Incertidumbre

Qué raro vivir esta época de tanta incertidumbre. No puedo decir que me asuste el virus, que me cabreen (demasiado) los políticos o que sienta claustrofobia. Es esa sensación de la vida en suspenso, de no saber nada, lo que no llevo tan bien. Este silencio, esta sequía mental, este limbo en el que estamos a punto de volvernos locos más de una (y uno), parece una pesadilla de la que es improbable despertar. Yo, tan adicta a la seguridad y al control, estoy viviendo un verdadero desafío.

Dos meses llevo, como tantos, metida en casa, subida en una montaña rusa de emociones. Al principio me dio por limpiar y ordenar como si no hubiera un mañana. Acabé agotada y con un malhumor que no me soportaba ni a mí misma. La excusa fue organizar el equipaje de vuelta del invierno a un clima primaveral, así que tuve que ponerme con las cajas de los altillos, nada menos.

Mis hijos me ven empezar a ordenar o limpiar y se echan a temblar. Me subo en la moto y soy tan “Mari” como la que más, un huracán que no deja pelo ni hoja en su sitio. El precio que tienen que pagar por tanta higiene es aguantar unos días a una madre obsesiva y mandona. No será tanta la pena, porque tampoco los veo yo remangarse mucho para que la tarea acabe antes (…dice mi parte gruñona). Claro que para ellos nunca hace falta, todo está siempre bien. Las bolas de pelusa son como mascotas que corren sigilosas de cuarto en cuarto, pero no les incomodan: les ponen nombre y se hacen amigos. Y yo que no me inmunicé todavía contra el mandato materno de tener siempre  la casa rechinando de limpia, pues ya está todo explicado.

Pasados los primeros días, una semana entre una cosa y otra, vino el disfrute. Uf, esto es un chollo, pensé: nada que hacer. Nada más que lo que me apetezca: leer, ver películas y documentales, hablar por videoconferencia, escuchar música, bailar a solas, arreglar las plantas… Pero a las dos semanas estaba hasta los ovarios de estar encerrada. Encargué por internet una bici estática (que he usado 5 veces) porque no hacía ni ejercicio. No he leído ni un libro, ni aprendí a bailar sevillanas y ni siquiera he visto películas. No sé en qué empleo el tiempo. Ando todo el día holgazaneando, hablando por teléfono con mis amigas a ver si me ayudaban a entender esto. Si, escucho las noticias (sin pasarme), pero apenas puedo asimilar lo qué esta ocurriendo, de qué va todo esto. Mi cerebro no puede comprender de qué va esta película de ciencia ficción en la que estamos metidos todos.

Un giro en el camino

Mi proyecto de vida, y el de los dos hijos con los que comparto encierro, se ha visto de golpe truncado. Los tres teníamos proyectado vivir lejos, solos y sobre todo independientes. Y ahora llevamos dos meses (y lo que te rondaré, morena) juntitos los tres frustrados en casa, viéndonos las caras a todas las horas del día y a veces de la noche también. Sí, el insomnio merodea por aquí de vez en cuando.

Tanta desilusión ha estado algunas veces a punto de rebosar. Al levantarnos nos cruzamos huraños por la casa, que afortunadamente es grande y tiene rincones donde exiliarse, porque si no habríamos salido ya en las noticias. A lo mejor ese mismo día en el almuerzo (que puede ser individual o en grupo) nos reímos hasta la náusea, y puede que ese mismo día por la noche ya estemos otra vez de uñas. Una montaña rusa, vamos.

montaña rusa

Descubrí al poco de llegar que los roles de madre y de hijo se llevan grabados en la “masa de la sangre”. Por mucho tiempo que llevemos separados viviendo cada uno en su casa, todo es pisar el escalón de la entrada y automáticamente asumimos que yo soy la madre, y por tanto me tengo que ocupar de la alta dirección, y ellos son los hijos y se ven obligados a remolonear y resistirse como adolescentes enfadados. La rivalidad con la madre está aún fresca por lo que he optado por escabullirme sigilosa como un gato a mi cuarto siempre que puedo. Ayuda bastante no compartir las mismas franjas horarias, como en el desconfinamiento: los jóvenes duermen hasta el mediodía, y los mayores (yo) me voy pronto a la cama y les dejo la casa a ellos. En resumen, que lo sobrellevamos a duras penas, estamos hartos, cansados, ansiosos, deprimidos (y no es ninguna metáfora).

Continuar reduciendo los antidepresivos y ansiolíticos durante este periodo está siendo un reto añadido. Para mi y para mis hijos (pobres!). Pero no quisiera volver atrás en el camino andado. De otros objetivos no puedo decir que esté orgullosa: estudio poco francés ( aunque doy clases virtuales), no terminé de arreglar los armarios, ni fregué todos los muebles de la cocina, ni aboné las plantas… Me va a coger el fin del confinamiento con las tareas sin terminar de hacer.

En casa apenas hablamos de nuestros proyectos suspendidos, ni de la culpa por no estar aprovechando más este tiempo: para ser creativos, por ejemplo, o ser más productivos, o acercarnos más, o al menos disfrutar del “dolche far niente”. Esos bailes improvisados en el salón de casa, los juegos de mesa en familia o compartir historias tras la cena quedaron ya muy atrás.

Ahora que parece que se va despejando un poquito la cosa, me empiezo a preguntar cómo haré para adaptar mi proyecto de vivir en Francia a la realidad que me encontraré. Y sobre todo cuándo podré irme de nuevo.

Empezar a salir a pasear o reunirnos alivia un poco la presión cuando ya el desespero nos tiene infectados a todos. Yo no padezco el mal de algunos que les cuesta salir de casa a fuerza de tanto tiempo encerrados y amenazados. El verdor de los parques, el aire tan limpio, el canto de los pájaros y la tranquilidad que se respira todavía son una excelente recompensa. Y eso a pesar de la amenaza policial latente.

Buscando explicaciones

Tuve mi época, allá por la tercera o cuarta semana, de flirteos con las teorías conspiratorias. Supongo que no podía soportar la incertidumbre y buscaba una forma rápida de rellenar el vacío de certezas, de hábitos, de creencias. De todo lo conocido, que se había ido al garete de pronto. Que si el virus está creado en un laboratorio; que si hay una guerra encubierta detrás; que si hay un complot para derribar las economías, que si es una guerra bacteriológica… una mano negra desconocida y maligna. Otra versión del enemigo invisible que amenaza al mundo y contra el que hacer frente común, con la inestimable ayuda del miedo. Otras teorías que relacionan el virus con la tecnología 5G, la malvada Fundación Gates, la corrupta OMS y con la amenaza de una vacuna obligatoria donde nos introducirían un chip para controlarnos. Estuve leyendo, investigando hasta la indigestión, atractivas hipótesis por aquello de que mezclan verdades aparentemente incuestionables con sutiles falacias. Enredos urdidos incluso por médicos, supuestos científicos y políticos, de aparente fiabilidad; sedientos también de certezas y seguridades, quiero pensar.

barco

Otras corrientes más inofensivas tratan de explicar no tanto el porqué sino el para qué de esta pandemia, augurando un cambio espectacular en la sociedad tras el encierro. Asemejan CRISIS a CRISÁLIDA y parece que después de abandonar transformados el capullo alcanzaremos por obra y gracia del espíritu la bondad, la compasión y el amor que en milenios de vida humana no hemos sido capaces de desarrollar. Algunas personas hablan de fuerzas universales que están programando y acompañando este proceso para el desarrollo y la evolución del ser humano a un plano superior de la conciencia, su apertura a otra “dimensión”.

Mis respetos a todas las opiniones, aunque es difícil tenerlo por algunas, como las que aseguran que el gobierno retiene material de protección para que todo el mundo se infecte y se inmunice la población. O las que afirman que es una pandemia inducida para desacelerar el envejecimiento de la población (por decirlo finamente).

Soy de natural contradictoria: confiada y escéptica, indecisa y resuelta, miedosa y atrevida. Eso explica que me meta a fondo en todos los fregados pero no termine de comulgar con ninguno. No digo que esto sea una virtud ni un defecto. Es como soy. Por un lado tengo problemas para confiar y por otro tengo una gran necesidad de seguridad: gran paradoja.

Yo leo todas las opiniones, sin creérmelas del todo. Tanta información, tantos medios, es abrumador a veces y confuso siempre. El caos informativo aumenta la inquietud y el ansia de certezas que no llegan, no pueden llegar. En lo que sí creo es en la utilidad del trabajo personal de cada uno,  en la apertura, la evolución lenta, difícil pero implacable de cada individuo mediante la confrontación con su verdad más íntima. El resultado puede llegar a ser tan contagioso como el virus y poco a poco, eso sí, puede provocar una transformación social. Es quizá una de mis pocas certezas y por eso sigo con mi terapia on line. Es una costosa (emocional y económicamente) pero excelente forma de mirarme y aceptarme a mí misma y al mundo con realismo. Es la única forma que conozco de hacer brotar  tímidamente la confianza y aprender a sentirme mínimamente cómoda en la inseguridad que nos rodea. No solo ahora. En estos momento sólo se pone de manifiesto que realmente nunca hemos estado seguros: la seguridad es una quimera y el control imposible. Sólo nos queda aceptar que no somos más que gotas de agua en un océano inmenso y para vivir solo hace falta entregarse a la corriente, dejarse llevar. A veces nos sobresaltan las tormentas y otras podemos disfrutar del vaivén de las olas o de bucear en la paz de las profundidades. A mí siempre me asustó el agua.

El enemigo invisible

Afortunadamente lo que no he padecido hasta ahora es miedo de infectarme con el virus. Tomo las medidas que recomiendan sin obsesionarme. Es probable que todos terminemos pasando esta “gripe” y es como si yo quisiera pasarla cuanto antes y acabar con la pesadilla. No es tan fácil ni yo soy tan valiente. En la última gripe común que pasé el dolor me parecía inhumano, pensaba que no podría soportarlo un día más.

El mayor enemigo al que nos enfrentamos no es el virus sino a esa parte de nuestra propia naturaleza. Al menos yo. A esa que se impacienta y se frustra cuando se le tuercen los planes, cuando no controla la situación, la que no digiere bien el duelo por la libertad perdida. A esa que se infecta de ansiedad cuando siente inestabilidad alrededor, a esa que lidia con el desánimo. A esa que se construye castillos de arena donde refugiarse, a esa que no soporta a veces la soledad ni la compañía. A esa que de tanto mirarse el ombligo le cuesta mirar al otro.

Empiezo a vislumbrar el fin de esta pesadilla. Poco a poco comienzan de nuevo las revisiones médicas, las salidas, las compras, la gente. La vida cambiada, sí, pero algo de vida vuelve a correr ya por las calles. Empezamos a afrontar juntos el reto de habituarnos a la nueva realidad, sin grandes milagros, trabajando como hormigas, poquito a poquito, y construyendo entre todos el nuevo destino que nos espera. ¿me acostumbraré a no dar abrazos y besos, a no dar la mano, a mantener la equidistancia con la gente, a estar alerta de dónde toco? No creo, pero al menos me queda la esperanza en los masajes. Espero que volver a darlos algún día me recargue de nuevo de energía, de calma y de alegría para sobrellevar esta enorme incertidumbre.

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