Bruselas

Bruselas es una ciudad preciosa en la que no me gustaría vivir. Si algo la caracteriza es la diversidad, los contrastes. Grandes y modernos edificios de cristal al lado del barrio marginal de mayoría árabe, por ejemplo. La pateamos durante cuatro días a una media de 13 kilómetros: no hay zapatos que aguanten ni piernas que resistan a nuestra edad. ¡En vez de hacer turismo parece que preparamos una maratón!! La agonía de aprovechar…

Impresionantes iglesias de todas las confesiones, plazas, avenidas, parques salpicados de tulipanes y elegantes y abundantes museos. Predomina lo oscuro: recepciones de hoteles y bares pintados en negro y piedras grisáseas en muchos edificios… Quizá la vi más sombría por el clima: nublado o lluvioso la mayor parte del tiempo. Este color gris está salpicado de detalles brillantes como los impresionantes toques dorados de la espectacular Gran Plaza: lo mejor de Bruselas, en mi opinión. No es grande por su tamaño sino por su belleza, por la armonía del conjunto de soberbios edificios de distintas épocas, colores y estilos perfectamente ensamblados.

Me hubiera quedado todo el día ahí, regodeándome en sus infinitos detalles, saboreando la emoción que me transmitían.

Pero al mismo tiempo, las calles están salpicadas de “sin techo” que dormitan por doquier, bolsas de basura expuestas en las aceras, y gente joven “ida”, que se tambalea por doquier a cualquier hora. Un dolor verlos y si no los miras, también.

Todo el mundo sabe las veces que ha cambiado este territorio de manos: hay bastantes vestigios de la época española, por cierto. Estos harapientos deambulantes me sugieren lo que debieron vivir en las largas y extenuantes guerras por el territorio, bajo la niebla y el frío, tantos hombres que se dejaron la piel en ellas.

Gran contraste de razas, de lenguas, de orígenes. Edificios, de todos los estilos, desde medieval a moderno, pasando por gótico, barroco o renacentista. Mezclado, encuentras muestras de “arte callejero”, el gusto por todo lo alternativo, lo rompedor, la osadía de experimentar con lo nuevo. Fachadas decoradas con grandes murales pintados (son los reyes del cómic), con bicicletas de colores colgadas, o con jaulas de pájaros llenas de plantas… Guiños a Tintín y Magrit, iconos de la patria. 

Ay, la comida

Los turistas gastronómicos pueden evitarse la visita. No tan mala como en Inglaterra, pero nada que ver con Francia y mucho menos con España. Las famosas patatas fritas, supuestamente cocinadas en grasa de vaca, no tenían a mi parecer nada de especial. La cerveza, de todos los colores y formas (de hecho tienen un museo), nada que envidiar a la que ponen bien fresquita en el barrio de mi pueblo por 1 euro en lugar de a 5 la más corriente. 

Los gofres, tan típicos, no los probé aunque muchos crean que es un pecado, porque el olor me desagrada. El chocolate, eso sí que es delicioso, pero a precios prohibitivos. Los escaparates de las chocolaterías llamaban la atención por su número y su lujo. El interior de los comercios, decorados la mayoría con maderas antiguas y con grandes lámparas de lágrimas, parecían sofisticadas joyerías. No tienen nada que envidiar a las tiendas de primeras marcas de moda de París. 

Muy pocos bares y restaurantes para una ciudad de este porte y cantidad de visitantes. No me extraña con las tarifas que manejan. Un día lluvioso y frío nos tiramos a la calle a las 8h30 a buscar un café en dirección al centro (tampoco es tan temprano para los del norte, dicen) y tardamos más de media hora en encontrar una cafetería abierta donde tomar un café sentados. Nos topamos con hoteles que solo atienden a sus clientes, bares en proceso de abrir que no se molestaron en encender la máquina… Acabamos en un bar pintado de negro abierto 24 horas, con olor a tabaco rancio y alcohol de la resaca (y baño en el peor estado visto jamás) y donde nos crujieron 4 euros por café, que el cruasán lo llevamos nosotros.

Menos mal que el segundo día descubrimos un restaurante vegano que nos recomendó una guía por el buen precio y calidad. Y tenía razón, sobre todo en la calidad. Ese fue en adelante nuestro “refugio”: limpio, iluminado, gente simpática, y comida rica y sana.

Brujas

La guía que mencioné antes fue la que nos llevó a Brujas en una excursión muy peculiar: éramos un grupo peculiar: una niña de 8 años con sus abuelos, nosotros, la guía de origen holandés que se acercaba en edad a mi madre, aunque nos superaba en vitalidad a todos, y una mujer dominicana muy particular. Era una señora de mi edad que llevaba dos meses viajando con su marido por toda Europa. El se quedó en el hotel porque estaba muy cansado y no me extraña: la vida del turista es agotadora! Al parecer hacen una “escapada”de un par de meses cada año y claro, han paseado ya sus maletas por todo el mundo. Otro nivel. Era muy agradable y cercana, muy curiosa, disfrutona y amante de la historia. Conectamos enseguida, estuvimos de charla buena parte de la excursión, y quedé boquiabierta cuando descubrí tantas similitudes de nuestras vidas: dos matrimonios, 4 hijos y enfermedades mentales en la familia del mismo tipo… por mencionar solo algunas.

Llegamos en tren un día frío y lluvioso, acompañados por hordas de turistas de todo el mundo que invadían las calles de la maravillosa ciudad. Catalogada como Patrimonio de la Humanidad, Brujas tiene una historia y una riqueza impresionantes. Su esplendor llegó sobre todo hasta la Edad Media, cuando fue una de las ciudades más importantes de Europa gracias al comercio marítimo, especialmente de telas. Por cierto que allí se instauró el primer mercado de valores del mundo.

Merece el interés, es una verdadera reliquia que ha quedado intacta desde hace siglos. Otras ciudades se han desarrollado a partir de la industria pero ésta, tras la revolución industrial, se ha consagrado al turismo. Atravesada y rodeadas por un rio y canales (de ahí sus estampas pintorescas con las barcas que pasean a turistas), con unas riberas de ensueño y casas de cuento de hadas. La guía nos dijo que la media de visitantes era de 9 millones al año AdC (Antes del Covid).

Éramos 7 personas y hablábamos en 3 idiomas: la explicación era en inglés y francés y la guía, la dominicana y yo hablábamos en español, un lío. Después de la visita guiada, empapados de agua y con frío, nos fuimos a almorzar a un bonito restaurante. Allí nos acogió una exquisita sopa de pescado junto a una gran chimenea que compartimos con la nueva amiga hispana. Una auténtica delicia. Luego, bien recuperadas las fuerzas, y el cielo despejado, nos fuimos a pasear a nuestro aire por la ciudad. En la primera tienda que visitamos, nuestra recién estrenada amiga compró sin pestañear un precioso mantel de encaje por 1.000 euros. No me equivoco en los ceros. Ya me había contado con naturalidad que para conocer el centro de Bruselas les hizo de guía la embajadora de su país. Es que es otro nivel.

Despedida

De los edificios, visitamos por fuera todo lo típico de Bruselas. El Atomiun, que representa los nueve átomos de un cristal de hierro para simbolizar las 9 provincias belgas, se construyó para la exposición universal de 1958 y se recubrió de acero con posterioridad (hay que ver lo que se aprende con los viajes!), la sede del Parlamento europeo, los jardines, las avenidas del “triángulo de oro”, los icónicos museos… Pero eran vacaciones de Pascua y muchos lugares estaban cerrados. Eso nos permitió llevarnos una idea más “panorámica” de la ciudad.

Uno de los pocos que pudimos visitar, fue el edificio de la bolsa, elegante y precioso. Y el palacio de justicia: sin duda el más feo que hemos visto: una mole inmensa de grandes sillares en piedra gris. Fachada cuadrada y monumental, con una simetría y proporciones apabullantes. Anuncian que es el edificio más grande de Europa y desde luego es de una desmesurada ostentación de fuerza y poderío que transmite una idea de autoridad implacable, fría y deshumanizada. Dentro, columnas inmensas, oscuro y descuidado. Visitarlo no tiene más interés que saber hasta dónde pueden llegar las ínfulas del poder.

Tanta borrachera de monumentos, de arte, de belleza, que el último día nos fuimos a ver el mercado diario al aire libre de antigüedades y a un mercadillo de la periferia. Por contrarrestar. Allí los fruteros gritaban los precios de su mercancía en medio de la calle y otros vendían ropa y zapatos y todo tipo de utensilios. Por ejemplo, perfumes de marca a 10 euros (tampoco aquí me equivoco en los ceros) de dudosa procedencia. Muchas gente de todos los colores que iban y venían por sus calles improvisadas y contrahechas. No pude resistirme y me compré algún que otro trapito: 12 euros, tres jerséis. Es otro nivel.

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