Ketamina en Barcelona

Hice el viaje a Barcelona. Y también los ocho “viajes” de ketamina previstos durante mi estancia de 4 semanas. Al primero llegué sin pegar ojo la noche anterior y muerta de miedo. Y con razón: es mucho más fuerte de lo que podía imaginarme y no sabía si reuniría fuerza y valor para los siguientes. Pero acudí sin falta a todas las consultas, 2 veces por semana, acompañada del susto, afortunadamente cada vez más pequeño. No me explico por qué la gente hace “viajes” de este tipo por puro placer. 

La estancia en Barcelona fue muy intensa y enriquecedora por muchas razone. A además de por la ketamina, empaparme como nunca del arte catalán, de su gente, sus comidas, sus avenidas, ha sido un auténtico gozo. Retomé contacto con algunos parientes y he conocido a otros, una experiencia preciosa. Pero voy a centrarme..

Me he sentido muy afortunada de probar la experiencia con la ketamina que no recomiendo a nadie. Pero si se hace, aconsejo vivamente que se haga junto a personas expertas, que sepan acompañar y que puedan atender cualquier eventualidad. Yo tuve la suerte de hacerlo en la clínica Synáptica, dirigida por el siquiatra Dr. Obiols, y me acompañó en todo momento la sicóloga y doctora Estefanía Moreno. Desde aquí mi agradecimiento por su humanidad, su sabiduría y su profesionalidad.

Cada sesión, en ayunas para evitar las náuseas, comenzaba con una consulta sicológica donde analizamos sueños, temores, expectativas. A continuación me tomaban la tensión arterial y el médico me inyectaba una dosis variable -iban jugando con distintas intensidades para estudiar las reacciones- cuyo efecto duraba alrededor de una hora. Emprendía el viaje, acompañada en todo momento por la doctora, con un antifaz negro, unos auriculares con música ambiente y tumbaba en un sillón reclinable, que preferí a una cama. Por último, casi otra hora de charla para analizar lo vivido y un nuevo control de la tensión, que esta droga suele alterar. A estas alturas creo que a nadie se le escapa que “viaje” es el efecto que tiene la ketamina -como cualquier otro alucinógeno-, en la persona que la consume. A otro nivel también las benzodiazepinas provocan un alejamiento de nuestras propias emociones para poder sobrellevarlas, pero las drogas psicodélicas producen un estado alterado de conciencia mucho más intenso.

Cada sesión fue diferente, pero el miedo siempre estuvo. Sentía cómo la sustancia subía bastante rápido la intensidad de las sensaciones en mi cuerpo y mi mente, se mantenía un tiempo en la cumbre y empezaba a bajar mucho más lentamente. Siempre quedó una conciencia de mí misma, ya que la cantidad administrada es por lo visto sub anestésica, pero en todas ellas sentí la disolución más o menos radical del YO. Es como si quedara una conciencia que observaba, pero no el yo que dirige, que enjuicia, que razona y busca explicaciones a lo desconocido.

Yo estaba ahí, pero como si no habitara mi cuerpo, lejana. Consciente, pero paralizada, sin poder moverme y percibiendo estímulos desde todos los sentidos, provocados por la sustancia. Es la vulnerabilidad total. La mayor parte eran sensaciones, visiones, olores, sabores… con la particularidad de que a veces todos los sentidos se mezclan: no sabes si hueles el color azul, o lo saboreas, o lo ves. Es lo que llaman sinestesia.

Al principio sentía la resistencia de la mente a la “subida”, donde el yo asustado me alertaba con eventualidades de todo tipo: los típicos “y si… y si…” Pero una conciencia poderosa se abría paso y ni siquiera entraba en el juego de contestar: estaba calmada y segura. Es como si una parte de mí dijera: “estás loca, ¿y si te mueres? ¿para qué te metes en estos líos? ¿Y si te entran náuseas o una subida de tensión o un ataque de pánico? y otra decía: “estás en las mejores manos, nada te puede pasar, confía, entrégate…” Pero luego ya, ni eso. Solo observar, sin juicio, atentamente. Solo aceptar lo que pasaba. Aunque no comprendiera nada, aunque sabía que nunca podría explicar la experiencia, lo inefable. Confiar, aceptar.

Y esta es una de muchas lecciones que aprendí esos días. Todo el mundo “sabe” (con la mente) que hay que aceptar para evitar el sufrimiento, que hay que confiar. Pero cuando “vives” lo que es la aceptación y la confianza, algo te transforma, poco a poco, sutilmente.

En las dos primeras sesiones le pedí a la doctora que me cogiera la mano y la tuvo entre las suyas toda la hora. Pero en mi viaje me di cuenta de que no podía flotar, volar o moverme con libertad si dejaba el ancla echada: la mano. El cuerpo, en cualquier caso, no se mueve en absoluto, pero entendí el precio que hay que pagar por la pretendida seguridad de apoyarnos en los demás. A partir de ese momento, no hizo falta la mano. Otra lección.

En algunos viajes pude ver palabras enormes delante de mí: “alegría”, “disfrute”, “amor”, “confianza”, o expresiones enteras como “soy suficiente, soy válida”,“miedo a la muerte”. Unas pasaban de largo, otras se quedaban y bailábamos, y otras querían provocarme y se iban aburridas de no conseguirlo. 

En otros momentos tenía visiones abstractas: masas móviles que dibujaban figuras en movimiento, a veces todo negro o con solo una gama de colores. Imágenes influenciadas sin duda por el modernismo catalán, que me impactó profundamente en las visitas que hacía los días libres. En otros tenía la clara sensación de que todo lo percibía por el ojo izquierdo, o que el sentido del olfato se afinaba muchísimo. Solamente en uno fui a “visitar” a mis hijos, algo muy gozoso, pero no era yo quien decidía cuándo, ni cómo, ni el tiempo que estaba con ellos, ni lo que hacía. 

Si sentía náuseas -solo en los primeras sesiones-, respiraba lentamente y se disipaban. Notaba cómo tragaba saliva. Sentía mi cuerpo como un minúsculo pez transparente, de esos que viven en zonas abisales, y un líquido pasando a través de la tráquea. A veces sentía que me movía hacia arriba a toda velocidad, o en otras direcciones, o un deslizamiento lento, o las imágenes venían hacia mi en vez de ser yo quien me desplazaba…

Pero bueno, es difícil explicar una experiencia de este tipo, y ocho, mucho más. Solo quería dejar unas pinceladas acerca de qué va la cosa. Y confirmar que no hay transformación “mágica” por hacer un viaje, ni ocho. Es una herramienta poderosa de autoconocimiento, una palanca que te hace crecer, en las condiciones adecuadas de la persona y del entorno.

El último viaje que hice, con 45 mg de ketamina, me pareció a lo que cuentan que es una experiencia cercana a la muerte. Vi el mundo que vivimos como un rudimentario juego infantil, incluso las experiencias que tenemos de acceder a otras dimensiones y que parecen extraordinarias, son también juegos. Juegos de una especie de conciencia que juega ella misma, materializando este mundo como lo conocemos. Y nosotros somos los personajes. Y ser personaje es estar vivo, y eso significa sentir la alegría, el dolor, la tristeza, el amor y el gozo. Vivir es sentir, sentirlo todo. Contemplé que somos una minúscula mota de polvo en el universo y somos al mismo tiempo todo el universo. Que el vacío es lo mismo que lo lleno, que no sabemos nada y que no podemos saber, porque escapa a nuestras capacidades de humanos de juguete rudimentario. 

Había una luz redonda, amarilla, suave. Me pregunté si podría ir hacia ella, pero no fui, no me “llevó” lo que fuera que gobernaba. Es como si yo quisiera experimentar la paz completa de esa cálida luz y algo me dijera suavemente: “todavía no”. 

La experiencia me invitó a aceptar con humildad el misterio de la vida. Incluso el misterio de la muerte. Fue una gran sorpresa para mí, que desde hace mucho digo que no tengo miedo a la muerte porque la identifico con la nada, con el estado del durmiente que ni siquiera sabe que duerme. En ese viaje se desmontó esa defensa que evita el miedo a lo desconocido. No sabemos nada y eso puede ser inquietante, pero al mismo tiempo liberador: no hay nada que debamos hacer. 

He aprendido muchas cosas en los “viajes”, gracias al trabajo terapéutico que los acompañaban y a los sueños tan reveladores de esas semanas. Es como si mi cuerpo hubiera comprendido qué es lo que me viene bien para disfrutar, para crecer; que el miedo cuando se afloja y se acepta, se disipa; que la confianza acude a mi rescate cuando quiera; que hay poder en mi interior; que no soy más que una mota de polvo en el universo y que no controlo nada de nada, así que mejor no afanarse. Y esto no me invita a la irresponsabilidad o la desesperanza, sino todo lo contrario: a actuar sin ansia.

Además del bonito recuerdo (a pesar del miedo) del encuentro profundo y honesto conmigo misma a través de estas sesiones, he reducido mi medicación desde hace un mes a la mitad y espero continuar -con supervisión médica- hasta conseguir acabar con mi adicción a las benzodiazepinas. Porque puedo. ¡Para algo sirve contactar con el poder interior! Bueno, la humildad me dice por el pinganillo que si necesito la medicación de por vida, tendré que aceptarla. 

Es lo de siempre, pero con más alegría.

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