De vez en cuando voy a pasar unos días a la playa con una amiga que se compró un piso en Cádiz, muy cerca del mar. La primera vez que fui me impresionó saber que el gigantesco edificio junto a su casa era el hospicio. El mismo donde mi abuela parió y dejó a dos de sus hijas. ¡Qué casualidad! Yo estudiando la historia de mis antepasados y sin esperarlo ni remotamente me veo de pronto frente a frente con el lugar que acogió a mi abuela en tres de sus partos.
La primera vez que fui, después de tantos años sin ir a Cádiz, llegué de noche y saboreé con gusto los veinte minutos de paseo desde la estación de tren al apartamento, casi al lado del mar. Las callejuelas estrechas, el ambiente pueblerino, tranquilo, sin coches; las fachadas señoriales, suntuosas, las placitas, los palacios, tantas joyas históricas recogidas en esa pequeña isla…hacen que cualquiera se enamore de esta ciudad, que parece una obra de marquetería. El aspecto algo decadente y descuidado de algunas casonas hace que tenga aún mas encanto, le dan un aire colonial que recuerda bastante a La Habana, aunque nunca estuve allí. Era noche cerrada y sólo me fijé al llegar en el coqueto piso nuevo, tan bien situado, tan bien decorado.
Disfruté como siempre que me retiro de mi rutina, de mis tareas y obligaciones, de mis ralladuras mentales. Nada más subirme al tren para poner destino donde sea ya empiezo a notar el efecto relajante de la distancia.
Cada vez que salgo, que duermo fuera de casa, tengo unos sueños de lo más jugosos. Sueños que son material de análisis muchas veces en la terapia, pero que ya de primeras me parecen reveladores. Con muchísima frecuencia (¿otra casualidad?) allí en Cádiz sueño con niños: niños desvalidos, niños encerrados, niños amenazados, traumatizados, enclenques. Madres que amamantan, que manipulan, que tratan como objetos a bebés que apenas tienen fuerzas ni vida… Creo que estos sueños hablan de mi propia vida. Quizá estén inspirados por la historia familiar, pero se refieren, creo yo, a esa niña que está empezando a ver, atender y entender mi parte adulta. Ya era hora.
Viaje en el tiempo
En particular Cádiz es una ciudad que me trae recuerdos contradictorios. Cuando era pequeña me enviaban allí los veranos con una tía. La primera vez tendría yo 8 o 9 años, me recogieron del tren para que conociera el camino. Los siguientes dos o tres años fui sola de puerta a puerta. Mis padres querían que me repusiera porque estaba enclenque, delgaducha y enfermiza. Y es verdad que si no engordaba algo al menos el bronceado me daba mejor aspecto. Mis tíos tenían cuatro hijos: una ya casada y tres vivían con ellos, el menor era un chico, pero todos bastante mayores que yo.
Allí sentía al principio entusiasmo por las novedades: vivir en un piso en vez de en una casa, el mar, la forma de hablar, las comidas diferentes… Allí leí mi primer libro juvenil del que no recuerdo el título, sólo la fascinación que me produjo la historia y las ganas que me dejó de seguir leyendo. Allí tuve una buena amiga, con la me me carteé durante años y allí aprendí a nadar, con la ayuda de mi primo. Y allí conocí también el fuerte viento de levante y la soledad. Otra novedad también fue conocer a fondo el desarraigo, la nostalgia de mi mundo conocido.
El entusiasmo por dormir en una litera, la primera vez que veía una, terminó pasando. Los paseos al economato con mi tía con un carro de la compra, también el primero que manejaba, también se esfumó, como la novedad del gran patio interior del edificio, una gran plaza de albero y el rico pescado frito casi diario. Al poco tiempo dejaban de deslumbrarme.
Siempre me sorprendió la relación que tenía mi tía con los pájaros, a los que tenía sueltos por la casa y les daba de comer poniéndose migas de pan o magdalenas en su boca. También me hipnotizaba observar a mis primas, que ya trabajaban, arreglarse, maquillarse para salir con sus novios. Esos rituales femeninos nunca los viví en mi casa. Era la primera vez que convivía con una familia que no era la mía, que escuchaba discusiones del matrimonio diferentes a las de mis padres, regañinas a los hijos distintas a las que recibíamos nosotros…y poco a poco me iba sintiendo una extraterrestre por más empeño que pusieran todos en que me sintiera como en casa.
Afortunadamente, el apartamento de mi amiga está en pleno centro, en un lugar opuesto a donde vivía mi tía y donde están encerrados todos estos recuerdos.
Aquí y ahora
Por la mañana, cuando al levantarnos el primer día vamos mi amiga y yo a la playa veo al salir, justo al lado, una gran tapia, un edificio enorme. Le pregunto qué es y cuando me responde: “el hospicio de la ciudad”, me quedo congelada. Le pregunto si hay más de uno y me dice que no, que es el único. Así que tiene que ser ese… No puedo asimilar la noticia, tengo que procesarla pero me cuesta. Vamos rodeando la tapia para plantarnos frente a la cancela de entrada del enorme, grandioso edificio. Ahora está abandonado, no tiene más uso que la zona vallada que lo rodea como aparcamiento. No es que quisiéramos verlo bien, es que la playa está justo enfrente de esa mole de piedra bien conservada aunque tiene varios siglos de historia. Y tantas historias que no puedo ni imaginarme….Pero que mi cabeza, como si antes de poder pasar página tuviera que dar un repaso general y dejar bien organizada la información, las tiene que repasar a velocidad de vértigo: imaginarlas, construirlas y dejarlas marchar, todo al mismo tiempo.
Cruzamos la calle y ya estamos en una maravillosa playa, recogida y coqueta, con un elegante edificio en forma de medialuna, subido a una galería de columnas que descansan en la mismísima arena. Es tan coqueto que parece un pastel de merengue. Este edificio sí está en uso, creo que para actividades culturales. Rodeando la playa dos brazos de tierra se adentran en el mar y en sus extremos, se levantan fortificaciones de piedra, viejos castillos rehabilitados. Dan la impresión que protegen la playa, que la envuelven en un seguro abrazo protector. En la arena, la gente en bañador tomando el sol relajada, extranjeros, lugareños disfrutando del baño y las tertulias, chicos flirteando, niños jugando: el presente, el disfute… Y sólo volver la cara, el pasado: el hospicio abandonado.
Es un contraste impresionante. Supongo que por varias razones es mucho más impresionante para mí. Me siento allí parada, sin poder moverme, como si hubiera hecho un viaje a un tiempo desconocido y no asimilara el impacto. Como si no me decidiera a qué lado inclinarme.
A velocidad de vértigo me imaginé a mi abuela, dos o tres días subida a un burro para llegar desde el pueblo, en plena sierra, a un lugar donde no conocía a nadie; A punto de parir a una criatura que dejaría allí. Esa niña era mi tía con la que me iba los veranos, allí mismo, a Cádiz ¿Casualidad?
No puedo imaginar cómo se sentiría mi abuela al volver a casa sin la niña y con su pena y saber que, además, mientras ella daba a luz a esa primera hija de mi abuelo, su hijo varón, el menor de la primera pareja, estaba enterrándose. Luego repetiría la hazaña del parto al año siguiente y al otro, siempre por primavera. La tercera niña no se la aceptaron, tenían el límite de dos hijos por mujer, y se la tuvo que traer recién nacida en el burro, de vuelta al molino donde vivía. El consuelo que le daría esa criatura sería tan grande que fue siempre su favorita.
Me imaginaba la vida de mis dos tías allí, año tras año, esperando que alguien las adoptara, o que algún familiar las reclamara o al menos que las vinieran a visitar. Imagino que de tanto esperar perderían la esperanza. ¿Cómo sería allí la vida? ¿Cómo las tratarían? ¿Pasarían hambre? ¿Frío? Desde luego hambre de abrazos, frío de caricias, seguro. Y las pocas familias que iban a adoptarlos, ¿qué sentirían? ¿Cuántas mujeres pasarían por allí a dejar a sus criaturas, cada una con su propio drama? El edificio, aunque se dedicó también a dementes y pobres, tiene tres altísimas plantas y ocupa una gran manzana, así que muchas.
Mi abuelo estuvo una vez allí tratando de recoger a las niñas y no se las entregaron porque no tenían sus apellidos. ¿cómo se sentiría? ¿conseguiría verlas? ¿Quizá tuvo un atisbo de culpa o pesaban más los condicionantes sociales? Y el viaje de mi abuela años más tarde con su madre, también subidas a bestias, envuelta en el mantón negro que mi madre recuerda, a recoger a sus dos hijas… ¿las reconocería? ¿Qué sentirían las niñas cuando le presentaron a su madre y tuvieron que irse con ella? Imagino que una mezcla de rabia, que procurarían enterrar, y un alivio sin mucho fuelle , extenuado por la larga espera. Al fin y al cabo, esa extraña las llevó a vivir al campo, junto a un río, lejos del mar que veían a diario, y ahora que habían conseguido adaptarse a aquel mundo…La mayor no se adaptó, se casó con un gaditano y vivió en Cádiz toda su vida. Era mi tía con la que pasaba los veranos.
La lección
Por qué (perdón, esa pregunta dicen que es inadecuada) ¿Para qué la vida me pone esta experiencia por delante? No creo o no quiero creer que sea simple casualidad. Desde luego me alienta a seguir adelante investigando en la historia familiar y viendo cómo se repiten pautas de comportamiento, actitudes, fortalezas y debilidades, desde la noche de los tiempos en mi linaje.
Allí de pie en la arena, a la misma distancia del impresionante edificio que del agua del mar, siento que el dolor y el gozo están fuertemente unidos en el mundo que habitamos. Ayer, hoy y mañana. Pasarse la vida huyendo del sufrimiento no parece rentable, el dolor está ahí y huirle es permitir que nos esclavice, que le dediquemos toda nuestra energía. Y la búsqueda del gozo, igual: otra quimera que nos hace, que me hace a mí al menos, dejarme la piel en lo que no encontraré en estado puro nunca. Y si lo encuentro, me incita a aferrarme hasta la extenuación para no perderlo. Aceptar que, así como en la mena de las minas los minerales preciosos están incrustados en la roca, las alegrías y las penas son parte indisoluble de la realidad que vivimos. Y mientras antes lo acepte (mos), mejor.
Luego averigüé que puede que mis tías se criaran en la antigua Casa Cuna que acabó destruida por una explosión de un fortín cercano en 1948. Pero da igual, al fin y al cabo, la lección es lo importante.
Y allí estaba en el escenario perfecto para esa lección: el hospicio olvidado, el calvario encerrado y la gozosa playa abierta y luminosa. Un curioso contraste. Pero aunque me acerque al abismo, quiero no vivir anclada en la melancolía de antaño, quiero rendir homenaje a esas mujeres, madres e hijas y disfrutar lo que gracias a ellas la vida me ofrece hoy. Extraer todo el gozo que pueda de la mena de la vida.