Hace unos día vislumbré el sentido de la vida. Fue una epifanía. Sentí por fin que el Universo, la Vida, o quien sea, lo tiene todo controlado y sabe bien lo que hace. Uf, qué tranquilidad!. Quien quiera que sea se ríe a carcajadas mientras nos angustiamos a diario perdidos en el laberinto del mundo. Si alguien tiene un plan para todos, si todo al final encaja, no tenemos más que confiar (como si fuera fácil! lo sé) y dejar de resistirnos. Pensaba sobre todo esto mientras daba un paseo por el parque con uno de mis hijos. Simplemente caminé un rato junto a él, en el más amplio sentido de la palabra.
Soy ansiosa desde antes de nacer, creo, y le dejé esa herencia a mi prole con un reparto desigual, todo hay que decirlo. Como a unos y otros nos mortifica a ratos la zozobra, gracias a ese sino de familia, nos vemos avocados por temporadas a sumergirnos en las profundidades de la terapia. Está claro que la sicología es la profesión del futuro. En repetidas y costosas (en todas las acepciones del término) sesiones, buceamos en el pasado para entender y manejar qué pasa. Nos armamos de paciencia y valor para abrir cajas enterradas en el pasado y mirar dentro. Volver a experimentar el terror, la rabia, o lo que sea que haya escondido cada uno allí, es la única forma de aliviar las pesadas mochilas que no dificultan avanzar. La única vía para desenredar la madeja de la vida y encontrar un sentido a tanta inquietud y desasosiego.
Apenas empecé a conocerme, a ser consciente de mis heridas, de mis taras, emprendí una cruzada para que los demás hagan o dejen de hacer, cambien, se den cuenta, vayan a terapia o lean libros que les despierten. Esa impaciencia inútil por enseñar al otro (incluidos por supuesto mis hijos) lo que descubro, por intentar a toda costa que salgan del hoyo cuanto antes, o peor aún, que no lleguen a entrar… no dio más fruto que el rechazo. No hay tarea más frustrante y molesta para los demás que tratar de conducirlos por la vereda que una transita, que no suele ser la que a ellos les toca atravesar.
En los últimos años por fin estoy aprendiendo a escuchar más que a decir, a comprender en vez de juzgar, a aceptar en lugar de aconsejar. Se ve que no podía soportar la imagen que el espejo de los demás me devolvía. No aguantaba el malestar de los otros, su pesadumbre. Y necesitaba YO, egoístamente, que ellos estuvieran bien para poder estarlo yo. Conseguía así realimentar el círculo: el desdén a su vez aumentaba mi pesadumbre.
El paseo
El día de autos, uno de mis hijos me pidió que le ayudara con las tareas de su terapia. Tenía que reconstruir algunas situaciones vividas en su pasado, asuntos delicados que marcaron su infancia. Juntos rememoramos anécdotas, situaciones importantes o livianas, según quién las recordaba. Unas indelebles, otras olvidadas. Un repaso por la historia de la crianza, esa etapa siempre recordada con gratitud y añoranza a pesar de los pesares.
Sentí una serena alegría y plenitud en esos momentos. Por un instante pensé que ya podía morirme en paz, completa y dichosa; Por unos segundos entendí para qué todo esto. Para qué tuvo que ser todo lo que fue, exactamente como fue. La respuesta no podía ser más sencilla. Como si un pez se llevara toda la vida buscando descubrir qué es el agua: es todo y no es nada, es lo que nos rodea, lo que nos da la vida. Es la vida misma.
Hablamos durante un rato de los errores que cometió la madre joven e inmadura que fui sin sentirme culpable ni juzgada. Dialogamos con la comprensión y la calidez que crece rápido como la hiedra en la comunicación con todos mis hijos…. Me sentí afortunada, pero era algo más que eso. Vislumbré que hay algo más, un orden perfecto, no puede ser casualidad. Como si me hubiera asomado a hurtadillas en la tramoya del teatro de la vida. Me veía recogiendo abundantes cosechas ahora que por fin aprendí a no afanarme.
Solo cuando me atreví a hincar las uñas en la tierra para desgarrarla sin miramientos, enterrar las semillas y olvidarme, sin impacientarme esperando, estirando a cada momento el brote de la planta para que creciera pronto. Malográndola. Solo ahora que empiezo a perder el anhelo ansioso porque el otro SEA, me doy cuenta que milagrosamente el otro YA ES. Así que parece que el laberinto de sufrimiento en el que entramos al nacer no era más que un juego, una fantasía, un cuento con moraleja para que la niña que soy aprenda la lección.
Me conmovió especialmente que me confesara mi hijo cómo mis “defectos” habían sido un acicate en su desarrollo, cómo mi trabajo personal (largo, arduo, desesperanzador tantas veces) había sido un estímulo para todos ellos. Se ve que junto con la ansiedad les he inoculado también el deseo irresistible de ver qué hay detrás del espejo. Me relató cómo haber sido yo capaz de expresarme, de compartir con ellos quien soy, les había animado a su vez a expresarse entre sus conocidos y éstos a su vez….y así hasta no sé ni me importa.
No pude ver más claro lo poco que se enseña con lo que se dice, y la importancia que tiene lo que se HACE. Con el ejemplo de nuestras propias vidas cómo influimos de manera tan contundente, para bien o para mal, en los demás.
Revelación
Parece que se confirman mis sospechas. La tierra que fue torturada con el arado, ahogada con inundaciones, perforada para la siembra… ahora por fin ve nacer vigorosos brotes verdes que crecen imparables y se multiplican. (Qué lapidario me ha quedado, no?)
Desde hace tiempo siento que todos tenemos una misión (más o menos presente, más o menos definida, más o menos confesable). Yo quería transformarme en una persona mejor. De pequeña incluso fantaseaba con hacerme misionera (sic). Soñaba poder contribuir, desde mí, como en pequeños círculos concéntricos que se expanden, a la mejora del mundo. Así, desde lo pequeño a lo grande. Mejorando mis relaciones con los seres más queridos, tratando de ser modelo para los más cercanos, siento que es la única manera de contribuir a la verdadera y profunda transformación social.
No quiero decir con esto que abogue por el buenismo a ultranza. Al contrario. Aprender a decir que NO con firmeza es una difícil y necesaria tarea. Aprender a NO HACER en lugar de salir corriendo a resolverle la papeleta a otro es la mejor ayuda que a veces podemos ofrecerle. Solo así no le hacemos sentir inútil; sólo así le permitimos sacar a flote sus recursos; solo así propiciamos que aflore el ser completo, capaz, perfecto que es.
Tampoco reniego de la movilización y el compromiso para el cambio social. Me parece que hay personas de gran valía (no tantas como me gustaría) que hacen una meritoria y necesaria labor en la comunidad a gran escala. Pero yo, ahora, en estos momentos, hago lo mejor que sé. Poner un pequeño grano de arena, plantar una minúscula semilla que germine y termine quizá convirtiéndose en un bosque algún día.
No son tareas contrarias sino complementarias. Todos buscamos en el fondo la conexión, la conciencia y la transformación.
De nuevo ese término cada vez más significativo para mí. La conexión. Quizá por eso necesito dar masaje: porque me permite la conexión completa, directa, sin juicio con el que se sube a mi camilla. Por eso anhelo compartir la intimidad con el otro. Quizá por eso necesito hacerme visible aquí. Y seguramente por eso sentí ese instante sublime con mi hijo en el parque. Un momento de charla sin más, un paseo por un parque archiconocido bajo un atardecer cotidiano. Pero esa conexión tan sencilla, tan profunda, tan sincera simplemente me hizo clamar por dentro un estruendoso «AJÁ!!: así que era esto». Contemplar maravillada este brote de sabiduría, este despertar, el fascinante crecimiento de los seres que me rodean..Todo ha valido la pena, todo está bien como está. La Vida sabe por fin lo que se hace. Siempre lo supo. Ahora lo sé yo también, a ver si no se me olvida.