
Este título lo tomé prestado de mi profesor de comunicación de la universidad que dio una conferencia con este nombre sobre la Feria de Sevilla. Es Carlos Colón, asiduo periodista del Diario de Sevilla o El País, autor de varios libros y especialista en crítica de cine, como su padre. Todo un personaje: un señor mayor, entrado en carnes, bajito, de cara agraciada si no fuera por los dientes que le sobresalen un poco, le dificultan cerrar la boca y le dan un tono siseante al hablar. Era extremadamente tímido y aún más cultivado. Siempre vestía con traje marrón claro y llevaba un pesado maletín que dejaba junto a la mesa y rara vez abría.
No tenía previsto hablar de esto hoy, pero me dejaré fluir. Cuando empecé a estudiar periodismo, hacía 13 años que no cogía un libro (excepto unos meses antes que preparé el examen de acceso para mayores). El comienzo fue duro: en el primer semestre no aprobé más que su asignatura y porque dio aprobado general. No entendía qué se esperaba de mí, no sabía estudiar, no funcionaba lo de repetir lo leído… luego comprendí que había que ampliar y relacionar los conocimientos y sobre todo, reflexionar.
En ese momento yo trabajaba (las clases eran por la tarde) y tenía ya dos hijos en el mundo. Pero estaba entusiasmada por aprender, por descubrir, por cumplir mi sueño de ir a la universidad. Las clases de Carlos Colón eran mis favoritas. Me sentaba en primera fila, hablaba tan bajito que apenas se le oía, y yo quería absorber cada palabra que dijera. Sus discursos me abrieron la mente a otra dimensión. Creo que ya conté que una vez soñé con él: me sacaba a la pizarra y me enseñaba a “traspasar” el encerado, como un fantasma, como una maga. El sueño representa perfectamente la sensación que me transmitía este hombre.

Al acabar el curso aprobé todo, a pesar de que en la Navidad de ese mismo año atravesé mi primer divorcio. Por supuesto que tuve que superar las dudas sobre mi capacidad y cuestionarme si debía seguir. Ahí tuve la ayuda de una compañera de clase muy particular: nunca olvidaré sus palabras aunque no me acuerdo de su nombre. Era una elegante señora de 60 años que se entretenía estudiando (esta era su tercera carrera) mientras recibía las rentas de sus empresas en Guinea. Un día me vio afligida y me dijo tranquilamente, sin insistir: “para conseguir las cosas solo se necesita una cualidad: la constancia. Sigue adelante y lo conseguirás”. Y lo conseguí. Es más, conseguí que los libros me sirvieran de refugio para sobrellevar la revolución emocional de esa primera separación.
A lo que iba, una tarde en el paraninfo de la universidad, Colón explicó con la brillantez que le caracterizaba, cómo la Feria de Sevilla era una “ciudad imaginaria” y la función social que cumplía. Ni defendía ni denostaba el evento, solo analizaba magistralmente, con hondura, el papel que cumplía “inventar” una semana al año una ciudad artificial, efímera, con códigos, usos y costumbres diferentes, donde por un momento los ciudadanos podían jugar a ser otros, realizar sus sueños y luego seguir adelante con sus vidas. Las luces, los colores, los sonidos, las vestimentas, la relación con el dinero… todo se transforma en esa semana mágica. La verdad es que aunque yo, como él, no la frecuente, es un espectáculo maravilloso, digno de ser conocido y mejor aún, vivido.
Un mundo paralelo
Todo esto me vino a la cabeza porque durante la Feria de Sevilla de este año estuve acompañando a mi madre en el hospital por una intervención quirúrgica en la cadera. Un plan menos divertido, sin duda, pero enriquecedor como todo lo que se mira con atención en la vida. Más calmada de lo habitual en estos casos, me alegré del gran esfuerzo económico y personal de tantos años de terapia: la relación con mi madre no tiene nada que ver con la de antes. Es mucho más afectuosa, compasiva y tierna. La puedo consolar, acompañar, acariciar y besar, cosa que antes me impedía el rencor que guardaba hacia ella. Y lo más importante, la «madre» que soy (para mí y para mis hijos) evoluciona al mismo tiempo que la hija que también soy.

Durante tantas horas de espera me distraje observando el mundo paralelo que se desarrolla en ese ambiente hospitalario. (me pregunto si hay uno que sea verdaderamente “real”). Allí, como en la Feria, cambian los usos y costumbres, las jerarquías, los códigos y los personajes, que se mueven por los largos pasillos de una manera diferente a como lo hacen fuera. Otros vestuarios, sonidos, comidas, horarios y jerarquías.
En la planta de traumatología, bastante tranquila, había dos pacientes a los que nunca vi la cara pero que oía con frecuencia. Una mujer en un extremo del pasillo gritaba como una muñeca aplastada: con un grito afilado, agudo, continuado. En el otro extremo, un paciente cantaba sones populares, quizá algún anciano contento, pensé. Me hizo recordar cuando era chica y los hombres pasaban calle abajo, andando solos y cantando, a voz en grito o por lo bajo, desgarradores sones flamencos. Al día siguiente, ese mismo paciente se puso a gritar pidiendo ayuda repetidamente, diciendo que el timbre estaba estropeado. Me extrañaba su insistencia porque el personal era, salvo alguna excepción, bastante solícito, amable, humano y profesional (y eso que era un hospital público, lo que se notaba en el desgaste del mobiliario). Después cambió su grito de auxilio por una insistente petición de agua. Al final, poco antes de parar dijo una sola vez: “Un vasito de agua, por Dios! mira que si no, no canto”. Entonces comprendí. Agudicé el oído (la habitación de mi madre estaba frente al puesto de enfermería, justo en la mitad del pasillo) y escuché la conversación telefónica de un sanitario con alguien de neurología arguyendo que la fractura estaba arreglada, pero que era insostenible mantener en la planta a los pacientes con problemas mentales.
No nos quieren en ningún lado. Es así, es difícil lidiar con ellos, tratarlos, “soportarlos”… no es fácil manejarlos, no. Lo desconocido, y la locura concretamente, nos asusta a todos. Quizá porque refleja la que todos llevamos dentro y no queremos que salga del armario.
Por cierto que mi madre, ya mayor y con una gran fractura, reaccionó como muchos en su situación y tubo sus despistes. Se empeñó en que la habitación no estaba terminada (de construir), a veces manoteaba queriendo coger nidos de árboles inexistentes o tomaba a la enfermera por la peluquera que venía a arreglarle el pelo. Esta vez, lejos de angustiarme con esos desvaríos puntuales, nos hacía reír a todos. Y con ese “todos” no me refiero a ningún miembro de nuestra larga familia, sino a la vecina de cama y sus familiares. Estaba rodeada de sobrinos, cuñadas y hermanos (no tenía hijos. Qué paradoja: mi madre tuvo 8) y no paraba ni un momento de hablar por teléfono con amigas para explicarles por qué tuvo que abortar su viaje por la caída que la trajo allí.
Había de todo. Pacientes solos día y noche con la mirada perdida en el techo, sufriendo en silencio el dolor y la soledad. Quizá haciendo un recorrido de sus vidas, recordando experiencias con familiares y amigos, temiendo o deseando un final que se aproxima. Algún que otro adulto joven paseando por el pasillo con una pierna llena de clavos visibles, como si fuera una marioneta, luchando por recuperar cuando antes la movilidad, por incorporarse a la normalidad de su vida. Otros, como la vecina, rodeados del clan familiar al completo, con sus reglas, sus lealtades y sus rencores que se traslucían a poco que se atendiera un poco sus comentarios y gestos.
Carruajes de todas las formas y colores, llevando y trayendo comida, ropa, material de curas o medidores de constantes vitales. Todo el personal disfrazado acorde a su categoría, el olor, una mezcla tan característica de comida y desinfectante. Y las reglas no escritas: los amables médicos, que en el pasillo evitan la mirada para no ser abordados. Las y los enfermeros, vitalistas y alegres, levantando la moral de los pacientes, tratándoles con una humanidad encomiable y que son la autoridad cuando el médico termina su procesión de visitas. Los auxiliares de enfermería más variopintos y menos humanos, quizá por la dureza de su tarea. Los celadores, limpiadoras, técnicos de mantenimiento… todos conociendo bien sus roles, sus límites, sus obligaciones. Todos jugando al juego de cumplir los protocolos parar que la rueda marche, que los pacientes salgan lo antes posible en las mejores condiciones posibles.

Al llegar a casa por la noche, me encontraba en la entrada un revoltijo de zapatillas, toallas y sábanas de los 5 jóvenes que vinieron de París a disfrutar de la Feria de Sevilla y se alojaban en casa. El olor a Feria era perfectamente reconocible: mezcla de sudor, albero y alcohol. Un contrapunto, una ráfaga de aire fresco. La vida que florece, que se disfruta, que se saborea en la plenitud y el sueño de la juventud.
Me ha encantado el post. Transmite serenidad, optimismo ante la vida y esa curiosidad y ganas de aprender que te caracterizan. Además que me ha hecho mirar a la feria con otros ojos. Besitos
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Gracias, mi niña. Me encanta tu perspicacia, cómo percibes los matices que creía ocultos.
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que buen rato acabo de pasar leyendo tus aventuras en el hospital y sobre todo me encanta percibir tu buen humor y esa paz interior que se desprende de tus comentarios.
bravo y a seguir escribiendo y disfrutando
soledad
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Gracias, Soledad, por «verme». La verdad es que la vida no deja de ponernos retos por delante, la diferencia respecto a otros momentos es cómo lo afrontamos. Un abrazo
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