El molino de harina, un hormiguero.

Al poco de nacer mi madre, en plena guerra civil, toda su familia y allegados se fueron a vivir al molino de harina, junto al rio. Aquello era un hormiguero de gente:  todos los que vivían, los que iban y venían, los que compraban y vendían, los que trabajaban, los que visitaban, los que pedían… Mi madre se crió allí asalvajada subiéndose a los frutales para comer cuando no le gustaba el guiso del día, jugando en el río y escuchando las historias que le contaba su abuelo.

En el molino vivían, cuatro de los hijos de mis abuelos, el molinero, el arriero, el hortelano, y vivían también vacas, mulos, caballos, burros, cerdos, pavos, gallinas, patos, conejos, gatos y perros… Casi a diario venían a trabajar costureras, limpiadoras, a veces encaladoras, albañiles y carpinteros… La pescadera con su cesto en el brazo venía dos o tres veces por semana (mi madre a veces la acompañaba en su recorrido por los cortijos). El médico venía con frecuencia a caballo para charlar con mi abuelo o para revisar su diabetes… Y todos los días venía un empleado de la panadería del pueblo, del hijo del segundo matrimonio de mi abuelo, a traerle el periódico y unos largos picos de pan.

Era la época de las peores hambrunas que se recuerdan y de las más duraderas. Llegaba mucha gente pidiendo, personas andando kilómetros para recoger el medio kilo de maíz o trigo que mi abuelo ofrecía a veces en unas espuertas a la entrada del molino… Otros venían ofreciéndose a barrer las escalerillas de tres peldaños de madera situadas ante la boca del molino para recoger el puñado de harina que allí se acumulaba.

Y venían a diario los “tontos” del pueblo, los peor parados de todos. Descalzos, mal vestidos, abandonados, venían a pedir algo de comer y les hacían cantar o bailar para que les divirtieran a cambio de una limosna. Mi madre lloraba impotente y gritaba para que no les humillaran así, supongo que porque se identificaba con la vejación.

De tarde en tarde pasaba un hombre en un burro gritando: “¡alpargatas viejas, pellejos de conejo!”. Era un trueque: mi madre recolectaba por el campo suelas abandonadas de viejas alpargatas y a cambio recibía ollas y cazos de juguete.

Mi abuela ponía a diario una gran olla de comida para todo el que llegaba, atendía la casa, a los hijos, los animales, y al marido, al que llamó de usted toda su vida. Le inyectaba a diario insulina por su diabetes  y le curaba, como una vez que le extirparon un tumor en el cuello.

La infancia de mi madre

Su primer recuerdo son las bombas que caían cuando aún estaba en el pueblo. Ya en el molino, estar mamando, con tres años, y su abuela riñéndole porque la madre tenía un pecho enfermo.

Tuvo una infancia de luces y sombras, creció con relativa abundancia, rodeada de gente y sintiéndose desatendida, incomprendida y sola, en un ambiente poco cálido. Le habló siempre de usted a sus padres, cosa normal en la época. Era la más pequeña entre adultos que no le prestaban mucha atención: su madre, no paraba de trabajar; su padre, viajaba para comprar y vender, y a sus hermanos los esquivaba porque la mortificaban con bromas pesadas, se ve que se ensañaban con la más débil. Tanto la fastidiaban que una vez, para defenderse le tiró a su hermano un tenedor, falló el tiro y se clavó en la frente de la madre.gallinas.jpg

Tenía dos amigas en cortijos cercanos y a veces jugaba con ellas, pero pasaba mucho tiempo sola: con los animales; subida a los árboles comiendo fruta y cazando pajaritos con perchas; bebiendo leche de burra o cabra recién ordeñada. A veces, acompañaba a su madre mientras hacía pan o iba en burro a comprar al pueblo. Su padre también la llevaba a visitar a sus selectos amigos y ella se sentía orgullosa de él, pero enfadada cuando le preguntaban si era su nieta (le llevaba 64 años). Siempre se sintió avergonzada de su familia tan extensa y compleja.

Su padre le enseñó a leer y escribir y las cuatro reglas. Se sentía especial cuando  la ponía a comer a veces a su lado en una silla alta, aunque siempre supo que su favorita era su primera hija. Ésta, ya casada (con el hermano del padre) y con hijos, venía de visita al molino de vez en cuando desde un pueblo más lejano. En esos casos mi abuelo le enviaba un mulo con una silla atada en lo alto, de modo que entraba a la finca como una princesa oriental.

Con los hermanos de padre, que vivían en el pueblo, mi madre tenía trato cortés pero distante, a pesar de que le llevaban regalos al visitarla. Sintió siempre más afinidad por el que se quedó afectado mentalmente tras la guerra.

La mayor de sus hermanas de padre y madre era la favorita de mi abuela, llevaba además su nombre. Para mi abuelo en cambio, era demasiado alocada y nerviosa. La siguiente hermana era enfermiza desde pequeña, apenas comía; mucho tiempo le tuvieron preparada la mortaja, esperando tener que usarla de un momento a otro, pero era la más afín a mi madre.

El hermano en cambio fue un tormento para mi madre y para las hermanas durante toda la convivencia. Era protegido y mimado por mi abuela, su único varón, pero desdeñado por su padre que prefería sin disimulo a las hijas. Quizá su amargura por el rechazo del padre explique su comportamiento tan rebelde y repulsivo. Desde que yo nací rompieron relaciones y hasta ahora.

La vuelta de las niñas del orfanato

Poco antes de morir mi abuelo, se casó discretamente con mi abuela y trajeron a las niñas del orfanato de la ciudad. Mi abuelo, en uno de sus viajes de negocios intentó recogerlas en vano ya que no tenían aún sus apellidos. Luego fueron a recogerlas mi abuela y su madre, subidas a un mulo, envueltas en un mantón de lana negra, parece que por la insistencia del padre. Mi madre recuerda la fuerte impresión que le causó a los 6 años ver llegar a dos niñas de unos 10 y 11 años, sus nuevas hermanas. La mayor nunca se adaptó bien a la vida en el campo, se caía continuamente, no toleraba las pendientes, el aislamiento del campo…. Era mayorcita y se sentía urbanita, y seguramente más ligada a su familia de acogida temporal que, aunque no la trataron bien, eran su vínculo más fuerte hasta la fecha.

niños grupo

La segunda se adaptó mejor, era una niña conformista, alegre y agradecida. Al poco enfermó de meningitis y estuvo tanto tiempo encamada que tuvo que volver a aprender a caminar. El médico venía con frecuencia a verla y ordenó que no comiera nada excepto unos jarabes de los que había una despensa llena. Ella lloraba de hambre; un día mi abuelo le dio un pellizco de pan y sufrió un retroceso en su recuperación.

Estas dos hijas mayores destronaron a la favorita de mi abuela que nunca se llevó bien con ellas. Pero poco a poco se fue normalizando la incorporación de las dos hijas mayores en la familia, muy deseadas, al parecer, por mi abuelo.

No corrió la misma suerte la hija mayor de la primera pareja de mi abuela: se quedó embarazada siendo adolescente y cuando pidió refugio porque su padre la echó de casa, mi abuelo le buscó alojamiento fuera de la casa. Habló con una mujer del pueblo cercano para que la cuidara y atendiera pero evitando la mala influencia que consideraba su compañía para sus hijas.

La casa de la huerta

En la casa de la huerta, al otro lado de la finca, unida por un pequeño sendero con la casa principal, alojaron a los padres de mi abuela. Con ellos vivían su hija María “la tonta” y varios nietos de un hijo viudo y casado con otra mujer que no los quería. Y de tanto en tanto algún hijo famélico y lleno de piojos de su hija favorita, Ana, casada con el feriante. Mi abuelo tenia buen trato con su suegro pero no con su suegra, que ponía a su mujer en su contra y provocaba las mayores disputas de la pareja. En una de estas ocasiones mi abuela tuvo que salir huyendo al campo de noche con un candil y sus hijos, esperando en silencio bajo un olivo a que se apagara la luz del soberado, señal de que mi abuelo se había acostado, para poder volver a casa.

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El molino era un una gran construcción cuyo eje lo movía el salto de agua de un arroyo que desembocaba en el río. Un muro bajo unía el molino con la casa y rodeaba un gran patio empedrado donde las mulas y burros cargaban y descargaban los cereales. El terreno era muy pendiente, pero la tierra era fértil y había agua en abundancia, aunque salobre, por lo que tenían que ir a las fuentes del pueblo con un burro y cuatro cántaras de agua para llenar la gran tinaja blanca con tapa de madera de la que se surtían para beber y cocinar. Para lavar la ropa en el frío invierno y el tórrido verano, la frotaban contra las piedras gastadas de la orilla del río. Cuando llovía tenían que montar la panera con la ropa en un burro e ir a lavar al pueblo ya que el agua venía embarrada.

La tía María de mi madre, cayó al arroyo en un frío día de enero, al tratar de cruzar por una pasarela de madera. La sacaron, pero enfermó de pulmonía. En esos días estaba un carpintero haciendo unas reparaciones en el molino y mi abuelo le encargó que antes de irse dejara preparado el ataúd de su cuñada. Lo dejaron en el soberado, hasta que días después efectivamente la tía murió.

Mi abuelo dirigía la casa y el negocio con buena mano, a pesar de que a veces se cogía su burro blanco, exclusivo para él, y se iba al pueblo a empinar el codo. Cogía una cogorza de tal calibre, que se subía con ayuda al animal, donde quedaba medio tumbado, y éste le traía solo de vuelta a casa.

Mi abuelo diabético sufría a veces problemas son la vejiga, pero una vez el médico que lo atendía y le sondaba en esos casos no pudo atenderle porque estaba de viaje. Se puso muy enfermo, lo llevaron a la casa de sus hijos al pueblo y allí murió a los pocos días con 72 años. Fue un 4 de marzo de 1944, cuando mi madre, la menor de todos sus hijos, tenía 8 años. Ahí empezó el declive del molino y de la vida familiar.