Tengo una relación de amor y odio con mi hígado, esa especie de pirámide tumbada dentro del costillar derecho. Uno de los órganos más importante del cuerpo y yo a la greña con él!. La disputa dura más de medio siglo y por fin estamos negociando. Como en toda contienda ambos salimos malparados, pero lo peor de todo fue pasar tanto tiempo ignorándonos.
Ahora apenas se deja cuidar de tan disgustado que está conmigo. No es que quiera vengarse, es que no está acostumbrado y desconfía de mí, claro. Llevamos años jugando al escondite uno con el otro y no hay manera. Algún pequeño acercamiento se está dando pero la relación está más viciada ya que la de un viejo matrimonio.
Todo empezó de pequeña. Aprendí -como tantas mujeres- a no expresar la rabia, la frustración. A poner cara de palo cuando me daban un golpe en la barriga o cuando mis sueños se hacían añicos una y otra vez; cuando me rodeaba la hostilidad, la carencia (siempre “faltaba”, no había bastante…). No digería nada bien toda esa negatividad, la agresividad y la desolación que calaban en mí sin que me diera ni cuenta.
¿Tengo que contar a estas alturas que el cuerpo y las emociones están conectadas? Por si las moscas diré que el hígado, el mayor órgano del cuerpo que hace más de 500 funciones, muchas imprescindibles para la vida, sufre si no sabemos gestionar la rabia, la frustración o la ira, según la Medicina Tradicional China. La Biodescodificación añade que también enferma con sentimientos de carencia de comida o dinero (real o simbólica), cuando no digerimos bien las emociones o cuando peligra nuestra supervivencia.
De pequeña
Desde chica empezó a darme pequeños toques de atención. Cada vez que no podía asimilar algo, cuando una situación se me atascaba, me congelaba, no podía gestionarla ni digerirla. En esos momentos, me enfermaba de “cólico”: léase bloqueo, paralización del sistema digestivo, náuseas, imposibilidad de comer… y nunca tuve fácil lo de vomitar, ni fui propensa a la diarrea, así que esos atascos me duraban días. El primer gran cólico que recuerdo fue por tomarme los restos de una lata redonda de atún, de esas grandes, a granel, y estuve más de 7 años sin volver a probarlo. Supongo que me sentó tan mal el aceite como el resentimiento que sentía porque nunca me tocaba a mí rebañarla (éramos 11 en casa).
Cuando era joven empezó a sentarme la leche como un tiro, así que dejé de tomarla después de varios cólicos de aviso. Quizá tuvo que ver el resquemor que aún sentía hacia mi madre por un incidente de años atrás. Yo protestaba porque el vaso de leche tenía nata a pesar de que ella la había colado. Harta de mis protestas, me obligó a comerme la nata de todo el colador. Aún siento asco al recordarlo.
Mi infancia fue una escuela en la que aprendí a reprimir la rabia. Cuando me sentía iracunda más que explotar, implotaba, me tragaba la ira en lugar de expresarla. Me quedaba impasible, congelada ante las situaciones que me desbordaban, que eran muchas. Puede que mi vida no haya sido taaaaan dura, quizá yo fuera demasiado sensible. El caso es que nunca supe defenderme, devolver un golpe, discutir a gritos ni decir un NO con mayúsculas.
Otras señales que me enviaba mi hígado eran los problemas para tragarme las grasas de todo tipo. La carne, los embutidos, cada vez toleraba menos alimentos. El tocino o la morcilla me ponen los pelos de punta. Eso sí, un buen jamón de pata negra, de bellota, me cae fenomenal si le quito la grasita.
De mayor
Pasé por épocas de cólicos recurrentes. Una vez perdí 12 kilos en unos meses, no podía comer casi de nada. El triste arroz blanco hervido y el agua con limón fueron mis salvavidas durante años. La pechuga de pollo a la plancha era, junto a la compota de manzana, el menú de lujo en los periodos en los que un cólico enlazaba con el siguiente.
No puedo detallar nada concreto que estuviera pasando entonces en mi vida. Creo que toda ella era una montaña rusa, intensa y llena de contrariedades. Como la primera parte de un estornudo, que dice mi siquiatra, un sostenido AHHH!.
Una vez, desesperada e impaciente con mi hígado, harta de oirlo protestar pero sin estar dispuesta a escucharlo, me fui al médico. Después de hacerme pruebas, como la de la papilla blanca con sabor a yeso que tenías que tragarte delante de un aparato de RX, dictaminó que todo era psicosomático y que fuera al sicólogo. Algo inusual hace 30 años. La verdad que después de solo unos meses de terapia desaparecieron durante años los dichosos problemas digestivos. Gané de momento la batalla pero no la guerra.
Últimamente me confié, bebía una cerveza diaria a pesar de que no me sentaba bien; cenaba tarde y mucho a pesar de que a veces dormía sentada para evitar las naúseas. Tenía que comer constantemente porque me sentía desvanecer, sin vitalidad ni energía. Estaba desnutrida. No porque no comiera, sino porque no asimilaba bien los alimentos. Eccemas en los pies, picores en la piel, pérdida de visión, inquietud y tristeza, digestiones lentas, dificultosas y diarreas casi constantes hicieron estos últimos años que el asunto fuera a mayores. Y fue así que perdí de nuevo 15 kilos sin quererlo.
El descontento con mi vida iba por el mismo camino. Y la parálisis. No quería la vida que tenía pero no hacía nada para modificarla. No sabía qué hacer, no confiaba en tener fuerzas para los cambios que presentía necesarios y no me decidía a arriesgarme a perder la “seguridad” de lo conocido.
Hasta que mi hígado no me habló, me gritó fuerte al oído. Me dio un ultimátum y dijo: «hasta aquí hemos llegado. Si no tomas tú las riendas lo haré yo».
Colangitis biliar primaria
Este nombrajo tiene la dolencia que encontraron en mi pobre hígado. Una enfermedad autoinmune calificada de rara, aunque una amiga la tiene también, debe estar extendiéndose como la pólvora!. Es un deterioro de los conductos biliares causados por la inflamación del hígado que puede llegar a provocar cirrosis y lo siguiente. No se cura, dicen, aunque con un medicamento de por vida (otro más) se puede relentizar el progreso. Tiene mejor pronóstico cuando se coge a tiempo.
Hay que sospecharla cuando las transaminasas se mentienen levemente altas durante unos cuantos meses y se confirma finalmente con un análisis de los anticuerpos antimitocontriales. Las mitocondrias, como todo el mundo sabe, son orgánulos de las células encargados de la obtención de energía a través de la respiración.
En fin, en mi caso, no queda ahí la cosa aunque he mejorado muchísimo desde que tomo la medicación. Por cierto, tuve que dejar TODA la medicación de herboristería porque alguna daña el hígado, como por ejemplo, una simple valeriana. Esto está poniendo en tela de juicio muchas creencias arraigadas: lo “natural” no siempre es inocuo, saludable ni la mejor de las opciones.
Pero aún así mi hígado sigue inflamado, sigue en pie de guerra, parece que aún no estoy haciendo todos los cambios que tengo que hacer para conformarlo, aún no dí el zapatazo bastante fuerte en el suelo, aún no dije ¡BASTA! lo suficientemente fuerte.
BIOPSIA
El otro día me hicieron una biopsia porque tras las analíticas, el TAC, la resonancia y el fibroscan (una especie de ecografía con golpecitos que mide por ultrasonido la dureza del hígado), no ven exactamente qué le pasa al jamón (según Goyo Jiménez) que tengo entre las costillas.
Aún no tengo el resultado de la prueba, pero parece probable que tenga que tomar corticoides un tiempo para que por fin vuelva todo a su ser. ¿Volverá a ser igual alguna vez? El hígado, que se puede regenerar ¿podrá hacerlo en mi caso, o será demasiado tarde?
Espero que una nueva medicación (ooootra más!) me ayudará a dejar atrás la falta de energía, la apatía, las dificultades mentales y otros pequeños lastres que arrastro todavía.
Al mismo tiempo sigo trabajando con frustraciones tan antiguas que ni recuerdo. Con la ayuda del cirujano experto (mi sicólogo) las revivo, las sufro, las lloro, las libero, y espero que con las lágrimas corra también libre la bilis por los microconductos de mi maltrecho hígado.
¿Y qué es antes el huevo o la gallina? ¿La depresión es la causa o la consecuencia? El hígado enfermo produce debilidad, apatía, confusión, tristeza.. lo mismo que la depresión. Seguramente la ansiedad sostenida de estos últimos años han derribado la última barrera de protección de uno de los puntos flacos de mi cuerpo y de todo mi linaje paterno, por cierto.
En este conflicto ambos salimos perdiendo y ganando. El proceso de enfermedad es también un proceso de aprendizaje. Yo le propongo a mi hígado querido responsabilizarme de mi curación (de mi vida) y asumo que contribuí a enfermarlo. A cambio el órgano espiritual por excelencia me da una tregua, tímidamente se va dejando cuidar, empieza a confiar y se deja alimentar poco a poco.
Nombramos de mutuo acuerdo a la conciencia como mediadora en el conflicto. A mí me puso la tarea de aceptar lo que soy, incluido mi hígado, perfecto tal y como está. Además, agradecerle todo lo que ha tenido que sufrir para que aprenda lo importante que es saber decir a veces un simple y rotundo NO!!.