Reconectar

Mi siquiatra me confesó que está enamorado de mí. Literalmente, así me lo soltó el otro día. Me quedé confundida, estupefacta, sin saber qué hacer. Al principio estuve bastante inquieta, pero a medida que discurría la hora y media de entrevista me fui tranquilizando. Es un gran partido, la verdad: un hombre inteligente, flexible, de mente abierta, joven de espíritu, con un fino sentido del humor. Y para redondear el cuadro, con prestigio y pudiente, no hay más que ver lo que cobra por la consulta. Lástima que esté casado y tenga más de 80 años, que si no…

Al entrar ese día en su despacho salían dos señoras bastante mayores, con aspecto monjil y taciturno. No sabría decir cual de las dos era la paciente, parecía que las dos necesitaran asesoramiento, como yo. Al poco de empezar nuestra charla periódica, me suelta a bocajarro que necesito enamorarme para curarme; y sin respiro de por medio me confiesa que él lo está de mí. Enseguida me pasó el susto porque continuó diciendo que también lo estaba de las dos señoras que acababan de salir y del paciente que vería después. Está enamorado de su profesión, de las personas con las que trabaja. Así que eso era lo que quería decirme, no era una insinuación, sino una estrategia, una terapia de choque para que aprendiera bien la lección: Que tengo que enamorarme. No necesariamente de una persona, dijo, sino de algo, de lo que sea, de la vida. ¿Pero cómo?

De esto hace algún tiempo y voy viendo ya algunos brotes de la semilla que plantó en mí y que cuidé con esmero. Empecé a hacer cosas que un día, de pequeña, me gustaron: estudiar idiomas, escribir o bailar. Sin disfrute al principio, evitando el contacto con la gente, eludiendo los eventos y celebraciones, pero con determinación y constancia. Cuando echas una red de pesca al agua, aunque no confíes en tener la suerte de atrapar algo en la infinitud del océano, tarde o temprano acabas pillando algún que otro pez.

Bailar

El baile latino está siendo un banco de pesca muy suculento, una fuente de reparación importantísima para mi. Tiene muchos ingredientes: el contacto físico y personal, la conexión sin palabras, la relación sin compromiso, el juego seductor sin culpa. Fui un par de veces a una discoteca en el horario infantil que ponen este tipo de baile y allí me vuelvo insegura. Pero en la escuela me siento con derecho a equivocarme, a pisar al compañero, a que se me olviden los pasos o que no me salga un giro. Tuve mucha suerte con el ambiente de clase, con los compañeros, eso también es verdad.

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Poco a poco voy abriéndome a las relaciones con ellos. El otro día participé en una fiesta en la escuela y aunque había caras nuevas -los compañeros de cursos más avanzados- me sentía como en familia. Me voy acercando a algunas personas con las que tengo más afinidad y me atreví a bailar con los alumnos más aventajados. Uno de ellos un encantador chico de solo 12 años!

Me siento torpe aún en el manejo de las relaciones, en el conocimiento de las reglas no escritas que rigen las relaciones humanas en algunos contextos como este. Una amiga me explicó, por ejemplo, que no tienes que esperar a que te saquen a bailar: mujeres y hombres pueden pedirlo por igual; cómo se suelen saludar al comienzo o final de bailar cada pieza o cuál es la ropa más adecuada para ir a un “social” como ellos le llaman. Será una tontería, pero no tenía ni idea de cómo funcionaban estas cosas. Parece que vengo de otro planeta, que estuve 40 años fuera de la Tierra y ahora me cuesta reconocer la evolución de sus costumbres.

Escribir

Sigue siendo una de mis maneras favoritas de fluir (y de huir?) de perderme en el espacio tiempo, de conectar conmigo y olvidarme de mi al mismo tiempo. Es una de las formas más conocidas, más usadas desde pequeña, sólo que estoy descubriendo nuevas maneras, nuevas vías como este blog o el taller de escritura.

El lenguaje no es la única, pero es una importante forma de conectar. Escribir me ha  permitido mantener el contacto conmigo misma durante muchos años, y ahora estoy descubriendo comunicarme con el otro, exponerme y mostrar quién soy a través de la palabra escrita. Parece una paradoja, pero muchas veces usé el lenguaje, sobre todo el hablado, para esconderme, para eludir sentir y decir quién era.

Escribir relatos para la clase es lo que más me hace disfrutar. Supone un apasionante reto que la profesora nos invite a redactar, por ejemplo, un relato de ciencia ficción, un microrrelato de menos de 50 palabras o un monólogo. Mi primera intención es decir: no sé hacerlo, sólo sé escribir de y para mí, no tengo imaginación. Pero luego me siento ante el teclado y me sale! Y es un gozo increíble. No sé si lo que escribo está bien o mal, si es mejor o peor, pero me sale. Y como si fuera un parto, me siento orgullosa de la criatura en cuanto la veo asomar a la vida. Echo un vistazo de reojo por si tiene 6 dedos y debo quitarle uno, o si tiene los pelos desgreñados y hay que peinarlo un poco, pero al fin y al cabo es mi obra.

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Lo mejor de todo es leer los textos allí en clase. Compartir mi criatura con el resto de mujeres (el taller lo organiza la Concejalía de la mujer): me hace sentir en comunión con ellas. El respeto, la discreción, la comprensión que me brindan es para mí una gran terapia: me siento vista, aprobada, no juzgada, aceptada e incluso valorada. Me siento una igual, unida a ellas. Sus vidas y la mía apenas se diferencian más que por las distintas anécdotas que vivimos.

He tenido que pelear conmigo misma porque por mucho tiempo me resistí a hacer lo que más me gusta. Aún me pillo in fraganti de vez en cuando,  boicoteándome, merodeando por la casa inventando tareas para no ponerme a escribir, pero cada vez menos.

Conectar

Conectar al final es lo más importante. En los últimos libros que he leído (sí, de nuevo intercalando literatura con ensayos de siquiatría, soy obsesiva, lo sé), queda claro que la única razón de ser, que lo más importante o quizá lo único que podemos hacer es tratar de conectar con el otro. Aprender de verdad (porque de boquilla todos lo sabemos) que la vida es placer y dolor. Que la mejor o única manera de hacer que el viaje merezca la pena es compartiéndolo con los demás. Un amigo, una pareja, un familiar, el tendero, una vecina, una comunidad… con quien sea que de verdad podamos sentir esa complicidad, ese reconocimiento mutuo profundo y sincero. Es el único consuelo, saber que no viajamos solos y sin rumbo como minúsculas motas de polvo en el espacio infinito.

Conectar con la palabra, con la mirada, con el tacto o con el sexto sentido, da igual, pero conectar, sentir que hay otro ahí que te ve, te acepta, te acompaña.

Durante estos años (¿toda mi vida?) he tratado de engañarme (el autoengaño, ay!) imaginando que era yo diferente, que mi dificultad para sentirme entendida era culpa del otro o mía. Incluso he tratado de convencerme que no necesitaba a nadie, que tenía que conseguir ser autosuficiente. Unas veces más y otras menos, sentía en el fondo de mí un témpano helado de soledad, a pesar de estar siempre rodeada de gente, que parece que poco a poco se va derritiendo.

Da igual tener muchos amigos y compañeros, hijos y hermanos que te aprecien; Incluso da igual tener o no pareja si no puedes alcanzar esa conexión profunda que nos hace sentir el calor de la compañía, que  ayuda a sentirnos humanos,  seres frágiles y limitados.

Eso sí, para conectar con el otro, yo primero tenía que hacerlo conmigo misma. Atreverme a sentir lo que ya sentía y a ser lo que ya era. Aceptarme y quererme con mis limitaciones y valorando -que no es tarea fácil- mis fortalezas.

Últimamente tengo más facilidad, me resulta más natural sentirme unida, cercana, con personas de todas las edades y condiciones, en casi todas las circunstancias y en mayor número que antes, cuando dos eran ya multitud.

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En cuanto a lo de enamorarme… sí, también empiezo a enamorarme de la vida, de todo lo que me rodea, de lo que hago. Cada vez soy más capaz de fluir con cualquier tarea hasta olvidarme un poco de mí, de mis penas, de mi ombligo. Puedo fundirme con el momento y dejar de sentir el tiempo, el espacio, el dolor y hasta el miedo. Sobre todo el miedo. Ese viejo amigo y venerable maestro. En cuando se acoge, se diluye y en su lugar va apareciendo poco a poco, sutil y delicadamente, el amor.