Maternidad

Yo creía haber cortado el cordón umbilical con mis hijos, pero no del todo. No sé si es que no se puede y no sé si quiero. Aunque sean todos independientes, parece que hubieran nacido ayer. Esto de ser madre no sé si trae a cuenta. Ya me lo advertía la mía: «no tengas hijos». Pero me lo decía porque estaba convencida de que no «servía» para madre. Que era demasiado «rarita», que me gustaba la calle, la literatura, y me miraba mucho el ombligo. Desde que tuve la primera hija, que fue un trauma para todos porque yo era una adolescente, no paró de aconsejarme que no tuviera más. Claro, antes no le dio tiempo a prevenirme.

He sido la mejor madre que he sabido en cada momento. Y lo he hecho bastante mal, lo reconozco abiertamente. Como muchos que no lo pasamos bien en la infancia, me prometí hacerlo bien de verdad con mis hijos, no cometer con ellos los errores que yo padecí. Pero muchos de ellos los reproduje casi idénticos. De nada sirve esa promesa porque la mochila la llevamos pegada detrás, en la espalda, y cuando la vida nos para en seco que se nos echa encima la carga. Solo la experiencia y la humilde (me cuesta eso de la humildad) y constante determinación de superarme me ayudaron -quizá- a mejorar un poco el modelo heredado.

Apenas aprendí a ser madre cuando se han hecho grandes, y ahora no sirve de nada ese recorrido porque las reglas del juego han cambiado: son personas adultas y hay que tratarlos de otra manera. Se dice pronto.

Como la mayoría, durante su crianza me inquietaba que duerman bien -algunos tardan años en conseguirlo-, que coman adecuadamente -según la moda del momento-, que se relacionen bien, que se formen, que se diviertan sin peligro. Te acostumbras a limpiarles los mocos, a dormir poco, a estar atenta a sus estudios, sus amigos, a alarmarte con la fiebre, con los accidentes en el cole… Y ahora, sin que nadie te enseñe, con el método prueba error, hay establecer otras reglas no escritas, otras pautas, otras dinámicas nuevas con personas adultas que da la casualidad que son tus hijos. Además, con cada uno de los hijos es diferente y en cada época de su vida adulta, también cambia la cosa.

Estoy aprendiendo a esperar a que me pidan ayuda y no adelantarme, a asistir justo hasta donde me permiten, a que mi acompañamiento sea de la manera que ellos quieren y no como yo desearía. Es difícil y no se aprende nunca del todo, pero estoy en ello. 

Este último periodo he comprobado de nuevo (una y otra vez a repetir, como la tabla de multiplicar) que para poder estar ahí para ellos tengo que estar fuerte, centrada, serena, conectada conmigo misma. Solo así puedo conectarme con ellos desde un lugar de poder personal, de equilibrio, sin dejarme llevar por el remolino de la crisis que sea que los esté sacudiendo. Para poder ser un pilar para ellos primero tengo que serlo para mí. La parte que hice desde la suplantación de ese estado, representando una farsa de sostén, me ha pasado factura: me he desestabilizado física y síquicamente. Tengo que seguir trabajando.

Cuando les va bien, casi me olvido de ellos, solo siento una leve presencia, como un cálido fuego interior, amoroso, que le da sentido a mi vida. Me siento orgullosa de las personas que son, a pesar (o gracias) a todas las dificultades que han atravesado. Por mi ignorancia y mi inconsciencia, así que no voy a victimizarme. 

Pero ahora, cuando las cosas no les van bien, una desazón se desata en mis tripas, como si aún los llevara dentro. Me cuesta no entrar en pánico y quedar varada en la angustia. No es fácil, pero cuando me rindo, cuando ya no puedo soportar más el dolor y me entrego, compruebo que sí, que se puede. He aprendido mucho gracias a ellos, a sus bufidos para apartarme, a sus llamadas de atención y también gracias a la terapia. Pero sigue sin ser fácil. A veces, cuando siento que sufren, que incluso su integridad está en juego, el ruido infernal de la sirena de alarma apenas me deja dormir, comer, vivir.

La relación siempre será vertical, no en el sentido de jerarquía, sino en el de que no hay reciprocidad como debe haber en cualquier relación con iguales. Es una relación donde el amor es incondicional: da igual lo que hagan, si no te corresponden, si no te gustan sus decisiones… los quieres igual. Aunque haya que seguir poniendo límites, como en cualquier otra relación, para evitar el caos.

Mira que me fui lejos, pero ni por esas. Incluso dos de mis hijos viven en el extranjero, pero la distancia no importa mucho, es relativa. Dicen los entendidos que cuando gestamos a los hijos hay células que se comparten en el útero y, lo mismo que se entienden casi por telepatía algunos gemelos, madres e hijos se conectan de una manera invisible: es como un presentimiento, como un rumiar, como un pellizco en la tripa cuando sientes que alguno no va bien. No me atrevo a asegurar que este hecho esté relacionado con lo que se viene llamando el “entrelazamiento cuántico”, pero me suena que sí. Estoy segura de que me ganaré una reprimenda de uno de mis hijos, por atreverse a profanar el sacrosanto campo de la ciencia siento una absoluta ignorante, pero me arriesgo.

Estos últimos meses, he tenido la suerte de poder acompañar, lo mejor que he podido, a dos de ellos en procesos difíciles. Me ha requerido un esfuerzo y ha sido un regalo al mismo tiempo. Fue duro porque tuve mucho que aprender: de mí, de ellos, de las relaciones, del amor, de gestionar los picos emocionales, el cansancio, la impotencia, de todo. Ha sido como un examen práctico de lo que llevo años aprendiendo en terapia y en la vida. Y reconozco lo que he crecido. Me doy por aprobada, raspando, pero aprobada. Les doy las gracias por permitirme acompañarlos y de paso a todas las personas que me ayudaron a mí. 

Esto de proponerse ser cada vez mejor madre tiene ventajas añadidas e inesperadas: me doy cuenta de mi tendencia a maternizar al que se me ponga por delante, con el desgaste que supone para mí, la invalidación para el otro y la distorsión de las relaciones. Y de la falta (todavía, sí) de “maternización” de mí misma: como si me ocupara de los demás para no hacerlo conmigo. Mucho trabajo y dolor para construir una identidad. El resto de la vida para desmontarla.

2 comentarios en “Maternidad

  1. Un texto profundo y honesto, que muestra con enorme sensibilidad la complejidad de ser madre. Me impresionó cómo combina vulnerabilidad y lucidez, dejando ver el amor incondicional, los aprendizajes y las sombras que acompañan ese camino. Es una reflexión hermosa, valiente y muy humana, que conmueve por su verdad y por la manera tan clara en que revela lo que significa acompañar a los hijos incluso cuando ya son adultos.

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