Crónica desde Burdeos

No huyo de nada, no busco nada. Aquí estoy, viviendo cada día, cada momento, con una naturalidad pasmosa. Empezando a sentirme, empezando a repararme como una rama tronchada envuelta en una cinta esperando arraigar. No puedo decir que esté eufórica o contenta, sino serena.

Desde que me monté en el avión, incluso antes, despidiéndome de mis hijos con una comida, me sentía tranquila. No me gusta mucho volar, pero me subí al avión con una seguridad extraña. Una acaramelada pareja de mediana edad a mi lado me miraba con inquietud como buscando contagiarse de la tranquilidad que yo seguramente transmitía. Era extraño, ellos iban uno con el otro, yo sola.

Al llegar, de noche, me esperaba en el vestíbulo del aeropuerto una elegante señora mayor con un pequeño cartel en la mano con mi nombre escrito en celeste a rotulador. Llevaba un abrigo largo y un paraguas que le hacían aún más estilizada la figura. Cogimos un taxi y en el camino ya empecé a practicar el francés como pude y hasta ahora no he parado. Llevo aquí ya tres semanas, pero no tengo sensación de mucho ni poco tiempo, no sé si parece que siempre viví aquí o que lo haré en adelante.

Después de una pequeña toma de contacto en el camino, me dijo que tenía 83 años (increíble!), que vive sola porque es dos veces viuda y su único hijo vive en París. Solo bajar del taxi, que nos dejó en la misma puerta de un elegante y antiguo edificio, se cayó en la acera. El taxista, un joven de origen árabe, corrió a ayudarla y un hombre con dos chicas que se acercaba, también. La levantaron rápidamente, y antes de que me diera cuenta, el hombre nos cogió las maletas y las subió las dos plantas. Yo pensé que era un vecino, pero era un transeúnte, le dimos las gracias y se marchó. Yo tenía que haberle puesto un altar, porque los pisos de un edificio de hace dos siglos no son como las de ahora, aunque mis maletas pesaran 30 kilos de nada.

Nada más abrir la puerta, el OLOR me hizo sentir como en casa. Olía a pan tostado, a ropa limpia, a muebles de madera recién encerados. No podía creer dónde estaba: una antigua casa señorial, ricamente decorada, acogedora, de suelos de madera y techos altísimos. Cálida, bonita y confortable. Una amplia habitación me esperaba con un ventanal de suelo a techo y un tenue, suave calorcillo. Una gran cama, un escritorio, armario, sillas, alfombra… no le falta detalle. Y un baño de uso exclusivo. ¡qué reto aceptar que todo esto es para mi, para mi disfrute!

Estaba cansada y apenas me tomé una infusión y a descansar. Tuve todo el día siguiente, domingo, para deshacer las maletas, dar un paseo y hacerme a la idea de dónde había aterrizado. Creo que pesaba varios kilos menos por la ligereza que sentía. Hacía fresco, pero un día precioso. Caminé sin rumbo ni plano por las calles de grandes casas de piedra del antiguo barrio burgués de Chartrons, a 5 minutos del río Garona que atraviesa la ciudad.

bordeaux-pta cahiu.jpg

El lunes, mi casera me acompañó a la escuela, como si fuera una joven estudiante. Está a quince minutos andando, atravesando un precioso parque con lago incluido. Allí me sentí muy cómoda también: un lugar recogido, con gente de todo el mundo: desde indios a pakistaníes, israelíes y palestinos, marroquíes y canadienses, indios y nigerianos. Y chinos, muchos chinos y filipinos, tailandeses…

En mi clase, somos 10 o 12, cada semana hay alguien que termina y alguien nuevo que viene. Cuando empecé sólo había en mi clase una española, casada con un francés, pero  ahora hay también un chico segoviano asentado en Málaga. Yo puedo ser la madre de todos ellos pero me siento una más. Las cuatro horas de clases diarias se pasan volando, son muy dinámicas, amenas, variadas. Casi todas las tardes organizan actividades culturales: visitas, cursos, talleres, cine y hasta patinaje, la mayoría gratis. Yo me apunto a las que me interesan, normalmente 2 o 3 por semana y están muy bien. Además de conocer la ciudad, conozco gente de otros cursos y nacionalidades. Creo que en toda la escuela, en todos los niveles, no seremos más de 4 o 5 españoles y algunos sudamericanos, así que toca siempre hablar en francés.

El primer día, al terminar la clase, me acerqué a una chica que se ataba los zapatos. No era de mi clase, le pregunté si quería venir a almorzar conmigo y me dijo que sí. Así, sin más. Ahora somos amigas. Es una abogada brasileña de unos 40 años y vamos juntas al teatro, a comer, de compras o al gimnasio. Ella estará en Francia 4 meses que ha podido reunir de vacaciones en su trabajo.

Me siento afortunada de estar aquí, conocer gente tan diversa, tantas historias, es un poco asomarse al mundo. Hoy el tema de la clase han sido los rituales en torno a la comida en distintas culturas. Una chica china se retorcía de asco al pensar que en España usamos la canela en platos dulces y otra filipina nos mostraba con naturalidad fotos de sus patos favoritos para desayunar: un plazo de arroz con chocolate y con pescado encima!!

El grupo de clase se está consolidando y 4 o 6 mujeres estamos estrechando la relación: hemos almorzado en un restaurante juntas y el otro día también con sus parejas. Es una pequeña “familia” de repuesto. Aunque todos están felices de estar aquí, sienten la nostalgia de su tierra, de su familia, de su ambiente y se crea un lazo de solidaridad y cooperación espontáneo, muy bonito.

Mañana se celebra la fiesta de navidad de la clase, en la que cada uno llevamos un plato preparado típico de nuestra tierra. Yo llevaré salmorejo, muy adecuado para este fresquito, pero espero que no lleven pescado guisado con arroz y chocolate!

Descubrir la ciudad, los museos las tiendas, las iglesias, sola o acompañada es un auténtico placer. Me encanta más aún cuando llueve o hace mucho frío. Me descubro sintiéndome simplemente bien, sin expectativas ni deseos, sin planes ni desidia. Simplemente viva. Me sorprendo levantándome por la mañana con ilusión, no solo con voluntad como estos últimos años. Voy a la Academia cada día contenta salvo el viernes, que la cabeza y la lengua me dan vueltas de tanto francés.

Me siento muy agradecida por mi casera. Es una mujer de la edad de mi madre, más nerviosa, perfeccionista y autoexigente que yo, por lo que es un espejo muy interesante para mí. La comida que me prepara cada día es un lujo: todos los ingredientes ecológicos, sin gluten ni lácteos de vaca, justo como yo necesito. Una mesa puesta por todo lo alto, con vajilla de Limoges y unos coquetos platitos individuales para el pan. La cena, en teoría a las 7, es poco más tarde de las 6:30 en la práctica. Pero me acostumbré pronto a este ritmo, es mejor para mi digestión. Y eso de que me pongan por delante la comida…no tiene precio.

taza.jpg

La tertulia de sobremesa es un regalo extra. Charlamos en francés (aunque ella habla un poco de español e inglés) de todo: de arte, de política internacional, de historia, de economía, de justicia social o de alimentación. Sobre todo habla ella, que tiene una memoria y una cultura increíbles, y yo le pregunto alguna que otra cosa tratando de que no se note demasiado mi vasta ignorancia. Es una mujer muy activa (incluso ahora), que ha viajado por todo el mundo y ha vivido años en Marruecos y París, entre otros.

Cuando termina la cena me deja preparada en la mesa el mantel con una preciosa vajilla, los cubiertos y la servilleta para el desayuno de la mañana siguiente. Le digo que no hace falta, que yo lo preparo. Y me adivina que no estoy acostumbrada a que me atiendan, que durante mucho tiempo fui yo la que atendí. Así que ya me voy acomodando y aceptando este regalo que me ofrece la vida.

Estoy aprendiendo a regularme, porque la cabra tira al monte, ya se sabe, y tiendo a querer hacer más cosas de las que mi cuerpo puede. Pero estoy más atenta y enseguida me retengo, me paro un poco, busco el equilibrio… Estoy empezando a reducir los ansiolíticos (con la supervisión de mi siquiatra) y me siento esperanzada de poder dejarlos.

No sé cuanto estaré aquí ni qué me deparará la vida por estos lares. Ya me han pedido masajes, me saltan a la vista tentadoras ofertas de trabajo como hacer un tour diario de dos horas como guía por la ciudad ganando un buen pico o dar clases de español. Me dejo sentir, no tengo prisa, ni deseos. Solo estar, ser, vivir, sentir la libertad, que puedo hacer lo que quiera, que solo mi mente me aprisiona, que no tengo más límites de los que yo misma me ponga. Poco a poco sigo reparándome.