La Tranca

Hace unos 5 años que vivo en Burdeos y todavía no sé del todo por qué cada vez que vuelvo a Sevilla, nada más comprar el billete, empiezo a desestabilizarme. Se podía pensar que es mi familia, pero no siempre y no toda. El territorio parece que guarda las memorias de lo que mi cuerpo y mi mente no pueden sostener. Nuestra naturaleza es increíble: apenas pensamos en ir a un lugar YA estamos en él, ya surte el mismo efecto, sufrimos las mismas consecuencias. Supongo que para bien ocurre lo mismo, pero lo negativo tiene secuelas más notables en cada una de nuestras células.

En esta última visita a Sevilla tuve que ir a por unas recetas y el médico que me recibió me llevó de viaje en el tiempo. Quizá es eso, cuando vengo a esta tierra en la que crecí, el pasado concentrado, aún no del todo digerido, se me acumula y me provoca un atasco, una indigestión. 

¡Tuve frente a frente a alguien con quien compartí experiencias inolvidables hace ya cerca de medio siglo! Era un antiguo miembro del club La Tranca. Mi hermana mayor formaba parte del grupo de jóvenes que lo crearon y yo, como una mascota, les acompañaba siempre que podía. Me encantaba estar cerca de ellos. 

Yo tenía 13 o 14 años, y ellos bordeaban la veintena. Apenas había salido al mundo, era una niña solitaria y acomplejada, aunque cualquiera que me conociera pensaría que era sociable y extrovertida. Me resultaba más interesante y más fácil relacionarme con los mayores que con los de mi edad, me sentía bien acogida por ellos. Los amigos de mi hermana decían que yo era “competente”, un término que se usaba entonces para describir a quien se adaptaba a cualquier ambiente, se avenía a cualquier situación. Y yo era una experta en camuflaje. Los observaba, y aunque algunas cosas me asombraban, hacía como que eran naturales para mí. Eran adultos comparados conmigo, y el descubrimiento y el aprendizaje me alimentaban, como a un sediento al que dan de beber.

Conocí y compartí más de cerca con las amigas: Toñi, Lola, Clara, Pilar… y muchas otras. Ellas habitaban otros mundos, otros territorios, con otros códigos y lenguajes. Vivían en pequeños pisos, tenían familias cortas, holgadas economías -eso me parecían porque se permitían más “lujos” que la mía. Sus padres parecían más amables, menos severos, o asustaban menos, pero les mentían para poder ir de acampada, por ejemplo. También les decían medias verdades cuando nos íbamos a estudiar al piso que mi tía tenía vacío cerca de mi casa. Lo había comprado en previsión para cuando acabara algún día su etapa de emigrante en Francia, precisamente.

Las chicas no tenían sitio para estudiar en sus pequeños apartamentos y decían a sus padres que venían a mi casa para preparar juntas los exámenes, para hacer los trabajos, los dibujos -muchas eran delineantes como mi hermana-. Nos íbamos allí, a una vivienda semi vacía, nos sentábamos alrededor de la mesa con nuestros libros, con nuestras batas de estar por casa, y con la emoción de ser libres de la vigilancia de los padres. Preparaban café y sopa de fideos deshidratada; a veces se llevaban fiambreras con comida, o hacían macarrones con tomates de bote y salchichas. Fumaban, charlaban, a veces se quedaban toda la noche a estudiar e incluso a dormir. Era una cueva, un santuario donde se confesaban, se compartía, se reía y algo también, de vez en cuando, se estudiaba.

Me extrañaban sus costumbres, su lenguaje. Recuerdo que alguna se ponía rulos para dormir y antes de irse, se pintaban. Yo nunca había visto gestos de coquetería en ningún miembro de mi familia. En mi casa era todo más estilo cuartel: orden, obligaciones, reglas, seriedad y responsabilidad. Todo era extraño, curioso, admirable.

Desde sus mundos tuve una nueva perspectiva del mío: Me resultaba curioso que mis padres nos dejaran ir de camping varios días al lado del río junto a un pueblo de Cádiz a un grupo de chicos y chicas, sin nadie mayor que nos “cuidara”. Mi madre remendaba a la máquina una vieja tienda de campaña que nos habían dado, toda rota. La misma gran tienda nos servía para todos. Nos fuimos en autobús a pasar unos días, quizá una semana, a final de curso. Hacíamos excursiones, lavábamos la ropa en el río, hacíamos la comida en un infiernillo y dormíamos en el suelo, en una capa de perfumadas hojas de eucalipto.

A veces íbamos a un chiringuito cercano, una choza de madera, donde nos tomábamos un refresco para merendar. Remedios, que regentaba el negocio y conocía a nuestros padres, nos preparaba algún que otro día un buen potaje de garbanzos con verdura que nos sabía exquisito por más calor que hiciera.

Los chicos eran otro mundo. Más extraño, más misterioso. A casi todos les llamábamos por el apellido. Y casi todos, aunque eran la mayoría de origen modesto, estudiaban en la universidad. Uno era médico -el que encontré hace pocos días-, otro estudiaba económicas, otro arquitectura, otro derecho… profesiones que apenas sabía bien en qué consistían. No tenían dinero para ropa o viajes, algunos trabajaban los fines de semana como pintores o empapeladores, pero sus estudios eran sagrados. Tenían largas conversaciones sobre la vida, el mundo, que yo no entendía. Fue la época de la muerte de Franco, el miedo a señalarse estaba aún presente, incluso luego de su muerte, había que ser prudente. No recuerdo que hablaran abiertamente de política, más bien de su ideal de sociedad aunque no lo denominaran así. Y ponían en práctica esos ideales.

Los había más bien acomodados, de ideología conservadora y, en el otro extremo, algunos que se podían llamar antisistema. Uno de ellos -no recuerdo su nombre- era el más radical de todos. El único que no era universitario, el único rubio, tenía el pelo más largo que los demás, el más filósofo y tocaba de maravilla la flauta travesera. Más tarde se echó una novia que parecía el espíritu de la golosina, delgada como si fuera puro aire. Angeles, se llamaba y tenía una larga melena de pelo fino y rubio. Años más tarde supe que estaba encantado con su trabajo de enterrador en el cementerio municipal.

No sé cómo ni por qué decidieron un día alquilar juntos una vieja casa en el pueblo. Creo que era porque todos andaban cortos de dinero y reunirse en los bares les costaba un pico. Así, cada uno ponía una pequeña suma para pagar el alquiler y colocaron un cartel encima de la puerta con su nombre: “La Tranca”. Nunca supe el motivo del nombre, aunque lo imagino. Era una vieja casa casi ruinosa y yo participé de su entusiasmo por adecentarla. No tenían dinero para pintar, así que compraron dos rollos de papel de envolver: uno marrón y otro azul y forraron las paredes con él. No lo pegaron, sino que lo fijaron con puntillas y trocitos de cartón a las paredes que era más barato. Quedó bien. En una de las habitaciones pusieron una mesa inclinada para dibujar, en otra un viejo tocadiscos, fue destinada a escuchar música. Otra era la dedicada a los juegos, sobre todo el ajedrez, al que jugaban todos los chicos y llegaron a hacer ligas. En la cocina, un viejo frigorífico estaba cargado de bebidas, una tabla con los precios y un cesto donde se echaban las monedas de lo que se retiraba. Se hicieron turnos de limpieza y para reponer las bebidas. Se organizaban bailes, fiestas de cumpleaños, de disfraces. 

Más que un club -ni siquiera creo que estuviera registrado como tal- era una cultura, era el símbolo de una época, un estilo de vida, una manera de vivir la utopía de un mundo diferente, donde la responsabilidad y el compartir presidieran la convivencia en lugar de la autoridad coercitiva que aún nos limitaba.

Recuerdo cuando en Semana Santa o el día de la romería del pueblo, en lugar de ir a las procesiones, nos gustaba ir a pasar el día al campo. Hacer una fogata, jugar partidillos de fútbol, la charla filosófica en torno al fuego, cantar canciones protesta de Víctor Jara o de Atahualpa Yupanqui… era nuestra manera de demostrar que otra vida era posible, que no queríamos formar parte de lo establecido. Nos encantaba alardear a la vuelta, ya bien entrada la tarde, de nuestros manchurrones en la ropa al pasar entre los que, con trajes recién estrenados, iban a ver las cofradías.

Algunos socios y simpatizantes del club se fueron emparejando y mi hermana, que trabajaba y estudiaba, no tenía tiempo de nada. No sé cuando ni por qué se disolvió el clan o cuando y cómo dejaron la casa. Pero el grupo de amigos siguió vivo mucho tiempo, de alguna manera hasta hoy. Eso que crearon lo llevarán dentro aunque se hayan aburguesado. De alguna manera, entraron por el aro: profesiones liberales, comodidades, trabajos de responsabilidad, ascensos. Como símbolo de esa continuidad pusieron su nombre «La Tranca» a una caseta cada en la feria del pueblo. Menos apocalípticos y más integrados, como diría Umberto Eco, pero más humanistas que muchos otros, quiero pensar.

Conocí a mi primer marido gracias a la Tranca. Esa fue la excusa que nos hizo empezar a conversar y que me alejó definitivamente de ellos. Pero esa es otra historia. Hoy quería dejar constancia de la emocionante aventura que viví con esta pandilla de amigos y amigas de mi hermana mayor y agradecer su generosidad para conmigo.

Anduve enamorada de uno de sus miembros. Un deslumbramiento platónico del que solo él tenía sospecha. Era la admiración de un estado de ánimo, de un ideal, de una manera de entender el mundo que se materializó en una persona. Mientras viva, siempre me acompañará el recuerdo de esas vivencias. Ver al médico el otro día despertó todos esos rastros que creía tan enterrados, tan diluidos, pero tan vivos. Me pregunto si no solo no existe la distancia, sino tampoco el tiempo.

4 comentarios en “La Tranca

  1. Avatar de Soledad Soledad

    Qué recuerdos me ha traído tu relato de la « tranca » madre mía.
    durante mi adolescencia en Valladolid en la época que tu describes existían « las buhardillas » que eran últimos pisos de viejos edificios en los que ya nadie quería vivir y que se alquilaban a pandillas.
    tradicionalmente pagaban el alquiler los chicos y las chicas íbamos de invitadas…

    ni te cuento la cantidad de fiestas y guateques que organizábamos y la cantidad de parejas que tuvieron que casarse « de penalti «  gracias a ellos 😉

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