Hace poco fui a Barcelona a aprender, pero es en Sevilla donde me estoy examinando. Allí conecté con mi fuerza, con mi determinación. Aprendí a relativizar, a aceptar, a confiar. Di un zapatazo en el suelo con energía para dejar atrás años tiznados de impotencia, de miedo y de debilidad. Pero nada más aterrizar en Sevilla, el nido de donde salí un día se convierte en un avispero: todo se pone patas arriba y me veo obligada a utilizar viejas y nuevas herramientas para navegar en este océano turbulento que es la familia. Esa compleja maraña de personas con las que me crie y con las que fantaseaba aún con tener un vínculo que yo misma me había inventado. Lo construí siendo niña y aún no estaba del todo desarticulado. Y nada ocasiona más sufrimiento que vivir en la ilusión, anhelar que las cosas sean de una manera en vez de aceptar lo que realmente son. Y nada es más enriquecedor que darse cuenta ello y poner remedio.
La infancia me marcó, como a todos. Crecí en medio de un grupo de individuos solitarios, rotos, unos perfectos desconocidos, sobreviviendo cada uno como pudo en un ambiente hostil. Era una casa modesta en tamaño y recursos, pero no es la escasez de medios lo que más determina la crianza y condiciona la vida. Es la relación que se genera con cada uno de los miembros de la familia, especialmente con los padres o figuras principales de referencia -como le llaman-, en el caso de que sean otros los cuidadores.
No era un ambiente seguro ni física ni emocionalmente, sino una familia disfuncional en toda regla. Todavía lo sigue siendo y nada puedo hacer para enmendarlo. Parece una obviedad, pero es importante que tome conciencia de esto, que me lo crea de verdad.
Mis padres eran niños heridos, sin recursos emocionales ni de ningún tipo y me hirieron reproduciendo conmigo lo vivido en sus carnes, lo que habían aprendido. Durante estos años de trabajo personal pude aceptar que hicieron lo que pudieron, que se equivocaron, como yo lo hago, y que nada se puede hacer por cambiar lo que pasó, solo aprender a vivir lo mejor posible con un bagaje que me acompañará siempre.
El trauma no lo provoca solamente una catástrofe o un episodio doloroso. La mayoría de nosotros arrastramos traumas complejos, situaciones estresantes que se han repetido, sostenidas en el tiempo, y que han terminado por modelar nuestro sistema nervioso, configurar nuestra personalidad y convertir la vida en un gran desafío. Se puede estar traumatizada también por omisión: por falta de contacto físico, de validación, de reconocimiento, de afecto. Por un sutil y continuado abuso, por un ambiente de violencia verbal, sicológica o emocional, aunque no sea contra uno mismo, sino en lo que te rodea, que te hace sentir en constante alerta, vivir con miedo permanente, amenazada.
Elijo pensar que nadie tuvo intención de herirme conscientemente, como yo no quise lastimar a mis hijos, que también lo hice. Pero es verdad que intento hacerme cargo de mi responsabilidad: aprendí a pedir perdón, me atreví a mostrar mi vulnerabilidad, armarme de coraje y empezar de cero a hacer las cosas de otra manera.
Durante años trabajo para sanar el vínculo con mis progenitores -es un propósito del todo egoísta- pero la tarea es más larga de lo que parece. Me falta por ejemplo dejar de querer salvar a nadie por lealtad, dejar de poner al otro, sea quien sea, por delante de mí misma, me falta poner límites claros y respetarlos para que otros los respeten. Ese límite es la prioridad en el cuidado hacia mí misma que me debo y que merezco. Esa es, además, la lección que quiero transmitirle a mis hijos, si es que quieren aprenderla.
Cuando los padres no están centrados, entre los hijos se desata la guerra, la batalla por recibir las migajas de afecto, cada uno con su estrategia: el rebelde, el desafiante, el sumiso, el dominante, el independiente, el hiperresponsable. Si esas relaciones no se sanan, es complicado mantenerlas en la adultez sin que sigan horadando las heridas. Mantenerlas a toda costa en aras de la sangre compartida no tiene ningún sentido. Los personas que compartieron mi infancia son ya adultos, disponen de información y recursos a su alcance, y sobre todo de la libertad para elegir cómo quieren vivir sus vidas.
El otro día oí a un sicólogo decir que el rasgo definitorio de la familia disfuncional es la falta de comunicación (porque no se puede, porque no hay herramientas, lo que sea, pero no hay verdadera comunicación). Y es que el trauma está menos ligado a la gravedad de los hechos vividos que a la soledad con la que se viven, al aislamiento, a la incapacidad de expresar, a la falta de alguien que comprenda y valide lo que se siente. Hoy día sigue habiendo niños que viven guerras, catástrofes, hambrunas, pero no todos acaban (los que sobreviven, claro) traumatizados. Parece que la diferencia es poder contar con algún soporte, alguna persona de referencia que los sostenga mientras atraviesan el espanto.

Cuando tenía unos 5 años hubo un día en el que sentí ese apoyo. Fue un momento, insuficiente, pero un botón de muestra de lo que podría haber sido la norma y que no lo fue. Yo era endeble y comía poco. Mi madre se impacientaba y le fastidiaba que no me terminara el plato: me castigaba, me guardara la comida, no me dejaba levantarme de la mesa hasta terminar. Yo lloraba, realmente no podía tragar un bocado más sin que me dieran arcadas y no sabía cómo escapar de lo que yo vivía como un arrebato de locura de la persona a mi cargo. Mi vecina vino un día en uno de esos momentos y le dijo a mi madre: “déjala, mujer ¿No ves que no es que no quiera, es que no le entra nada más?”. Sentí que alguien me había “visto”, me comprendía, me trataba con respeto, me defendía. Solo fue un día, un momento, pero me dio esperanza en que otra relación de cuidado es posible, aunque yo no la tuviera. Nunca lo olvidaré.
Como en la familia disfuncional la conexión genuina es imposible, la batalla, las disputas, los cotilleos y los secretos son la norma en lugar del diálogo sanador. El que más grita, el que más rabia expresa es el que se impone. Unos se retiran para protegerse, en una trayectoria centrífuga, orbitando a distancia para no ser engullidos por la apisonadora del clan. Otros combaten para asumir el liderazgo o se vengan cuando lo pierden. En este contexto, cualquier propósito de expresión abierta y honesta se toma con desconfianza, como una amenaza y se castiga o se desprecia en el mejor de los casos.
Para mí, tener genes semejantes no es lo más importante en un vínculo. La familia es un organismo vivo, es solo un conjunto de personas que pueden ir variando -porque somos seres en evolución- con las que establezco una relación de respeto, de afecto, de comprensión y de complicidad. El hecho de compartir la sangre no es lo esencial para mí. Esto lo aprendí cuando en los momentos de más vulnerabilidad y necesidad de mi vida no conté con el apoyo de mi estirpe.
Pero mi propósito en la vida es no dejarme sumir en el rencor, mantener mi corazón blando y mi mente abierta. Agradecer lo que tengo, lo aprendido, lo que vivo cada día, aunque no siempre sea gustoso. Decidí hace mucho que mi herida primigenia no arruinaría mi derecho a disfrutar. Al contrario, que me haga crecer, me ayude a ser mejor persona, más fuerte, a conocer y a querer quien realmente soy en vez de anhelar que lo hagan otros en mi lugar. Aunque mis padres no me quisieron como me hubiera gustado, sin proponérselo me señalaron el camino hacia mi verdadera casa: yo misma. A veces eso implica decir no, alejarse, decir cosas que no agradan, decepcionar a otros, sentir la exclusión y la soledad. Duele, pero vale la pena. Nada que no mejore un maratón de series de Netflix, una buena conversación con amigas y una ralentización en mi programa de reducción de pastillas.

Con la idea de familia hay que tener cuidado: ese ente de donde surge la vida y del que no es fácil cortar el cordón umbilical, corre el riesgo a veces de engullirnos, de impedirnos el crecimiento. La distancia adecuada no es mucha ni poca, la justa. No hay reglas. Lo que para unos está bien para otros será demasiado. Lo que pudimos soportar en un momento puede que no sea posible en otro. Yo he sido madre y me he equivocado y he dañado sin querer a mis hijos. Mi madre también lo hizo conmigo. Yo he tenido medios para comprender, para aprender y enmendar. Ella no los tuvo. Por eso la comprendo, la respeto y siento compasión por ella, aunque eso no impide que tenga que seguir protegiéndome, incluso de ella.
Cada vez digo más “adiós mamá”. Y “hola” a la nueva madre que crece más y más fuerte, paciente y amable dentro de mí.

oye seguro que vas a aguantar hasta finales de mayo ? 🫣
recuerda la frase del general De Gaulle « prends de la hauteur, il y a moins de monde «
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Nunca mejor dicho lo de De Gaulle!. Qué sabio y qué divertido! Me dejaré sentir. La removida pasó, y voy adaptándome a la nueva realidad. Mientras siga estando bien, me quedaré lo previsto. Si no, cojo un vuelo, un tren o un blablacar y me planto allí en dos patadas. En estos momentos valoro especialmente el apoyo de la gente que aprecio y que me hace bien. Como tu. Gracias por estar ahí y por tu comentario.
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