¿Hay alguien por ahí que le guste la navidad? Que REALMENTE disfrute, quiero decir, estando “despierto”, ¿siendo consciente…? Alguien habrá, seguro, ¡pero a mí todos me dicen que le entristecen estas fiestas, que quieren que pasen ya! Yo me incluyo en este grupo.
Este año está siendo menos penoso, pero sigo sin saber qué es la navidad, qué sentido darle, cómo vivirla. Aún no ha terminado, pero quería escrutar el tema estando en el ojo del huracán, en plena tormenta, no cuando la calma y el tiempo lo convierta todo de nuevo en una fiesta-fantasía-llena de expectativas y sueños imposibles.
¿Por qué nos pone tristes la navidad a tanta gente? Quizá porque se ponen en primer plano las desavenencias y ausencias familiares, con las excitantes luces de fondo que despiertan una alegría estridente, una histeria colectiva. La soledad, la incomprensión, las rencillas, la frustración, el tironeo de los compromisos con familiares y amigos, comer y beber más de la cuenta, la obligación de divertirse…. El derroche, el consumismo, los regalos inútiles, que a veces nos pesan y otras nos ilusionan, pero que nos dejan vacíos el bolsillo y el pecho.
Algunos se lo proponen y disfrutan a tope: se anestesian a base de turrones, les dejan sordos las panderetas y villancicos, y consiguen no VERSE gracias a los disfraces y lentejuelas que visten. No los critico: si me sirvieran esas estrategias, seguro que las utilizaría, pero a mi hace tiempo dejaron de funcionarme.
Vaya por delante tanto mi respeto como mi incomprensión de quien lo vive como un fenómeno puramente religioso.
Siempre fue así la navidad?
Yo puedo hablar por mí. Cuando era pequeña me contagié con el virus del 24D, el de la fiesta familiar por excelencia: una familia que se pelea, que se maltrata a veces, donde menudean los celos y los puntapiés… pero que ese día, el 24 de diciembre por la noche, estaban todos reunidos alrededor de una larga mesa con brasero de carbón y sin mantel, cenando un menú poco memorable con surtido de mantecados de postre, servidos en su propia caja. Éramos 11 entre hermanos, dos primas que vivían con nosotros y mis padres. Durante las fiestas nos comíamos más de 10 kilos de polvorones, hojaldres, roscos de vino y mantecados. Los de chocolate, quedaban siempre para el final, nadie los quería hasta que ya no había otros donde elegir, entonces también se acababan.
Lo especial de la cena, aparte del postre era la copita de anís en la sobremesa y, si habían sobrado, pestiños caseros que mi madre preparaba a pesar de nuestra ayuda el día anterior. Había tan pocas fruslerías que nos los íbamos comiendo calientes apenas salían de la sartén. Tantos en casa hacían que se despertara una rivalidad irracional con la comida, una especie de espíritu depredador: aunque reventaras, tenías que comer más por si acaso luego querías y ya se habían acabado.
Cuando el anís alcanzaba un nivel en sangre -no existía la limitación de los 18 años- empezaban los villancicos. La misma botella estriada de aguardiente y una cuchara, un almirez y golpeteo en la mesa hacían el acompañamiento. Cada año algún adulto se pasaba con el alcohol y se tambaleaba o tropezaba. Durante días se comentada la anécdota hasta la saciedad (no había tanto culebrón televisivo). Los niños, aunque nos caíamos de sueño, tratábamos de aguantar el tipo para poder presumir al día siguiente de lo tarde que nos acostamos: horas despierto era sinónimo a horas de diversión, ya entonces había esa competitividad, esa obligatoriedad de pasarlo bien. Siempre añadíamos unos minutos a nuestro relato para fanfarronear.
No había regalos, ni vestidos de fiesta. Como decoración, solo un destartalado pino, plantado en una maceta del patio, gozaba unos días el privilegio de ocupar un rincón del salón. Se vestía para la ocasión con unas desgastadas cintas de espumillón y las bolas abolladas y desconchadas que guardábamos todo el año en una caja de zapatos. Apenas había distracciones, todos cara a cara, los mismos de siempre.
No se conmemoraba un hecho religioso (mi padre era anticlerical) y tampoco se celebraba el amor fraterno: en mi familia padecemos una tara genética para expresar afecto. Lo único que se celebraba en aquellas ocasiones era la PERTENENCIA.
Pero nada permanece para siempre
Desde los 16 años que no vivo con mis padres ya no sé lo que es la navidad, quizá porque se me desbarató la noción de familia. Aún ando buscando el significado, aún no encontré mi lugar ni el sentido. Aunque cada vez creo entender más qué clase de convulsión ocurre en estas fiestas, lo que remueven, aún me queda camino.
Tuve dos matrimonios y dos hijos en cada uno de ellos y, claro, reunir a la “familia” es misión imposible (¿qué es la familia?). Muchos años me fui fuera con unos hijos dejando atrás a otros. Me desvinculé bastante de casi toda mi familia de origen en distintas etapas y por diferentes razones.
A veces, en las fechas señaladas, estoy con alguno de mis hijos, y en otras coincido con uno de mis exmaridos o los dos: tenemos buena relación. Sí, para mí también es un lío, algo un poco raro que no sé bien cómo ubicar dentro de mí. Es como si no supiera cómo sentirme… Será por culpa de mi depresión, o de mi manía de darle demasiadas vueltas a la cabeza.
A veces quise reunirme con mis 4 hijos, con la esperanza de sentir la verdadera navidad, encontrar mi sitio y disfrutar por fin, como los demás. Pero es una utopía, no es más que otro brote anual del virus ese del 24D. Además, es un cacao: No quiero que se sientan obligados, porque tienen otros compromisos, como yo los sentí en otra época ¿Y si a pesar de su “esfuerzo” tampoco estoy feliz? ¿Y si los reúno y se aburren o se decepcionan porque no se divierten? ¿Y si les compro, aunque sea un detallito? ¿y si renuncio a los regalos por rebeldía, porque estoy contra el consumismo? ¿y si sigo un poco el juego, total son unos días…?
La morriña navideña
Haga lo que haga, año tras año me corroe una vaga (o fuerte) tristeza sin saber por qué, algo de culpa y bastante frustración. Y está mal, muy mal visto en estas fechas sentirse SOLO, ABURRIDO y TRISTE. Estas emociones hay que llevarlas con vergüenza y disimulo, (salvo con unos pocos cómplices), aunque haya que emborracharse para ocultarlas.
Muchas veces pensé que lo mejor sería irme fuera todas las fiestas. Huir. Pero nunca me atreví a hacerlo, hasta ahora, que me fui el fin de año al campo unos días con unas amigas. Sin uvas, velas, vestidos, ni música. Solo paseos por el campo, comida sencilla y chimenea, alguna tertulia y mucho silencio. Es la primera vez que lo hago, que atravesé esa frontera invisible del año nuevo sin ningún miembro de mi familia. No sentí que huyera, sino que me tomé la libertad de elegir lo que QUERIA en ese momento.
Pero sigo sin saber lo que es la navidad. No soy religiosa ni folclórica, criada en una cultura católica sin serlo, pero con valores próximos a los cristianos… otro lío. Para colmo, hace poco caí en la cuenta de que la primera navidad de mi vida, con solo unos meses, viví una profunda ruptura familiar que aún perdura. Fue precisamente un 24D cuando mi madre fue a visitar a mi abuela al pueblo donde vivía compartiendo casa con su hijo. Mi madre discutió con su hermano y acabó con sus tres hijas pasando la nochebuena en casa de una vecina, llorando toda la noche sentada a la mesa camilla, conmigo en brazos. Así me inicié en la fiesta.
Me cuesta creer en la navidad, si no es navidad todos los días. Hace días mi hermana (la “artista”) me presentó a una mujer de unos 50 años, delgada, bien vestida, pero con grandes surcos en la cara que revelaban padecimientos recientes. Se mostró muy agradecida a la vida, a la gente y a mi hermana en particular; contenta por las buenas notas en sus estudios y, según dijo, por haber salido del “bache”. Luego supe que mi hermana la conoció a través de su hijo, mi sobrino, mientras pedía limosna en la calle para comer junto a su pareja. Este chico fue capaz de superar el rechazo, el miedo o la lástima que provocan unos mendigos para tratarlos como personas y devolverles su dignidad. Quién sabe si un gesto como ese, anónimo, inadvertido, desconocido por todos…. fue decisivo para devolverle a esa mujer la fuerza para seguir adelante, para encontrar un trabajo que le permitiera tener un techo, y sobre todo ilusión por la vida y esperanza en la raza humana.
Esta anécdota me recuerda: deja de mirarte el ombligo de con quién y cómo pasas las fiestas y abre bien los ojos y mira atenta alrededor… La familia, la navidad, está aquí y allá, en todas partes; o va siempre contigo o no la encontrarás en ningún sitio ni con nadie.