Dulce Navidad

Cuando era pequeña pasábamos las Navidades en el pueblo con mi tía. Amanecíamos todas las primas en un mismo cuarto, dos o tres en cada cama, inocentes y felices por la novedad y la expectación. Mi tío Rafael nos despertaba con el crujir de sus botas altas y engrasadas: al amanecer se presentaba en la habitación y nos zarandeaba para que despabiláramos. Sentadas en la cama, con los pelos tiesos y los ojos legañosos, le oíamos planificar el día y alimentar la excitación. Traía una caja de mantecados y una botella de anís, que vertía en una minúscula copa y nos la daba a probar: ni siquiera un sorbo, solo mojar los labios. Al final de la ronda, la copita estaba casi intacta. Mi tía le reñía:

—No le des eso a las niñas, que es muy fuerte y son muy chicas todavía.

 —Que se acostumbren, que el anís es el sabor de la Navidad —respondía él con entusiasmo.

 Luego nos repartía un polvorón a cada una, que terminaba llenando de migajas la cama. Nos anunciaba lo que haríamos en cuanto nos levantáramos y cantaba villancicos marcando el ritmo con la botella. Repetía siempre los mismos para que los aprendiéramos y le acompañáramos a coro en la cena. 

Recuerdo muy bien que esa Navidad nos propuso hacer buñuelos y rosquillas para la noche. Cuando salimos del cuarto, toda la casa olía a aceite: mi tía ya tenía el chocolate caliente con pan frito espolvoreado con azúcar para el desayuno. Nunca más he podido volver a comer pan frito en mi vida. En aquel momento daba pena neutralizar el gustoso sabor de regaliz que dejaba el anís en la boca, especialmente porque era algo prohibido para nosotras, niñas de entre 6 y 9 años.

En cuanto desayunamos, fuimos al campo en mulos a recoger cortezas, ramas y piedrecitas de colores para montar un belén en el comedor. Al volver a casa, todavía excitadas por el viaje, empezamos a jugar a montar un pesebre con trozos de corcho, rodeado de grandes y pequeñas piedras que simulaban montañas, y ramitas que hacían las veces de árboles. Hacíamos un río con un largo trozo de papel azul de envolver, poníamos trizas de algodón para simular la nieve. Mi tío remataba la obra colocando las tres figuras de barro de cada año. Después del almuerzo, los mayores se sentaron junto al fuego de la chimenea a ponerse al día de sus vidas y las niñas nos fuimos a jugar, a zascandilear por los recovecos de la vivienda. Era una casa grande de pueblo encalada, el techo de vigas de madera, con dos plantas, un gran corral y muchas habitaciones. Íbamos de cuarto en cuarto a probarnos vestidos de una y otra, inventando historias. 

La habitación del tío Rafael estaba prohibida, siempre cerrada con llave. Nunca hicimos por abrirla, pero ese día, al pasar, la rozamos y cedió ligeramente. Estaba abierta. Era una tentación demasiado grande como para no aprovechar y curiosear. La cama de matrimonio, con barrotes negros y dorados, presidía la estancia. En la pared de enfrente había un hueco para una puerta, solo cubierto con una cortina. Pensamos que era un vestidor. Entramos a hurtadillas y nos quedamos boquiabiertas: las paredes del pequeño cuarto estaban forradas de escopetas y de cananas llenas de cartuchos y balas. Mi tío era guarda forestal, pero nunca pensamos que tuviera que llevar armas por su trabajo. Y menos, encontrar ese arsenal allí.

 —¡Cuántas escopetas! ¿Para qué tantas? 

 —¡Están brillantes! ¿Y si las cogemos?…

 Mi hermana mayor cogió la primera, le siguió mi prima Emilia, y después todas las demás. Una vez pasado el pudor de entrar a hurtadillas en el santuario prohibido, nos asombramos de lo pesadas que eran y lo difícil que era abrirlas: apenas podíamos hacerlo entre dos. Jugamos a que unas apuntaban y otras se escondían en el armario o bajo la cama. Emilia cargó una y empezó a jugar a que disparaba a su hermana Isabel…, cuando se le disparó el arma de verdad ¡y le dio en la cara! La escopeta rebotó al caer y todas nos quedamos congeladas por el estruendo. Isabel se posó inerte sobre la cama, empapada en sangre. 

A partir de ese momento, todo pasó a cámara lenta, como si fuera un sueño o una pesadilla. Gritos de los mayores, manos alzadas de espanto, niñas rígidas apartadas a empujones para abrir paso hacia la cama, mi tío recogiendo las armas, mi primo que sale corriendo a llamar a un vecino que tenía coche. 

 —¡Isabel, Isabel! —gritaba mi tía, desesperada, mientras zarandeaba el cuerpecito, como una muñeca de trapo.

 Nos sacaron a todas las niñas del cuarto y nos sentamos circunspectas en el comedor, tratando de imaginar qué harían con nosotras, qué horrible castigo nos esperaba y, muy vagamente, si volveríamos a ver a Isabel o si se habría muerto. 

 Mi primo tardó una eternidad en venir con el vecino, que tenía los ojos como platos:

 —Venga, vamos, rápido, no te preocupes por nada. No importa que se manche —decía el hombre a mi tío, que llevaba en brazos a Isabel para montarla en el asiento trasero del coche. 

 Mi tía también se fue con ellos. Y con nosotros se quedó un inmenso silencio, el vacío y la desolación. Mi madre llorando y cambiando la ropa de la cama. Iba y venía con un cubo de hojalata limpiando las manchas rojas de la pared. Mi padre, sentado junto a nosotras, se cogía la cabeza entre las manos, mirando el suelo. La tarde fue larga y pesada. El silencio era aplastante. Mirábamos el belén y las lágrimas nos rodaban por la cara. No nos atrevíamos a hacer ruido ni para llorar. No recuerdo si cenamos aquella noche. Supimos al instante que nuestra falta era tan grande que no había castigo para ella. No hacía falta. Nunca fue más verdad aquello de que en el pecado está la penitencia. 

Mi tío volvió al día siguiente y dijo que habían operado a Isabel de urgencia en el hospital, pero que al menos estaba viva. La bala le entró y salió por la mejilla y parece que no afectó a nada importante. Eso sí, su cara quedó desfigurada para siempre. 

Desde entonces, Navidad es sinónimo de espanto, de dolor y de culpa. Pero lo que yo sienta no importa, sino la mala jugada que la vida le había hecho a Isabel. Y no sólo a ella.

Cuando volvimos la Navidad siguiente, estaba callada, distraída, como en su mundo. Ya no era la niña divertida y desenfadada de siempre. Parecía que en solo un año había vivido un lustro o, por el contrario, que media vida se esfumó con aquel disparo. Rehusaba jugar a todo lo que le proponíamos y sus padres, protegiéndola, nos decían que la dejáramos tranquila. Los adultos hablaban en voz baja, susurrando. Poco a poco, la fuimos dejando de lado, pensábamos que estaba traumatizada por el impacto, que no aceptaba su nuevo rostro, o que le habría afectado el tiro a algún punto de la cabeza y por eso estaba tan rara.

Varias Navidades después, cuando yo tenía ya dieciséis años, pasamos las últimas Navidades juntos. Recuerdo que mientras mi madre y mi tía preparaban la cena en la cocina, Emilia me llevó a su cuarto y se confesó llorando:

 —Ya no puedo más. No soporto vivir cada día con el peso de la culpa, con la ausencia de Isabel, con el silencio de mis padres. Nunca se habla de lo que pasó, ¡nunca se habla de nada! 

 —Tú no tuviste la culpa —traté de consolarla—, fue un juego que salió mal, un accidente.

No supe tomar la medida de su dolor. No podía imaginar su sufrimiento. Tuvo que ser verdaderamente insoportable, porque el día de Navidad la encontraron sus padres, morada, sin vida, colgada de una viga del cuarto de las armas.

Finalista V Concurso InternacIonal de litteratura de relato y poesía 2024. Barcelona

https://litteraturalalotteria.blogspot.com/2025/09/dulce-navidadrosario-gonzalez-rios.html

4 comentarios en “Dulce Navidad

  1. Es un relato profundamente conmovedor y trágico. Comienza con la ternura y la inocencia de una infancia navideña llena de calor familiar y acaba revelando el peso insoportable de la culpa y el dolor. La autora describe con gran sensibilidad cómo un momento de juego se convierte en una herida que marca para siempre a todos los personajes. La narración es clara, humana y desgarradora, mostrando cómo un instante puede romper la inocencia y cambiar una vida entera.

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    1. Gracias, Lincol por tu análisis detallado del relato y por tus comentarios tan acertados y halagadores. Añadiría solamente que el silencio, el no poder hablar de las cosas que nos duelen, hace que sea verdaderamente insoportable el dolor. Un cordial saludo.

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  2. Avatar de Soledad Soledad

    👏👏👏

    que histoire tan espantosa ! Y que premio tan merecido Rosario

    coges al lector « a traición « . Cuando ya piensa que en el relato no habrá más que turrón y pandereta hete aquí que « le réel «  irrumpe escandalosamente arrasando a toda una familia.

    vertigo

    me ha recordado « Virgin suicide » la película de Sofia Coppola

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