Gillué, aldea perdida para encontrarse

La semana pasada me fui sola a un pueblo abandonado en el Pirineo aragonés. Me alojé en una casa rural donde compartí unos días con personas desconocidas. Casi siempre me sentí feliz, acompañada, como en familia. Otros momentos sola, lidiando con los fantasmas que siempre me acompañan por lejos que vaya.

Desde hace tiempo quería afrontar un reto como este por mero placer, para tomarme la medida, sentir cómo de recuperada estoy, cómo están mis fuerzas físicas y mi estabilidad emocional. Una amiga me recomendó este grupo de vacaciones alternativas, SARVATRA.

Ellos me pusieron en contacto con personas para llegar al destino, una aldea semiderruida del Prepirinero en Huesca. Así que una mañana bien temprano me subí al AVE con la emoción de una niña que sube a una atracción de feria.

En Madrid nos juntamos 4 mujeres que compartimos el segundo tramo del viaje. Nos hicimos íntimas al instante. Yo estaba eufórica y verborreica, nos reimos y llegamos casi sin darnos cuenta, anocheciendo, a un paraje perdido. Cuatro casas de piedra deshabitadas, en medio de montañas y prados solitarios. Solo había dos o tres vecinos: un centro de macrobiótica, el alemán propietario del pueblo y la casa rural donde nos alojamos.

Me encantó conocer a los organizadores:  gente variopinta, con recorrido, valiente porque se atrevió a vivir su sueño. Tendrán también sus recovecos, sus fantasmas, que serán iguales y distintos a los míos. Personas preparadas, profesionales, expertos y apasionados con lo que han elegido hacer con sus vidas.

Desafíos y oportunidades

Me instalaron en la buhardilla, en una habitación en forma de U con 7 camas, dos de ellas libres. En los laberínticos pasillos de la vieja casa había 5 baños que compartiamos las 20 personas que éramos entre clientes y organizadores. Me sobrepuse rápido a la primera contrariedad y el primer desafío: La intimidad, la comodidad y el descanso se consiguen en cualquier sitio, es una disposición interior y se puede desvincular del lugar en el que uno esté.

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Llegamos directos a una charla de bienvenida donde tuvimos el primer contacto con la gente. Enseguida las etiquetas: estas son catalanas, este es el gracioso del grupo, esta es la coqueta, este va de…la otra es un poquito… aquel se parece a…. A lo largo de los días fui capaz de ir desprendiéndome de los prejuicios y VER y acoplarme a las personas que había detrás de cada vestido, de cada máscara.

Me resistí, no fue fácil; luché con la tentación de acomodarme a lo conocido, a las compañeras de viaje recién conocidas pero ya amigas íntimas. Me propuse evitar la dependencia. Y lo pasé mal. No conseguía conectar con la gente y fui presa de una mezcla de rebeldía, autoexigencia y desesperación. Empezó a invadirme la ansiedad, no tenía sosiego, no me encontraba a gusto en ninguna parte, ni sola ni acompañada. No soportaba el ruido en el comedor, todos hablando a la vez. Si hubiera podido, me habría vuelto a casa. Me sentía mal por sentirme mal: un bicho raro. Si todos se divierten, se ríen y se integran ¿por qué yo no?

No sé cómo conseguí dar un zapatazo en el suelo y decidí que por mis ovarios superaría la prueba. Di un paso al frente, mostré mis flaquezas, me dejé ver, mi malestar, mi necesidad, mi vulnerabilidad. Y enseguida me sentí acogida y en casa de nuevo. Es el juego entre la vida y la muerte;  la soledad y la integración; entre la responsabilidad y el victimismo.

Necesitamos al otro

El aprendizaje más importante estos días fue darme cuenta cómo necesito al otro, a los otros. Si ponemos una barrera para protegernos, tampoco nos podemos tocar de verdad y seguiremos estando solos y necesitados. Creo que todos nos podemos encontrar solamente desde la verdad de lo que somos. Nunca desde los personajes que nos montamos, sino desde la alegría genuina y la grandeza auténtica  o desde las miserias que también llevamos.

Qué me dificulta de primeras conectar, sobre todo en grupos grandes, aún no lo tengo claro. Quizá quiero ser el centro de atención y no puedo y me siento impotente; quizá no puedo alzar la voz y competir con otros que considero mejor dotados, más fuertes; Quizá juego a la víctima desvalida esperando aún que alguien me rescate.

Experimenté el sufrimiento de sentir una profunda soledad estando acompañada, la peor de todas, y disfruté el gozo de sentirme fusionada con personas sin que mediaran palabras entre nosotras. Sentir esa comunión, compartir el anhelo de ser tenidos en cuenta, de recibir afecto y aprecio  es lo que nos hace ser humanos y  da sentido a esta procelosa vida

El dolor, esa herida tan desgarradora que todos llevamos, por diferente que sea su forma, también nos une. Esas miserias, esas pequeñas estrategias para competir por la atención, por el reconocimiento, como niños desvalidos, puede ser enternecedora. Unas veces muy ostentosas, otras más sutiles, unas más conscientes que otras. Cuando se observa desde el corazón, éste se ensancha y se ablanda lleno de compasión por los otros y por uno mismo.

Montaña rusa

Desde el primer día todo lo viví como soy yo, intensamente. Y esto me lleva al siguiente aprendizaje: el de regularme, el saber poner límites, escucharme y decir en algún momento  aquí me quedo, reconocer que no puedo llevar el ritmo de otros algunas veces.

El primer día hicimos una ruta de más de tres horas, con calor, en cuesta… demasiado para mi. Después quedé agotada. Otros días mi cuerpo me pedía descanso o silencio en lugar de participar en las actividades, y me permitía momentos de paz y serenidad. Otros me debía levantar de la mesa antes del postre porque el ruido y estar en grupo me resultaba insoportable.

Si había baile, yo bailaba hasta quedar exhausta. En el yoga me esforzaba hasta el límite… Poco a poco pude ir afinando mi escucha y decidiendo cómo y cuándo participaba para no ser tan extrema en todo y luego quedar exhausta.

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Un día visitamos un enclave muy interesante a pocos kilómetros de allí. Aineto, un pueblo abandonado y desde hace más de 20 años reconstruido y repoblado con un grupo de jóvenes que fueron instalándose allí con nuevos proyectos de vida sostenible.

Visitamos rincones mágicos como el laberinto de piedra o los alrededores de la casa del alemán, un restaurador de juguetes antiguos jubilado que ha creado una selva de animales imposibles, extraterrestres. Sus materiales: ramas secas, piedras de colores y viejos trozos de cuero. Un jardín con aire zen, una verdadera obra de arte con  personalidad arrolladora, magnética.

Otros días nos bañamos en heladas pozas de agua turquesa. Un paraje mágico rodeado de espesa vegetación donde no faltaban las mariposas y enormes libélulas. Emocionante.

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La guinda del pastel

La vuelta fue una peripecia digna de una película de Almodóvar. Al coche antes ya de salir se le estropeó una ventanilla, la mía, así que con alerta por viento lateral y ola de calor fuimos hasta Madrid con la fresquita y sin abrir la boca por el ruido atronador.

A mitad de camino paramos en una vía de servicio porque notamos algo raro al coche: habíamos pinchado. En plena llanura de Castilla, campos amarillos de paja seca hasta que la vista se perdía y un viento ardiente, empezamos las maniobras propias de 4 mujeres, la mayoría de las cuales que no nos habíamos visto en otra, para cambiar la rueda. Sacamos todas las maletas del maletero y las dejamos en la orilla del camino asfaltado.

Después de buscar manual de instrucciones y recurrir a san Google no había ovarios ni de soltar la rueda de repuesto de la cinta, más bien cadena, con la que estaba atada.

A punto del desespero paró un coche pequeño y desvencijado. Sólo la casualidad quiso que el conductor con una señora muy mayor de copiloto, hubiera salido también de la autovía a hacer un pis, porque si no por allí no pasaba ni Dios. Otra casualidad fue también comprobar que venían del mismo sitio que nosotros. El caso es que se ofrece amablemente el chico a ayudar y poco nos faltó para extenderle la alfombra roja.

coche averiado

Se baja del coche y dice, un momento, lo primero voy a sacar a mi madre, que con este calor… y se va hacia el maletero. No entendíamos… hasta que sacó una silla de ruedas: la mujer era discapacitada y sospechamos que tenía la cabeza un poco perdida, porque le preguntaba al hijo que por qué estaba en la silla, si es que se había caído. El hijo paciente le decía no, madre, es por los años que tienes.

Coloca a la señora junto al coche mientras él empieza a sacar toda suerte de herramientas de lo más moderno, como si llevara un taller ambulante. No podíamos creer tanta suerte. Yo le pregunto a la madre si quiere que la lleve bajo el único árbol cercano que sombreaba la imponente llanura. Pero ella dijo que no pensaba perderse el espectáculo.

Hubo que recurrir a una cizalla para cortar la atadura de la maldita rueda y poder colocarla. llenarle la presión fue otro poema. Hicimos la media de bares (de presión, claro) porque en cada sitio web se indicaba una medida diferente. Cuando por fin cargamos las maletas y le dimos un sentido beso y sincero agradecimiento al chico, tuvimos que ir a 80 de velocidad máxima el resto del viaje sin dar crédito a la experiencia. La ventaja es que amainó el tórrido vendaval que entraba por la ventanilla.

Cuando llegué a Madrid pude cambiar el billete del AVE y adelantar el viaje, pero preferí quedarme sentada un par de horas relajaaaaaaaada en un cómodo sofá de la cafetería de la estación. Necesitaba esa transición para integrar todo.

Al llegar a mi destino me recogió mi hijo y no recuerdo alegría más grande en mucho tiempo. Yo venía cansada pero hermosa, creo, iluminada por la vida vivida, embellecida también, espero, por las múltiples compras que hice de abalorios y trapitos. Y marcada por un hermoso herpes en el labio superior que me llegaba casi al ojo atravesando la nariz. En casa, dos días en la cama para reponerme. Ultima lección: aún no estoy del todo lista  para emprender las aventuras y viajes con los que sueño. Pero todo llegará.

 

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