La madre

No quiero hablar de la madre que me parió, sino de la que ha de parirme aún. De esa madre que todos, hombres y mujeres, tenemos en el ángulo muerto, como en los coches, y ni siquiera nos damos cuenta de que está. Está pero no está haciendo lo que ha venido a hacer aquí ¿Parece un acertijo?

Uno de los grandes interrogantes de nuestra vida, que más vale que aprendamos a contestar, es qué pasa con nuestra madre. El que más y el que menos tenemos nuestros asuntos pendientes, lo queramos o no, lo admitamos o no, seamos capaces de verlo o no. La inmensa mayoría llevamos puesta una herida, desde la infancia, más grande o más chica: pudimos haber sentido abandono, maltrato, abuso, a veces por acción y otras por omisión. Algunos sentimos el dolor de la invisibilidad o la falta de reconocimiento. Otros, la lacerante mordida del desprecio, que nos hicieran sentir como una carga o culpables por la simple llegada a este mundo. Muchas veces un poquito de todo.

Por una o varias causas la mayoría albergamos una buena dosis de resentimiento y amargura que proyectamos en nuestra madre física, la que nos parió y la que nos crió con todas esas deficiencias. Aunque no trato de justificar ninguno de estos comportamientos, a veces muy muy duros y reprochables, sé que quedarse en el lamento de poco sirve.

Mucho menos útil es ignorarlo o negarlo. Cuántas veces encuentro personas que me aseguran que su infancia fue de lo más feliz; perfecta, vaya. Que sus padres eran adorables, que le dieron todo lo que necesitaba, que le querían con devoción. Mientras más pasión ponen en defenderlos, más sospechoso es el asunto. Algunos señalan  pequeñas debilidades de sus progenitores, que hace el relato más creíble, más humano, pero enseguida quitan hierro a la cosa, asegurando que estaba compensada la falta con creces o que ya está todo superado u olvidado. Los hay, claro, a quienes ni les interesa saber del tema, piensan que el pasado, pasado está y que ahora no tiene sentido mirar atrás. O no se acuerdan de nada, también ocurre, y es verdad: el inconsciente busca sus recursos para evitar el sufrimiento.

Todo es muy respetable, yo misma pasé por varias etapas, pero me temo que la experiencia del pasado forma parte de nosotros como lo forma nuestro cuerpo físico. No se trata de estar todo el día mirándose al espejo la cara, pero tampoco pretender correr una maratón si nacimos sin piernas. O sea, conocernos, comprender lo que pasó y aceptarnos con lo que hay para seguir avanzando por donde mejor resulte para cada uno, para crecer.

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Aparte del dolor que causa abrir una herida que no termina de cicatrizar está el tema de la enorme culpa que sentimos como hijos cuando miramos con sinceridad cómo fue nuestra infancia, cómo lo hicieron nuestros padres. Cuesta mucho reconocer que lo hicieron estrepitosamente mal, parece que nosotros somos malos hijos si los criticamos a ellos. Siendo niños, no podíamos ni siquiera aceptar que fuéramos mal tratados. Si algo inadecuado ocurría tenía que ser culpa nuestra, eso dicen los sicólogos. Tanto dependía nuestra supervivencia de su cuidado que de ninguna manera podían ser ellos los equivocados, sino que lo éramos nosotros. A medida que fuimos teniendo consciencia empezamos a dejarnos sentir la rabia y el dolor, (teñidos de esa culpa), en la que nos enredamos y a veces se enquista ya ese rencor para toda la vida.

Mirar, ver, avanzar.

Sirve de poco hurgar para quedarse ahí. Soy una adicta a la introspección, pero eso no me hace más lista ni más sabia. Mucho tiempo me quedo mirando fascinada, queriendo escrutar un conflicto, un malestar, pero a veces no hago más que estar ahí paralizada, absorta, dando vueltas y vueltas sobre lo mismo sin avanzar ni encontrarle salida. Y  mientras tanto, perdiéndome la vida.

Afortunadamente puedo contar con ayuda y mi determinación, claro, para permitirme ver qué pasó, volver a SENTIR qué pasó y dejar de sentir en la sombra aquello que pasó…. Y que sigue pasando obstinadamente de una y otra forma hasta que no se consigue resolver. O sea, hasta que no se re-siente, se comprende, se acepta y se cierra por fin la herida.

Paralelo a este proceso voy confirmando lo que estaría bien que supiéramos todos ya de una vez. Que nuestros padres hicieron lo que pudieron y que ya no tiene vuelta atrás. Y que la tarea más importante que tenemos que hacer aquellos que salimos escaldados de la infancia (la mayoría, insisto, lo reconozcamos o no) es convertirnos en nuestra propia madre y padre. Dejar de distraernos con el rencor corrosivo hacia los que nos dieron la vida o con el olvido narcotizante de nuestra verdadera infancia. Hacernos cargo como adultos del niño herido que hay en cada uno de nosotros, responsabilizarnos una y otra vez de nuestras emociones, nuestras debilidades, nuestros deseos y nuestra hambre de afecto y reconocimiento tan antiguos como olvidados y disfrazados.

¿Cómo es nuestra auténtica, nuestra actual madre? ¿cómo de cariñosos, cuidadosos, amorosos somos con nosotros mismos? ¿Cómo nos juzgamos a la menor de cambio, nos criticamos, nos menospreciamos? ¿Y cuántas veces ignoramos lo que realmente sentimos? Nos falseamos, tratamos de darnos gato por liebre, de convencernos de que esta situación nos conviene y tenemos que aguantarla a toda costa, que no debemos ser niños caprichosos, que no hay motivos suficientes para actuar de otra forma.… ¿estamos respetando nuestro niño interior, nuestro verdadero ser? ¿Qué clase de madre estamos siendo ahora con nosotros mismos?

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Por no hablar de que la madre y el padre que interiorizamos es lo que reflejamos en nuestros hijos. Si no hacemos el trabajo de sanear a nuestros los progenitores, estamos condenados a repetir sus defectos, generalmente amplificados. Curiosamente, a veces intentamos huir de sus fallos situándonos al otro extremo de lo que ellos fueron, lo que acaba siendo igual de dañino.

Yo aún tengo por delante trabajo con mi madre. La madre física es como el mapa que nos ayuda a recorrer el territorio, pero no es el terreno. A medida que andamos, podemos prescindir del papel que nos indica el camino y elegir el nuestro propio. Ella es para mí el termómetro, la que me hace darme cuenta que aún cuando la miro o la toco sigo sintiendo algo que no está en su sitio, que tengo que seguir trabajando. Así que a pesar de todo, a pesar del dolor, que fue mucho, ahora puedo empezar a decir gracias. Gracias por la oportunidad que me da la vida de desbaratar el malentendido, de que a peso de fijarme y dejarme sentir el dolor puedo traspasarlo y entrever la verdad oculta. Vislumbro detrás una vida más plena, completa y libre. A medida que se acerca siento esperanza y ligereza.