Cork

Llegué a Cork ya cansada de recorrer miles de kilómetros las semanas precedentes. No es buena idea empezar sin energía un viaje: se hacen más tonterías de la cuenta. Fui con mi hija a hacer un intensivo de inglés y conocer un poquito Irlanda. En el aeropuerto cogimos el bus a la ciudad y ahí la primera tontada: no se podía pagar con tarjeta de crédito y no daban cambio. Solo llevábamos billetes de 50 y unos céntimos. Así que me tocó pedir entre los viajeros “una limosnita, por favor”, para completar los 4,40 euros del precio de los dos billetes. Nunca creí caer tan bajo.

Llegamos al alojamiento sobre las 11h, pero no estaba disponible hasta las 4, así que dejamos el equipaje, nos fuimos a pasear al centro y a comer en el precioso restaurante de la parte alta del Mercado Inglés. Bonito mercado y excelente restaurante. Solo por comer allí merece la pena visitar Cork. El paseo -de 12 kilómetros de nada-, el madrugón y el viaje me dejaron en un estado lamentable. Cuando llegamos a las 3 a la recepción, me brillaban los ojos al ver tantos sofás (y salas de juego, gimnasio, que no pisamos en toda la semana, claro). Nos tumbamos y me quedé dormida al instante, sin ansiolíticos ni nada.

Al día siguiente, domingo, fuimos en bus a ver un simpático pueblo pesquero, Kinsale, con una fortificación, “Charles Fort”, en una montaña a 3 kilómetros. Al subirnos en el bus, otro numerito. Y eso que antes tuvimos la precaución de llevar monedas y billetes de 5 euros. Cuando vamos a pagar al chófer con un billete de 5, nos mira asombrado y dice: “con eso no tenéis ni para uno”, son 7 euros solo ida” (me lo tradujo mi hija). Como dos palurdas, le argumentamos, con lógica aplastante, que el anterior nos costó 2,2 euros. El hombre, con paciencia, nos explicó que no es lo mismo un trayecto de 15 min al aeropuerto, que otro de casi una hora al pueblo. Será la adaptación al clima.

Desde que planeamos este viaje, todo el mundo nos dijo que el chubasquero era imprescindible, en invierno y verano. Antes de salir miramos el cielo despejado y sin lluvia prevista. 24 grados al sol, en estado de máxima alerta por canícula ¡En Sevilla están invertidas las cifras y nadie se inmuta! El caso es que de pronto se nubla, empiezan a caer gotas y con la climatización del bus a punto de congelarnos. Cuando mi hija buscó en mi bolso algo con lo que abrigarse, no encontró más que unas chanclas de playa y un abanico. No daba crédito. Pero es que me dolían los pies y las llevé por si acaso y el abanico olvidé sacarlo del bolso. Luego, bien que nos hizo falta abanicarnos tras subir la larga cuesta al dichoso fuerte. 

Nunca vi tantos pelirrojos juntos, gente con la piel transparente de blanca y pecosa. No le temen a la lluvia y al frío, pero no me extraña que a los 22 grados saquen el paraguas para protegerse del sol. Se los reconoce a legua aunque hay una variopinta población inmigrante de todas las nacionalidades, especialmente hispana e italiana.

Cork es casi un pueblo, algo sucio y bastante oscuro, pero muy cosmopolita y variopinto. Tiene unos 200.000 habitantes -parecida cantidad de gaviotas, por el ruido que hacen- y dos grandes canales del río Lee que atraviesan la ciudad. Hay 24 puentes que salvan los canales, algunos solo peatonales, y los vecinos no se sobresaltan con unas pocas inundaciones por año, que les obligan a desplazarse en barcazas por las calles, como sus antepasados. Antiguamente, era un conjunto de 18 islas que se han ido “pegando” entre sí para agrandar la superficie habitable.

Parece que la ventajosa imposición fiscal de las empresas ha atraído a numerosas compañías tecnológicas y, de camino, al turismo. Y no está preparada ni para una cosa ni para la otra. Los irlandeses parecen los “nuevos ricos”, después de largo tiempo sumidos en la miseria: aún no han asimilado la riqueza ni en estilo ni en infraestructuras. Altos edificios modernos acristalados emergen entre una mayoría de modestas casitas bajas y oscuras. Con los restaurantes, hoteles y comercios pasa lo mismo. Y hasta en la calle se ve ese chocante contraste en el país con los sueldos más altos y la menor tasa de paro de la Comunidad: nunca he visto tantos “sin techo” (y contrahechos, trastornados y obesos) en la Europa que conozco.

Es el país de la cerveza -que no baja de los 6 euros- y cada bar tiene una fila increíble de grifos con diferentes tipos para ofrecer. También tiene una merecidísima reputación su carne de vaca, la mejor que he probado en mi vida, aunque la de cordero es excelente también.

La gente es agradable, acogedora y sencilla. Apenas se ven trajes por la calle, más bien “perro flautas” y han heredado el lamentable estilo inglés en la manera de vestir con combinaciones imposibles de describir. Muchos músicos callejeros: nos encantaba uno que cantaba con dulce voz conocidas baladas románticas ataviado con la equipación de fútbol de su ciudad -su tripa imploraba una talla de más-. Todo contrastes.

Las clases

Lunes, primer día de clase: vinimos a hacer un intensivo de inglés. A las 7h30 de la madrugada, desayunando en la cocina compartida de nuestra residencia nos encontramos a Mauricio (o era Aurelio, o Marcelo? Nunca aprendí su nombre), un italiano que hablaba en inglés con mi hija y ambos me miraban insistentes, interpelándome. Atino a decir para que me dejen tranquila: “I don’t Amsterdan English”.(evidente que quise decir: “I don’t understan English”). A partir de ese momento, igual de dormida, hablé en español, idioma que dominaba el joven, y pospuse un rato la dichosa inmersión lingüística. No son horas.

Un poco más tarde, ya en la escuela donde parece que rodaron la película de Harry Poter: un edificio enorme, antiguo, de ladrillos rojos y varias plantas. En la sala de recepción, cada profesor nombra a sus alumnos, que les acompañaban al aula. Una chica y yo nos quedamos huérfanas en la sala, una vez terminado el proceso. En un momento dado oí algo parecido a mi nombre, pero el apellido no tenía nada que ver con el mío y no me levanté. Y resulta que era mi nombre. Joper mi nivel de listening está en el subsuelo! Desconcertada, sigo a la profesora encargada de rescatar a los despistados como yo, a la que entendí por el gesto de la mano. Empezamos a subir escaleras una planta tras otra. Cuando estoy ya sin aliento y parece que por fin han terminado, veo en un recodo otro tramo más que llega a la buhardilla, donde están las clases de los torpes, imagino. En su día sería el campanario porque conté 76 escalones!. Esta escalada la hacía dos veces cada día. No sé si aprendí inglés, pero gimnasia sí que hice.

El aula en la buhardilla me recordó cuando de pequeña a la clase de los “torpes” se llamaba la “azoteita”, una sala en la planta alta a la que se llegaba por un pasillo que terminaba en el aula, aislada como si fuera un penal. Yo me reía por dentro de la casualidad. Pero se me borró pronto la sonrisa. La clase había empezado ya y tenía que haber un error, porque allí se hablaba inglés fluido y yo iba a aprenderlo. Desde casi cero. La profe iba a todo trapo y ni se paró en presentaciones. Fui dando trompicones hasta el descanso. Bajé y me tomé un café mientras meditaba si quedarme o irme. Le di una segunda oportunidad y afortunadamente había otro profesor en la segunda parte: un chico joven, pelirrojo por supuesto, calmado y con mucha más empatía. Se ve que en el mismo nivel, A2, llevar una o varias semanas o ser novata, es una enorme diferencia.

Yo estaba siempre cansada, pero mi hija me sobornaba para salir todas las tardes a hacer visitas culturales, musicales o gastronómicas. Nunca me arrepentí, especialmente el día que cenamos con unas simpáticas italianas y vimos bailar el típico baile tradicional. Pero mi cuerpo lo que pedía era un día entero sin salir de la cama. Para más inri, nos tuvimos que cambiar de habitación, en otra planta, el segundo día. Luego lo agradecí, porque me dieron una más grande con cama doble para mí sola y dormí como un bebé. En esta, la cocina era solo para las dos y eso era todo un lujo: no tener que balbucear inglés aún medio dormida.

El Titanic

La última nota la di el penúltimo día visitando el pueblo de Cobh: una preciosidad. Es el segundo mayor puerto natural del mundo -el primero dijeron que está en Australia- y la última parada que hizo el Titanic antes de lanzarse a un viaje sin retorno. Visitamos la preciosa catedral, las calles pintorescas y por supuesto el museo del Titanic, construido en el muelle donde 1.500 personas avistaron tierra por última vez. No soy muy amiga de este tipo de montajes, pero este me gustó. Nos hicieron una visita guiada muy bien ambientada y me dieron ganas de ver la película del mismo nombre. No, no la he visto.

Al final fui al baño y sin querer “tiré de la cadena” equivocada: no sabía que era una alarma. Es que en la habitación de la residencia, era igual solo que amarilla en vez de roja. Por lo visto, había un cartel y antes de hacer pis tendría que haberme puesto nada menos que a leer y traducir! El caso es que antes de que pudiera abrocharme los pantalones un Leonardo di Caprio moreno vino a rescatarme aporreando la puerta y gritando: “Madame, are you ok?” No sé por qué esa mezcla de idiomas, igual me tenían calada desde que llegué. El caso es que salí antes de que echara la puerta abajo porque no paraba de golpearla aunque mi hija le explicaba en inglés que yo estaba bien, que era un error. Salimos pitando de allí antes de que a mi hija le diera un flato de tanto reírse. La verdad es que la escena impresiona cuando durante media hora has estado escuchando hablar de los peligros que acechan por aquellos mares. Me vine sin saber a santo de qué ponen una alarma en un váter, querrán curarse en salud después del desastre del Titanic. ¡Ni calvo ni con dos pelucas!

Lo último de todo: el aeropuerto de vuelta. Voy a hacer la mochila y no me cabe todo -es que tuve que comprarme unas deportivas para aliviar mis pies-. Mi hija se había marchado ya y yo por principio, no contrato equipaje (me arruinaría, con lo que viajo!). Resolví devolver un vestido que me había comprado allí, porque total no lo necesitaba y unos centímetros -y unos euros- ganaría. Es el cuento de la lechera, porque fui a la tienda y en vez de devolver el vestido, me compré otro, así que salí con dos. En el aeropuerto, para no pagar de más, tuve que poner en práctica una estrategia que vi en internet: comprar dos bolsas vacías en el Duty free y llenarlas con todo lo que no cabía en la mochila. Funcionó. Lo que se aprende viajando.

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