-No se puede hacer nada, dejó testamento vital y no podemos reanimarlo -dijo el médico en la puerta de la habitación del hospital.
Mi madre se echó a llorar y corrió a sentarse en el extremo del pasillo. Su marido desde hacía 50 años, había amanecido aparentemente muerto. La víspera salió bien de su tercera y más difícil operación en dos meses, donde le transfundieron varias bolsas de sangre. Pero desde las ocho de la mañana no respondía a ningún estímulo: ni en los pies, ni los ojos… yacía inerte en la cama.
-Si continúa así, lo más probable es que fallezca -añadió el médico.
Llevé a mi madre a la capilla y le ayudé a dejarlo ir. Yo sentía una extraña serenidad, un aplomo desconocido:
-Si ha llegado su hora, lo mejor es no forzar las cosas, déjalo que se reúna con mi hermano. Es mejor eso a que se quede en medio de ninguna parte -trataba de consolarla.
Mi padre, desde que cumplió los 79, ha estado más en el hospital que en su casa. Una verdadera tortura. Mi hermana mayor, enfermera con experiencia en mayores, tenía razón: cuando le dieron el diagnóstico de cáncer de vejiga en estado avanzado, tenía que haberse quedado en casa y ya está. Más tarde o más temprano, avanzaría y llegaría la muerte, pero al menos no con tanto sufrimiento. Es curioso que mi padre, que siempre dijo que cuando llegara su hora no quería poner parches ni alargar el tiempo, aceptó sin rechistar el consejo del médico de someterse a una intervención, que al final fueron tres, y a la quimioterapia. Ni mi hermana, ni nadie, nos atrevimos a contradecirle.
Los últimos 20 años de su vida vivieron en una casita en el Valle de Ocón, en La Rioja. Desde que mi padre se jubiló y dejó atrás por fin a la odiada empresa metalúrgica donde trabajó toda su vida. Los dos se habían criado en un cortijo y su sueño era vivir de nuevo rodeados de olivos y cultivando la tierra. Allí pasaron los mejores años de su vida, reconocía mi padre cuando íbamos a visitarlos. Él convirtió un empinado olivar, el más barato que encontraron, en un auténtico vergel. Cubrieron una vieja cantera que había y plantaron olivos nuevos encima, aplanaron los picos, arrancaron viejas pitas y de un pedregal brotaron árboles y plantas. Cada año cosechaban como para dar de comer a un regimiento, pero nunca vendieron nada. A todo el que pasaba, le regalaban patatas, pimientos o cebollas, lo que tuvieran en el momento. Cuando les desbordaba la despensa de tomates, berenjenas o caquis, mi madre hacía mermeladas y conservas de judías o pisto. Mis preferidos eran los pepinillos en vinagre. Yo les llevaba de vez en cuando bolsas llenas de granos de mostaza que compraba en un semillero de Calahorra, y a cambio me traía un montón de botes de pequeños pepinillos, que mi madre cerraba al vacío poniéndolos a hervir en una olla grande. Solo recordarlos se me hace la boca agua.

Cuando recogían las cosecha de aceitunas, las llevaban a moler al molino de aceite y luego nos regalaban cajas llenas de botellas de aceite. Teníamos para todo el año. Era un aceite exquisito, dulce, redondo, ninguno se le parecía, ningún otro nos gustaba. A él le encantaba tratar con mimo a sus olivos: hacerle los pies, podarlos, curarlos cuando estaban enfermos, recrearse mirando el abundante esquimo y, a veces, injertarlos.
Una parte de la cosecha de aceitunas, unas verdes y otras negras, las preparaban para comer directamente. Algunas las rayaban pasándolas a través de los orificios con cuchillas en una tabla de madera, otras las machacaban y otras las aderezaban enteras. Tenían varias recetas heredadas de sus antepasados para prepararlas, a cuál más buena. Primero las ponían en agua en grandes cubos con una tapa y una piedra encima para que no quedaran flotando. Esta agua la cambiaban periódicamente para quitarles el alpechín, y cuando las probaban y decían “ya están dulces”, entonces aliñaban una parte y el resto las dejaban en salmuera para conservarlas y aliñarlas más adelante. Recuerdo que mi padre probaba el punto de salmuera con un huevo, que debía flotar a la altura perfecta para que la salmuera estuviera en su punto. Mis favoritas eran las negras, a las que añadían orégano, comino y pimiento rojo machacado con sal y ajos. A veces, un trozo de pan, queso y un plato de esas aceitunas y hacías una cena deliciosa. Todavía hoy cuando las como, aunque nada tienen que ver con aquellas, me acuerdo de mi padre.Tenía olivos de muchos tipos, pero sobre todo manzanilla, hojiblanca y picual, y un solo olivo que daba zarzamoras. Este tipo de aceitunas, que él decía que nacían ya “rayadas”, eran olivas algo desfiguradas, con varias hendiduras a lo largo que se parecían a las rajas que se le hacían para aliñarlas.

Mi padre tenía un especial aprecio por este olivo, porque era herencia de su padre. En la finca donde él se crió estaba el único olivo de zarzamoras de todo el pueblo. Estas aceitunas tan diferentes le ayudaron a su progenitor a evitar robos: mezcladas con las demás daban un sello de identidad a toda su cosecha, imposible de burlar. Cuando se fueron a vivir al olivar tras su jubilación, él pidió al nuevo propietario de la finca que le vio crecer una ramita para hacer un injerto. Y el injerto salió adelante, se hizo un gran olivo, y él lo trató siempre con especial deferencia y ternura, lo visitaba, le hablaba y lo mimaba como a ningún otro.
También hizo construir un camino nuevo de entrada y trajo agua de una fuente cercana para regar las hortalizas. Mandó construir un aljibe y llevó la electricidad a la finca, que se alimentaba de un desvío de la línea de alta tensión que pasaba junto a la carretera. Se sentía orgulloso de su obra. Aunque hubiera tenido dinero, creo que no se habría comprado una bonita pradera donde solo pudiera sentarse a contemplar el atardecer. A él le gustaba meterse hasta las rodillas en el barro -trabajaba la tierra hasta cuando llovía-, recoger él mismo las cosechas o injertar. A veces no tenía más remedio que contratar trabajadores para que vinieran con un tractor a mover grandes pedruscos, allanar el camino, o trasladar la cosecha de aceitunas al molino, pero todo lo que podía prefería hacerlo él mismo.
Mi madre le ayudaba a regar, recoger las cosechas y hacer las conservas. Ella era la que mantenía limpia la sencilla casita en medio del olivar en el que vivían. Se levantaban cada día al amanecer, si era invierno él encendía la chimenea, desayunaba el café con tostadas con la mirada perdida, pensando ya en el tajo que tenía por delante y, sin pereza ni merodeos, desaparecía entre los olivos. A mediodía, mi madre le llamaba:
-¡Ramón, a comer que la comida está en la mesa! -Le gritaba a las piedras, porque a él no veía dónde podía haberse metido.
Al rato aparecía mi padre, la ropa llena de tierra, las manos arañadas de las ramas y la cara satisfecha. Cuando se lavaba y se sentaba aparecían todos los dolores.
-Cómo me duele este brazo, yo no sé qué tendré aquí -decía masajeándose el hombro. Otras veces era la espalda y no podía andar derecho. Pero después de comer, tras una breve cabezadita sentado en su sillón, se ponía en marcha de nuevo hasta el atardecer.
Un día empezó a orinar rosa. Pero hasta que la sangre no fluía clara por la orina no dijo nada. Lo llevamos al médico, que lo mandó al hospital. Allí, tras unas pruebas le dieron el diagnóstico. Tan fuerte y tan independiente, se volvió un niño sumiso que acataba las directrices del profesional. Quizá no quería dar quehacer a los que le rodeaban o quería alargar como fuera su estancia en el campo. Es curioso que a partir de su diagnóstico, cuando paseábamos juntos entre los olivos, yo notaba gruesos tumores en las ramas. Mi padre me dijo que era la tuberculosis del olivo, que no tenía cura y que se reproducía imparable de un árbol a otro. “Como lo suyo”, pensé yo.
-Y no hay manera de curarlo o de pararlo? Le pregunté un día
-Sólo quemando todo lo que esté afectado -me respondió con naturalidad.
Con la misma naturalidad que se tomó su enfermedad y la muerte, como si él mismo fuera un árbol, que nace, crece, produce y finalmente muere y arde para que su ceniza sea abono a los nuevos árboles. Eso haríamos más tarde con su cuerpo: cuando fue incinerado, sus cenizas fueron a abonar el olivo de zarzamoras de mi abuelo, que luego fue de mi padre.

El día que amaneció muerto, a mediodía empezó a mover un dedo. Levemente, como queriendo indicar algo. Luego sus ojos oscilaban de un lado a otro en la cara inexpresiva. Al día siguiente empezó a balbucear palabras sin sentido. Y dos días después se recuperó. Recuperó su cabeza, porque el cuerpo tardó casi un mes en recobrar energía siguiera para mantenerse sentado. Poco a poco empezó a andar y salió por su propio pie del hospital. Dos meses le dio el cáncer de tregua. El suficiente para terminar el último proyecto que tenía en el campo: vallar con piedras los laterales del camino. Fue poner la última piedra y caer rendido. Él mismo pidió que lo llevaran al hospital. Pero la última tanda de quimioterapia fue demasiado para cuerpo debilitado. Cuando yo le acompañaba a esas largas sesiones, aprovechaba para preguntarle todo lo que no quería arrepentirme más tarde de no haber hecho. Días antes de morir le pregunté qué había sentido aquella mañana que estuvo muerto.
“Me sentía muy bien, ligero. Veía que me alejaba del hospital y llegué hasta la autopista. Pero allí di media vuelta porque oí a tu madre llorar en el pasillo”.
Relato que escribí hace meses, y que obtuvo el tercer premio del IV Certamen Literario Internacional de la Casa de la Rioja en Guipúzcoa
sí que recuerdo haber leído este relato pero lo he leído de nuevo con las mismas prisas por conocer el desenlace
Tus escritos enganchan
yo te hubiera dado el primer premio 😉
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Mil gracias, Soledad. Me encanta sentirte ahí, siempre atenta. Me encantan tus comentarios tan motivadores. Un abrazote
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“Cruzar la autopista” expresa el valor de lo vivido, la profunda humanidad de los vínculos familiares, y una visión serena y amorosa de la muerte como parte de la vida. Es un homenaje silencioso pero potente a una generación que vivió con esfuerzo, humildad y plenitud. El premio que recibió es más que merecido: es un texto cargado de verdad, belleza y emoción.
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Muchas gracias. De verdad, estos comentarios me animan a seguir escribiendo ficción, tan pegada a lo real a veces.
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Como siempre q leo tus relatos me siento parte d ellos. Como si me hubiera ocurrido a mi. Nuestras historias se mezclan. Gracias por hacerme disfrutar. ME GUSTA
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Qué bien! A mi me gusta también leerte aquí. Gracias Gloria
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