París y bastante caro. Lo compro ansiosa como si me lo fueran a quitar y al momento me doy cuenta que la fecha estaba equivocada: era para julio en vez de junio. Los trayectos que encontraba hasta entonces eran rocambolescos aunque estuve dispuesta a recorrerlos: dos o tres escalas, hacer noche en Amsterdam y viajes de 2 días cuando normalmente se tardan 2 horas.

Finalmente me quedé compuesta y sin novio: sin billete y sin dinero, aún hago gestiones porque no pierdo la esperanza del reembolso.

Exploraba también la idea del tren, aunque las propias compañías me decían que no había billetes. Decidí por fin tirarme a la piscina y hacer las maletas cuando recibo un correo electrónico del consulado diciendo debería poder viajar aunque la última palabra la tendría el funcionario de la frontera.

Con mi carpeta de papeles bien compuesta y mis dos enormes maletas como si no fuera a volver nunca, cogí el tren y empecé la odisea: cambios de estaciones, esperas, controles, mascarillas y ni un maldito restaurante abierto. Llegué de noche al norte, a San Sebastián y de ahí, por consejo del mismo interventor del tren, cogí un taxi a Hendaya en lugar de usar el billete de cercanías a Irún que ya tenía.

El taxista me esperaba en la puerta, las horas de viaje me dieron tiempo de sobra para confirmar que estuviera ahí y el precio a pagar por el trayecto. En los 20 minutos de camino le fui interrogando sobre cómo sería el trago del paso fronterizo. Me explicó que la policía se estaciona en el puente sobre el Bidasoa (la francesa en un sentido y la española en el contrario) y sobre la marcha hacen el control, no importa la hora. Eran ya las 10 de la noche. Quería pasar cuanto antes porque si no me dejaban tendría que ponerme a buscar hotel en Irún y volverme al día siguiente con el rabo entre las piernas.

La verdad es que desde que me subí al primer tren me acompañaron una paz y una seguridad extrañas. No temía ni me inquietaba nada, no dudaba en que me permitirían pasar, estaba segura que todo iría bien. No porque me autoconvenciera, es que no lo dudaba, ni lo pensaba.

Al parar en el control policial, yo en el asiento de atrás del taxi con la mascarilla cubriéndome la cara, toda la carpeta de documentos en el maletero y yo con esa extraña serenidad que me hacía sentirme grande y fuerte. El policía se acercó a la ventanilla y el taxista le bajó el cristal. Yo no moví un dedo, recostada en el asiento como si fuera la reina de Saba. El funcionario me pidió el documento de identidad. Me puse a buscarlo con parsimonia en la enorme mochila a mi lado y no lo encontraba. Tuve que vaciar media maleta. Por fin se lo doy y observa: “pero usted vive en Andalucía”. “Si”, le dije, “eso pone en el carnet, pero yo vivo desde el año pasado en Burdeos”. Se quedó parado mirando sin saber cómo reaccionar. A los pocos segundos que parecieron horas, añadí con naturalidad y desparpajo: “mañana mismo cojo el tren a Burdeos”. Sorprendentemente me entregó el DNI y casi con una reverencia, me dijo: “perfecto, buenas noches”. Y seguimos adelante.

En ese momento hubiera besado al taxista de lo contenta que estaba. El hombre no salía de su asombro. Dijo que cruzaba 4 o 5 veces por día el paso y era la primera vez que no le pedían ninguna documentación, ya no solo al pasajero sino a él mismo, al que solían hacerle bajar del coche y quitarse la mascarilla para contrastar su cara con la foto del carnet. Era noche cerrada, llovía y yo estaba allí sola, donde me dejó el taxista, en la puerta de la estación cerrada por obras de Hendaya. Pero estaba en Francia y me sentía feliz. Me sentía libre, viva.

El viaje empieza ahora

Al día siguiente cogí el tren a Burdeos como estaba previsto. De nuevo las inmensas maletas sorteando escaleras mecánicas, peldaños de tren y estaciones. Al llegar busqué en la salida de la estación al propietario de mi nuevo apartamento alquilado por internet y pagado de antemano. Una temeridad, según todos los franceses y más con lo que viví la temporada pasada. No nos conocíamos ni en foto, pero lo encontré enseguida. Me esperaba con un viejo coche, con su hija y sin mascarilla. A duras penas repartimos las maletas entre el estrecho maletero y el asiento. En los 15 minutos que duró el viaje y mientras una parte de mi cabeza barajaba el abanico de intenciones que podían tener esos extraños, otra parte de mí, más confiada y entusiasta les resumió toda mi vida.

El apartamento me pareció un sueño. Un edificio nuevo en uno de los mejores barrios, limítrofe entre el centro y una zona residencial. Bien comunicado, con buenos supermercados y con dos bonitos parques cercanos. El piso amplio, muy luminoso, con garaje, trastero y cochera para bicicletas. Después de unos días de limpieza a fondo y colocar algunos detalles a mi gusto empiezo a disfrutar como una adolescente de esta oportunidad que me ofrece la vida. Recobrar las relaciones aparcadas, la intimidad conmigo misma, empezar una nueva vida…

No puedo expresar lo que significa para mí estar aquí. Sólo describir anécdotas como el primer día que fui a pasear  y quería saltar de alegría por la calle como una colegiala. O la felicidad de improvisar e ir sola a comer a un restaurante. O la satisfacción de hablar en francés con la dependienta de la panadería o con la compañía de teléfonos.

Para ir andando al centro atravieso varias calles, pero mi favorita es una que tiene el bellísimo nombre de «Rue du temps passé» (calle del tiempo pasado). Es un guiño de la vida. Me ayuda a recordar cada día el regalo que es empezar a pintar una nueva vida en un lienzo en blanco.