Catalina, la alegría de la huerta

Los que conocieron a la madre de mi abuela Catalina dicen que le encantaba cantar y bailar, que era alegre y divertida, que no se perdía un sarao por nada del mundo. Tenía marido pero no sabía dónde: después de tener a cinco hijos, fue un día a vender unas cabras al pueblo vecino y nunca más le vió.

Parece que mi bisabuela se recuperó del desconcierto por la marcha del marido desquitándose en las fiestas. No la retenía ni la más pequeña de sus hijas, enclenque y frágil. Una vez que la tenía con fiebre, la lió en un mantón y se fue caminando a la feria de un pueblo cercano. De vez en cuando abría el mantón, miraba a la criatura y decía: “sigue viva”, y continuaba andando.

Parió tres varones y dos hembras. La familia vivía con las estrecheces propias de la época a pesar de tener una huerta y criar algún ganado. Un día el marido salió temprano con los dos hijos mayores a vender las cabras a la feria de ganado de un pueblo cercano y desde entonces se perdió su rastro. Muchísimos años después unos conocidos dijeron que los habían visto en Argentina. Se supone que cogieron el dinero de la venta y se marcharían andando por esas sierras (varias jornadas, seguro) y embarcarían en Sevilla hacia el nuevo mundo. Nadie se explica por qué se fueron sin despedirse ni por qué nunca se comunicaron con los suyos. Su estela se disolvió en el olvido aunque revivía de vez en cuando que algún vecino parodiaba la hazaña.

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Con la madre quedaron el más pequeño de los varones, Juan; mi abuela Catalina, que heredó el talante de la madre; y su hermana pequeña, Carmen, enfermiza de cuerpo y alma.

Como tendría dificultades para sacar adelante sola a sus hijos, su hermana María y su marido Juan, le echaron una mano para criarlos. Mi bisabuela debió morir joven porque sus hijas fueron conocidas siempre en el pueblo por el apodo de los tíos: Colás. Este matrimonio no tenía hijos y sí bastantes bienes: varias fincas, huertas y casas. El hombre era un jugador de cartas empedernido y a medida que pasaba el tiempo el patrimonio iba menguando. María, que crió a las dos niñas como hijas, temía que el marido acabara por jugarse hasta el ajuar de sus sobrinas, por lo que un día dijo: “ya no bebo más ni agua para dejarle a mis sobrinas los cántaros llenos”. Y al poco falleció. Tas su muerte, la herencia se repartió, con lo que preservó los caudales de las ahijadas.

Los tres hermanos

Juan, el hermano de mi abuela, se casó con una mujer de la familia de mujeriegos emparentada con mi padre (la endogamia en los pueblos pequeños es inevitable) y se instalaron en el mismísimo pueblo donde perdieron el rastro al padre. Tuvieron tres hijos, dos varones y una hija. Esta  murió joven tras parir una niña que tuvo que criar mi bisabuela. Fue una familia bastante próspera: todos los varones, padre e hijos, fueron tratantes -compraban y vendían sobre todo fincas, casas y bestias- y les fue muy bien el negocio, especialmente al padre y al hijo mayor.

La hermana menor de mi abuela nunca se casó aunque tuvo y convivió con algunas parejas que no duraron. Desempeñó con rigor el papel de «mozavieja» asignado a las solteronas: era huraña, amargada y antipática, al menos con mi familia. Otros le atribuyen un carácter más sociable y dicharachero, casi como el de la hermana. Le tocó cuidar de su tío, el jugador que la crió como a una hija, hasta que murió. Acogió temporalmente en la casa que heredó a medias con mi abuela a varios sobrinos cuando pasaban por apuros. La parte alta de esa casa era suya y la baja de mi abuela. Esa vivienda fue de las pocos bienes que recibió mi padre de la herencia de sus padres cuando tuvo la mayoría de edad.  Fue también el primer hogar en el que convivió con mi madre antes  de casarse.

Después esa casa se vendió y la tía de mi padre se compró otra, donde recalaron mis padres al año de nacer yo. Retornaron del pueblo donde fueron a trabajar temporalmente (y en el que nací) buscando  un mejor empleo. Al poco esta tía paterna con la que convivían sufrió un ictus que le dejó paralizado medio cuerpo y dificultad para caminar y mantener el equilibrio.

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Cuando más tarde mis padres  se trasladaron al pueblo donde vivirían hasta el final de su vida (con un pequeño paréntesis de 20 años) se la trajeron un tiempo a vivir con ellos. Pero la convivencia era insufrible: la mano que tenía sana la blandía con frecuencia para pegarnos a nosotros. Incluso a mí, que tuve el dudoso privilegio de ser su favorita, me martirizaba. Una vez, aprovechando la ausencia de mis padres, me cortó el flequillo, a sabiendas que mi madre no lo aprobaba, con tan poca maña que tuvo que emparejarlo una y otra vez hasta que me lo dejó a menos de un centímetro de largo.

Envenenaba la relación de mis padres como lo hiciera con la de su hermana: insultaba a mi padre porque en su opinión no dominaba lo suficiente a mi madre y cosas por el estilo. Mi madre se quejaba de sus críticas y le pedía a mi padre que la echara, pero él no accedía. La relación fue tan insoportable que mi madre, siempre sumisa y doblegada a mi padre, sacó el valor un día para echarla ella misma de casa. El incidente  definitivo fue una vez que le clavó un tenedor a mi hermana mayor en el costado porque no sé qué orden no obedecía estando ambas de pie en la cocina.

Se fue despotricando, con su colchón liado con una cuerda y su hatillo de ropa en un taxi que alquiló. Mi padre se mantuvo al margen sorprendentemente.

A partir de ese momento y hasta el final de su vida vivió con mi tía, la hermana de mi padre, que la mantuvo a raya desde el primer día: le dijo que no consentiría que se comiera el pan de sus hijos y le exigió que aportara su pensión para su manutención. También le dejó muy claro que su estancia estaba condicionada a que no les pusiera a ninguno de ellos la mano encima.

Mi abuela Catalina

Mi abuela heredó el carácter alegre de la madre. No sabemos si era una forma de felicidad o una vía de escape. Conoció a mi abuelo y se fue a vivir con él a la finca heredada de sus tíos. Era resolutiva y trabajadora, muy ingeniosa, pero debía de tener también una personalidad bastante fuerte. Toleraba mal el aislamiento del campo, alejada de la vida social a la que estaba acostumbrada, porque siempre vivió en el pueblo. Es de suponer el choque de caracteres que se produjo con el marido. Por lo visto, el mismo día que llegaron al cortijo, mi abuela empezó a organizar algunas cosas y mi abuelo le dijo: “si quieres los pantalones, te los pones ahora mismo, pero ya no te los quitas”. Desde ese instante dejó claro que aunque el cortijo era de ella, el mando lo tenía él.

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De vez en cuando necesitaba desahogarse de la vida tan estricta que impuso mi abuelo en el cortijo, cuyas valores eran la prosperidad, el orden, el esfuerzo, la seriedad y la firmeza. Entonces,  se “ponía enferma” y se iba a recuperarse al pueblo. Allí se desquitaba en fiestas y reuniones hasta que le parecía conveniente y se volvía al cortijo. Una vez tardó un poco más de lo habitual y mi abuelo fue a ver qué le pasaba. Cuando llegó al pueblo la vió al pasar en una fiesta cantando y riendo entre un grupo de gente. Mi abuelo no dijo nada, ni se acercó siquiera. Se volvió solo al campo y mi abuela llegó días después, cuando le pareció oportuno. No han trascendido las probables consecuencias que tuvo ese percance para mi abuela.

La relación de pareja era penosa: mi abuelo le pegaba y la engañaba. Aún más lamentable por lo frecuente  y aceptado que era esa situación en esa época. Una vecina que iba con su marido en los veranos a trabajar a la finca, relataba impresionada duras escenas que presenció entre el matrimonio, como una vez que la golpeó mientras amamantaba a mi padre.

Cuando mi abuelo, siempre enfermo del estómago, murió mientras lo operaban de un cáncer en Sevilla, ella se volvió a su casa sin ocuparse del sepelio. Devolvió el dinero que él pidió prestado para la operación, deuda que ella desconocía, y se trasladó al pueblo a vivir sola con sus hijos.

Al poco cayó enferma también ella, de un cáncer de hígado. Cuando empeoró la cuidaron su hija y su nuera, la de su hijo mayor. Murió dos años después del marido, antes de cumplir 50 y dejando tras de sí dos hijos adultos y tres menores de edad. El más pequeño, mi padre, con 10 años.

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