Viajé bastante y me pasó de todo, o eso creía. Hasta este último vuelo que batió todos los récords de incidencias. Decidí venirme unos días a Sevilla, a ver a mis hijos, en plena ola de calor, y un 15 de agosto, el de más tránsito aéreo del año. Ademas este es el mes más caluroso jamás registrado en España, con hasta 45 grados durante dos semanas en Sevilla y otros puntos de la península. Pero no fue la temperatura, sino la carrera de obstáculos para llegar, lo que me hizo replantearme la oportunidad del viaje. Menos romperme un hueso, me pasó de todo.
Otra vez desaparecieron los vuelos directos Burdeos Sevilla. Parece que se reanudan en septiembre, espero que definitivamente, porque viajar con escalas es un suplicio. No entiendo esas interrupciones en el servicio porque los aviones siempre están llenos, así que serán rentables, digo yo ¡Por Dios que dupliquen el precio si quieren, pero que pongan vuelos directos! (estoy dispuesta a convertirme al cristianismo si hace falta).
El caso es que compré un billete de avión con escala. La más corta que encontré, por Barcelona, con una espera de hora y media, y un tiempo total del trayecto de casi 5 horas, cuando directo es apenas de hora y media. Me costó un dineral, pero unos días antes y después tampoco variaban, por aquello de la temporada alta de vacaciones. Evité Ryanair porque justo ese día hacían paros intermitentes y no quería retrasos. Pobre ilusa. Creí que lo tenía todo controlado, pero no controlamos nada.
No me dejaban hacer el registro por internet el día antes del vuelo de Burdeos a Barcelona, me decían que tenía que ser en el mostrador del aeropuerto. Eso ya me escamó, pero me aseguraban que era gratuito (una vez me cobraron 30 euros por imprimir allí la tarjeta de embarque, pero decidí confiar). Me planté con bastante antelación por si las moscas. A la 1 del mediodía ya estaba allí, la primera de la cola del mostrador de facturación. Cuando el azafato me pronuncia la palabra OVERBOOKING no doy crédito, mi boca no podía cerrarse de asombro. Me explicaba en qué consistía como si yo fuera retrasada mental (con todos mis respetos a los distintos raseros de inteligencia) y terminó por darme un papel con explicaciones y derechos. Solo atiné a balbucear: pero, pero tengo una conexión a Sevilla… y el muchacho me asegura que en ese caso tengo prioridad para el embarque. Que hay cuatro personas sin plaza, pero yo sería la primera en subir, que al final del embarque me dirija a la azafata.
Espero, espero y espero. Anuncian un cambio de puerta (normal), y más tarde un retraso en el despegue de media hora. Claramente, porque el avión en que viajaríamos no había llegado todavía. Hago mis cálculos: me da tiempo. Ya hice en otra ocasión escala en Barcelona y la puerta de embarque estaba al otro lado de un largo pasillo, fue fácil y rápido. No quise interpretar las señales: luces rojas parpadeando, invitándome a desistir, pero yo ciega a por mi objetivo: llegar a Sevilla.
Cuando todo el mundo embarcó, me acerco al mostrador y me dan asiento sin problema. Respiré aliviada ignorando que mi aventura no había hecho más que empezar.

Llegamos a Barcelona, salgo disparada del avión y busco en el panel de información mi vuelo a Sevilla, dudando si tendría que correr hacia la derecha o hacia la izquierda del enorme pasillo-avenida lleno de puertas de embarque y tiendas y bares. Sin mucho agobio: tenía media hora. No entiendo lo que pone en el panel junto a mi vuelo: “diríjase a la Terminal 1”. Mi mente no es capaz de procesar la información. Asalto a una persona con identificación del aeropuerto que transita por allí y le pregunto qué quiere decir ese mensaje. Me explica que mi vuelo sale de la terminal 1 y estamos en la terminal 2. Ahí sí me sentí retrasada mental porque era exactamente lo que ponía en el panel y no atinaba a asimilarlo. ¿Sería el calor? El señor amable, apiadado de mi desconcierto, me explica paciente que tengo que salir del aeropuerto, coger un bus para cambiar de terminar, cuál es el intrincado camino hacia la salida y el punto exacto de la parada. Y que no me preocupe, que es gratis.
Esa era la última de mis preocupaciones. Me echo a correr como pollo sin cabeza. Menos mal que mi mochila iba más ligera que de costumbre: mi ordenador, los medicamentos, un libro y un fular para el frío, que evidentemente no usé. Recorro el enorme pasillo, salgo al exterior y encuentro el bus. El recorrido fue eterno. No es una explanada donde estén las terminales una al lado de otra: atravesamos campos, polígonos industriales, explanadas, autopistas…. Unos 15 minutos de trayecto y me bajo por fin cagando leches a buscar la maldita puerta de embarque del vuelo a Sevilla. Cuando llego, veo a dos azafatas en el mostrador de embarque charlando tranquilamente. Me miran sorprendidas, con ojos de cordero degollado, llegar acalorada y sudorosa. Y me confirman mi sospecha: el vuelo está cerrado. Faltaban 10 minutos para el despegue. Sé, por un cuñado piloto, que cuando cierran la lista de pasajeros, eso ya es inamovible porque tienen que hacer cálculos de combustible, etc. Pensé en las películas cuando el comandante hace una excepción y reabren las puertas para un enamorado que busca reencontrarse con su chica… pero yo no tenía ese espíritu de lucha ni esa motivación. Ni eso era una película aunque se parecía mucho a una pesadilla.
Sin terminar de creerme lo que me estaba pasando, me pongo a buscar los mostradores de las compañías a ver qué solución me dan y todas están en la Terminal 2, así que de nuevo cojo el autobús para hacer el recorrido turístico por los alrededores de Barcelona y llegar de nuevo a mi punto de partida. Ni Volotea, ni Vueling, las dos compañías en cuestión, me daban solución ni alternativa. Kiwi, que así se llama la agencia checa en la que compré el billete, había terminado su horario de atención al público por teléfono. Solo había uno que atendían en inglés y de pago. Así que retuve mis ganas de ponerme a llorar como una niña chica perdida y me dije: soluciona esto y luego lloras un ratito, anda. Me compré un billete en Ryanair después de que me aseguraran en el mostrador que el vuelo no tenía retraso. Salía a las 10h45 y llegaba a las 0h30 del día 16, pero mejor eso que lo que me sugirió el empleado de la ventanilla: buscarme un hotel y por la mañana coger otro vuelo. Pagué el suplemento de la plaza del avión, en vez de elegir asiento aleatorio como siempre, para alejar el fantasma del overbooking, y a esperar 4 horitas de nada: cansada, impotente y sudada, en aquella terminal de dimensiones inhumanas y con más tráfico humano que un hormiguero. Debería haber duchas en los aeropuertos, me hubiera sentido como nueva. Algún día las pondrán, como han puesto las bicis donde pedaleas para generar la electricidad y cargar el móvil, o ponen pianos a disposición de los pasajeros para relajar al personal. Ya con el billete, que me costó un pastón (eso de las ofertas de última hora es un mito) y la tarjeta de embarque, decidí relajarme, darme un homenaje y consolarme a mí misma con una cena -una ensalada combinada con una pasta que sabía a pescado- y medio litro de cerveza. Eso, junto a la pieza Claro de Luna que un chico en calzonas tocaba con maestría en el piano cercano, me ayudaron a exprimir alguna disimulada lagrimita que me reconcilió con la vida. Y seguí esperando y esperando hasta que por fin anuncian la puerta y me clavo en el asiento más próximo al embarque, temiendo que me dejen en tierra de nuevo.
Me recordaba mi suerte a pesar de todo. No era un gran drama: no tenía urgencia por llegar, no faltaba a ninguna cita importante, ni tenía un familiar moribundo, ni yo estaba enferma, ni se avecinaba una pandemia. Pero me costaba convencerme, la verdad, será cuestión de practicar más. Pensaba en cómo nos resistimos a soltar el control, a entregarnos a la vida, a disfrutar de los juegos del destino en vez de luchar porque todo sea como tenemos pensado de antemano. En cómo podemos elegir sentirnos solos en medio de un mar de gente o elegir sentirnos acompañados por toda la humanidad silenciosa que nos rodea, por tantos seres, con sus historias, sus humores, sus penas y alegrías. No toqué el ordenador, no vi una película ni escuché música ni podía concentrarme en leer. Toda mi energía la empleé en gestionar mis pensamientos y emociones para que no se desbocaran y me dejaran caer en el victimismo, en la pena y en la soledad.

El aeropuerto es tan grande y bullicioso que había en una zona un “pincha discos” y gente bailando, pero yo no estaba para fiestas. Había un parque infantil con niños jugando, y normalmente me encanta observarlos, pero pasé de largo. Coches eléctricos, gente en patinetes, policías, barrenderos, gente con chancletas y con tacones, con traje y con calzonas, chicas con maletas a juego y otros con bolsas de tela o plástico. Una fauna interesante de observar, me decía. Pero yo estaba abatida y cerrada en mi objetivo de llegar.
Mientras reflexionaba sobre todo eso, veía a una señora recorrer de arriba abajo la cola de embarque con aspecto inquieto y gesticulando de manera extraña. Supuse que tendría una conversación telefónica incómoda con alguien porque llevaba cascos inalámbricos. Me dije que seguramente era tan ansiosa como yo y confié en que no me tocara a su lado. Subimos al avión y nada más cerrar las puertas, todo en hora a pesar de ser Ryanair, y el piloto anuncia que han llamado al ingeniero porque tienen que cambiar las ruedas, que no están en buen estado. Que no serán más de 15 minutos: ¡No me lo puedo creer! ¿Hay una cámara oculta o qué? Me acordé del típico chiste del avión que no puede volar porque se le han pinchado las ruedas, pues eso.
A mi izquierda estaba sentada la señora inquieta de la cola de embarque que no era ansiosa, es que padecía el síndrome de Tourette. Fue mirando todo el tiempo una película, que no la tranquilizaba lo suficiente. No paraba de moverse en el asiento y las sacudidas de su mano derecha no hacían más que aumentar. De vez en cuando se la sujetaba con la izquierda y entonces sacudía el codo izquierdo. El movimiento de la cabeza iba en aumento y gesticulada con la cara. En un momento dado, movía todo a la vez. Entonces se soltaba la mano y vuelta a empezar.
Me avergüenza reconocerlo, pero esta mujer es lo único que me distrajo en todo el largo camino: supongo que una mezcla de compasión, de sorpresa, de morbo… me hacían querer evitar mirarla y no podía resistirme a observar su cadencia de tics por el rabillo del ojo. Qué agotamiento padecer un trastorno así, me decía, debe ser extenuante moverse sin parar. Me preguntaba si podría relajarse en algún momento, si podría llegar a quedarse quieta en alguna circunstancia -quizá dormida-, si podría meditar, por ejemplo, si sentiría vergüenza al sentirse observada… ¡Ni que mi trastorno fuera más liviano! Pero supongo que VER de verdad a otros nos distrae de ver solo nuestro ombligo.

Al final llegué a Sevilla cerca de la 1 de la madrugada. ¡Doce horas de viaje! Algo más rápido que en burro y más lento que en coche. Estaba agotada emocional y físicamente. Agradecí los 30 grados que me recibieron en la pista de aterrizaje ¡Entre otras cosas porque así secaría rápidamente la mochila empapada por una botella de agua mal cerrada! Menos mal que mi ordenador portátil no pereció ahogado, si no, no podría escribir ahora.
A la mañana siguiente, poner el aire acondicionado nada más despertarme y estar prisionera en casa porque la calle era un horno, ya no me agradó tanto.
Ahora me quedan días de reclamaciones aquí y allá para intentar recuperar algo de los gastos de transporte, a ver si dejan de tirarse la pelota de unos a otros y me compensan al menos algo del dinero gastado, porque el desgaste síquico es cuenta mía reponerlo.
Definitivamente, voy a dejar de pedir al universo viajar, como hice toda mi vida. Ahora lo que le pido es estar en paz y disfrutar, esté donde esté, haga lo que haga, esté con quien esté.
Como siempre una redacción impecable.
Me quedo con lo dejarse llevar por el momento aceptando lo que nos toca, “disfrutando del camino” aunque sin bajar la guardia ni rendirse en nuestro empeño… ¡que es llegar!
Gracias por compartir
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Muchas gracias, José Ramón por estar ahí, por tus alentadores comentarios, por tu acompañamiento. Un fuerte abrazo
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estoy molida después de haber leído a la carrera el relato de tu viaje 🤣🤣
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jajajaja. Qué comentarios más simpáticos y oportunos, Soledad. Gracias
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Me lo he pasado pipa leyéndote. Menos mal q no te quedaste embarazada!!!!
Y q tomadura d pelo!!!. Cada vez estoy más decidida a volver a coger la bandera d guerrilla y lanzarme a estos energúmenos. Creen q somos imbéciles?. Asco d sociedad.
Mejor…, seguir riéndonos!!!!
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Sí, al final, lo mejor que podemos hacer es tomar a risa las cosas menos importantes. Que ya hay otras más duras de las que es imposible reírse. Hasta pronto, querida Gloria y gracias por tu comentario y tu seguimiento. Besitos
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