Escapada a Toulouse

Después de años sin viajar al extranjero, me fui con una amiga a Toulouse sin prensármelo dos veces: a poner a prueba mi ánimo, mi físico y mi oxidado francés del instituto. Nos fuimos en un vuelo barato 4 días a un apartahotel cerca del centro y fue una experiencia maravillosa.

Cuando me lo propuso mi amiga la viajera (está muy experimentada) me parecía imposible: con poca energía, el estómago delicado, tanta medicación y cuidados… No me atrevía, pero creía que me podría ir bien. Siempre que salgo fuera, a veces sin ganas, sola o acompañada, a la sierra o al mar, mejoro muchísimo.

Así que antes de darme cuenta estaba en el aeropuerto de Toulouse, esperando las maletas en la cinta transportadora. Y sin haber hecho más preparativos que una mini maleta (exigencia de Ryanair) ya que mi amiga se encargó de los billetes, de las tarjetas de embarque, del hotel…un gustazo.

Salir del aeropuerto y sentir la desorientación de un paisaje nuevo, de un idioma diferente me resultó refrescante, de lo más estimulante y agradable. Me sentí libre, serena y como en casa, nada más llegar.

El hotel

El alojamiento, con muy buena pinta, estaba a solo 10 minutos del centro, en un barrio tranquilo. La habitación era un agradable apartamento: tenía una mini cocina americana (en un armario!) equipada con todo: microondas, vitrocerámica, cafetera, hervidor de agua, vajilla… y hasta un mini lavaplatos. Una mesa y dos cómodas sillas, además de lo habitual, claro. Cocinar allí parecía jugar a las casitas.

Nos encantó porque las dos tenemos nuestros más y nuestros menos con las digestiones y aunque comimos fuera una vez al día el resto de comidas las hicimos, encantadas “en casa”. Así, además se ahorra bastante.

Muy cerquita había una panadería que era un suplicio: los panes de todo tipo, los cruasanes y las tartas te agarraban de la solapa al pasar y no te dejaban ir hasta que no te llevabas una bolsa llena. No recuerdo haber probado en mucho tiempo texturas tan delicadas ¡¡y que me sentaran tan bien!!. Enfrente, un supermercado bien surtido y en la otra esquina una carnicería que parecía pintada en una postal, con mostradores llenos de fruslerías, patés de todos los colores… Uhm! Daban ganas de probarlo todo.

Pateando las calles

Como llegamos por la tarde, después de hacer una ronda por las tiendas del barrio, dejamos el turismo para la mañana siguiente. La ciudad nos encantó: es relativamente pequeña aunque sea la capital de la región; muy cuidada y limpia, con muchos monumentos góticos y románicos, sobre todo iglesias y conventos pero también palacios.

Amplias avenidas y tiendas caras se alternan con pequeños cafés y calles acogedoras con fachadas de ladrillos rosáceos. Toda la ciudad gira en torno a la plaza del ayuntamiento, El Capitolio, soberbia. Y allí estaba, en una esquina de un lugar tan privilegiado, una tienda Zara, cómo no.

Atravesada por el río Garona y sus preciosas riberas verdes y puentes de todos los estilos, la ciudad está rodeada por el canal del Midi, también muy cuidado…. pero por ahí hay mucha información, no pretendo hacer una guía.

El primer día, a pesar de mi endeblez, estuvimos casi 12 horas fuera del hotel, paseando y visitando monumentos. No hubiéramos aguantado si no es por la siesta que nos echamos en unas comodísimas tumbonas estratégicamente situadas en el soleado claustro del Convento de los Jacobinos. En esos momentos casi tocamos el cielo!

Carcassonne, imprescindible

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Un día fuimos de excursión a Carcassonne, a una hora y algo en tren y mereció la pena a pesar del frio que pasamos. Es una ciudad amurallada perfectamente conservada con castillo, iglesia, y hasta puente levadizo. En las sinuosas callejuelas del interior las tiendecillas recordaban lo que serían las antiguas viviendas de los siervos.  Aprovechamos para comprarnos unos gorros calentitos que disfrutamos como niñas (estábamos semicongeladas de frío). Paseamos por todo el recinto, por la ciudad nueva, y volvimos de noche ya en tren, agotadas pero contentas.

La gente que encontramos por todas partes fue en general muy amable y cercana. Muchos hablaban español y tenían interés en practicar, lo que me impidió deslumbrarlos con mi francés de primer curso.

Nos queríamos quedar a vivir allí (para mí eso no es novedad, siempre me quiero quedar a vivir donde voy).

El viaje como terapia

La verdad es que me reí bastante en esos días. Muchas veces por las situaciones ridículas que se producían con el lenguaje: yo tratando de hablar francés, mi amiga en inglés y a veces a quien nos dirigíamos hablaba español…. Decíamos adiós al entrar o buenas noches a mediodía…

Otras, por las divertidas anécdotas que me contaba mi amiga de su traviesa infancia. Supongo que me encantaba escuchar sus peripecias porque me reflejaba como un espejo a la niña divertida escondida en mí que está deseando salir fuera.

Vivimos también momentos entrañables, compartimos emociones, experiencias y reflexiones que crearon bastante intimidad entre nosotras. Hubo buena sintonía y creo que supimos respetar nuestro espacio personal a pesar de compartir habitación, lo que hizo que todo fluyera bien. Me siento agradecida por la experiencia.

Siguiendo el consejo de mi médico, a veces hago las cosas sin que me entusiasmen, sólo porque creo que me vendrán bien; él dice que ya le encontraré el gusto… y voy viendo que tiene razón. Me está gustando cada vez más asistir a las clases de francés que empecé hace poco, y me gustó mucho más ir al viaje. Estuvo muy bien estrechar lazos con mi amiga y sobre todo recuperar la esperanza en volver a gozar de la vida. Comprobé que no he perdido (como me temía) la capacidad de disfrute. Casi nada.