Con la maleta todavía llena de mi largo verano en Sevilla, con los ojos aún convalecientes, emprendí viaje a Marsella y la Provenza francesa. El primer día, 13 horas sin descanso entre el viaje, que comenzó a las 5 de la mañana, la instalación en un alojamiento del viejo puerto, la visita guiada a pie para tener una visión general… acabé destrozada.
Pero es una preciosa ciudad llena de influencias mediterráneas, una encrucijada de culturas de oriente, del norte de África y de los demás países ribereños, muy especialmente de Italia. Apenas parece que estemos en la elegante, distante, refinada Francia. Y no es porque a Marsella le falte belleza. Su gran puerto rectangular en medio de la ciudad, lleno de veleros con sus estilizados mástiles y su mercado diario de pescado en el muelle, es todo un espectáculo. El enorme espacio que rodea la enorme U del viejo puerto, de 26 siglos de historia, contiene un gran contraste de edificios y estilos: el ayuntamiento, vestigio del barroco, otros de la última posguerra, puro hormigón y líneas rectas, o la gran plataforma cuadrada con un gran espejo en el techo que duplica la vivacidad y el gentío incesante que pasa por allí.
El segundo día tocó visitar los fuertes que franquean el puerto y dos de los museos aledaños: el Muceum y el Cosquer. El primero, un cubo recubierto de un singular bordado de hormigón, con poca cosa interesante dentro. El segundo, una original reproducción de las cuevas submarinas pintadas en la prehistoria, que encontró el siglo pasado el buceador de Cassis (ciudad vecina) del mismo nombre. Merece la pena verlo, sobre todo porque la visita es sentada en un vagón que recorre las galerías. Ya creía que no podría terminar el día de cansada que estaba, pero pude llegar hasta la impresionante catedral de estilo neo bizantino, La Majeur, alzada junto al mar, al lado de las ruinas de la antigua iglesia que vela por los marineros. Cerca, el enorme museo de la Charité que tuve que dejar para el día siguiente porque no podía con mis huesos.

Cuesta creer que en la plaza frente al hotel más lujoso de Marsella, a 3.000 euros la noche, se guillotinó hace solo 47 años al último reo, un joven tunecino. (yo tenía 15 años!!) Un país tan identificado con la libertad y los derechos humanos, abolió hace solo un rato, en 2007, la pena capital, tras un reñido debate entre los diputados.
Todo el mundo habla de la inseguridad de Marsella y parece que quise comprobarlo. Elegí comer en pleno barrio de Les Paniers, tradicional refugio de maleantes que en sus empinadas, estrechas y retorcidas calles, encontraron un lugar privilegiado para eludir a las fuerzas del orden. Calles enteras decoradas con grafitis, macetas apiñadas (plantas brotando en una bota, o en orinales antiguos) y paraguas, sombreros o sujetadores colgados en cuerdas de acera a acera a modo de decoración. Es el barrio bohemio por excelencia, y por eso su emblema es la cigarra (del cuento la hormiga y la cigarra).
Para que tuviera emoción la cosa, el bristrot elegido (sin darme cuenta, lo prometo) se llamaba Les Pistolets -de las pistolas- y uno de los cocineros, que a veces se asomaba a la terraza a fumar un cigarrillo, portaba una tobillera electrónica de presidiario. Si pensamos que un expresidente del gobierno de aquí también lleva una, tampoco es para tanto. Pero no hacía falta mirar la tobillera para asustarse, su expresión era sobrecogedora: ni en los dibujos animados se ven caras de malo tan bien perfiladas. El peor momento que pasé allí fue cuando decidí ir al servicio (otra vez, sí) y un camarero me indicó que había que bajar una escalera bastante retorcida y antigua, para llegar al tugurio. Me advirtió serio que tuviera cuidado con el perro, que era grande pero manso. Me quedé petrificada (me asustan los perros hasta de porcelana) mientras calculaba mentalmente el trayecto hasta “mi casa”. Segundos después, que me parecieron eternos, esbozó una sonrisa siniestra y me aseguró que era broma. El caso es que salí de allí con vida.

A pesar de todo me sentía como en casa. Hay un barrio bastante céntrico llamado Capucins que parece un parque temático del magreb, igual que en Burdeos: atestado de tiendas y tenderetes que venden todo tipo de especias, artesanía y comida preparada o cosas de segunda mano. ¡Uno incluso vendía solamente dos cajas de aspirinas!! Cosas de franceses, por muy árabes que sean.
Los jabones son otro clásico de la zona. Yo tenía que visitar el museo y una fábrica donde hacían el conocido jabón de Marsella con procedimientos casi artesanales (los hay más industriales, claro). Olor a limpio por todas partes. Menos la estación de Saint Charles. Una moderna y gran estación de tren en pleno centro, un reducto de porquería arrinconada junto a las paredes y bajo los bancos. Se diría que estaban en huelga los trabajadores de la limpieza. Pero no, parece que es su estado natural por una razón que no alcancé a entender.
Los marselleses en general son sociables, ruidosos y abiertos. Con larga tradición multicultural, es el lugar donde he visto más parejas mixtas (blancos negros) en toda mi vida. Como tampoco esto pretende ser una guía de viajes, dejo en el tintero la visita al fastuoso palacio de Longchamp con su espectacular fuente, o el resto de museos, edificios y avenidas visitados en 4 días.
Como despedida, un paseo en barco por las islas frente a la costa, donde me di un chapuzón frente al castillo de If, mítica fortaleza rodeada de agua de la que escapó el famoso Conde de Montecristo.
Quedaron unos días para recorrer un poco la Provenza. Primera parada en la mítica Saint Tropez que tanto aparecía en mis libros de texto cuando estudiaba la lengua. Tiene una merecida fama por sus lujosos yates y su casco antiguo bien conservado y nada masificado (será que llovió ese día, o que las boutiques se llamaban Hermes o Loewe?).

Luego una ruta por la montaña, impresionantes paisajes con bosque de un parecido asombroso con la serranía del parque natural de Los Alcornocales, en Andalucía. Una parada en las gargantas: Les Gorges du Berdun, en medio de unos parajes que quitan el hipo, donde los amarillos y rojizos del otoño resplandecían entre tanto verde. Hubo un momento complicado en medio de esas montañas perdidas con pequeñas agrupaciones de casas que no merecían llamarse pueblos, a media hora de distancia unas de otras. Reservamos al atardecer un alojamiento y llegamos al pueblo equivocado. Anocheciendo, encontramos la casona de piedra con buena pinta. No había cobertura de internet, ni siquiera el teléfono funcionaba y la puerta estaba cerrada. No había nadie. 12 kilómetros de intrincadas curvas de ida y otros tanto de vuelta para poder hacer una llamada y enterarnos dónde habían dejado la llave. Nos habían enviado un mail con instrucciones, pero lo recibimos el día siguiente. Entramos en la habitación a las tantas, sin cena ni desayuno (habíamos comido un bocata a las 4 de la tarde) pero dormimos como bebés agotados de carretera y de emociones. Al amanecer el paisaje era de cuento: un riachuelo al lado de la casona de piedra, suaves cumbres bañadas de verde y pinceladas de amarillo y rojo de hojas caducas y un silencio… muy bucólico todo. Pero salimos pitando a recorrer los 15 kilómetros que nos separaban del desayuno, el mejor que recuerdo del viaje.
Aix-en-Provence era otro lugar que no quería perderme y no me decepcionó. Ciudad universitaria con un gran centro histórico, muchísimas fuentes, muy buen ambiente y como toda la zona muy influenciada por Italia fronteriza. Nimes tampoco se queda corta -sin embargo Arles fue decepcionante- y algunos pueblos de la costa pusieron el colofón al periplo.
Un maravilloso territorio en el que me hubiera quedado 8 meses en lugar de 8 días. Me gusta palpar los lugares y saborearlos con calma más que pasar de largo. A pesar de la rápida visita, pude captar la fragancia de la cultura, el arte y el modo de vida de Italia, presente por toda la región, y agradezco haber catado su perfume aunque sea de pasada.
Gracias amiga por mostrarnos de tu mano esa ciudad tan compleja.
Contigo ha sido muy agradable.
Un abrazo
Castillo
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Gracias a ti por tus palabras, por seguirme. Hasta pronto!
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Hola amiga viajera. Entonces este otoño tocaba Marsella y la Provence. Que afortunada eres de poder descubrir esas bellísimas regiones y de disfrutarlas con tanto sentido de la aventura.
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Gracias, Soledad. Me encantan tus comentarios, siempre tan precisos, tan cariñosos.
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